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– Debrel -explicó Silamo a Iazata y a Ivana- duda aún sobre qué Protocolo rige nuestro Laberinto; parece seguro, sin embargo, que la Puerta tiene un mecanismo fotosensible.

– En todo caso -dijo Ígur-, nadie discute que nada será lo mismo después del Ultimo Laberinto. En lo que respecta a Gorhgró, aunque el Emperador no viva allí, seguro que algún Jefe de peso tendrá que quedarse, si no cae el potencial humano.

– ¿Un mecanismo fotosensible? -dijo Iazata-; ¿artificial o solar?

– Mixto, imaginamos -dijo Silamo-. Tenemos un código estelar como primer paso de decodificaciones.

– Después del Laberinto, dudo que quieran vivir allí ni los Príncipes -dijo Erastre-. Posiblemente el mecanismo fotosensible de la Puerta de Entrada sea el último vestigio de los viejos tiempos, cuya desaparición acabará de impulsarlos a huir; me apostaría cualquier cosa a que si habéis obtenido un código de estrellas, la relación con la Puerta sea la clave de Entrada -rió-. Será decir bellamente adiós a toda una época.

– Tenía entendido -dijo Ígur- que esa época ya está liquidada, y quizá no tan bellamente.

– Así se puede considerar, en efecto, depende de cómo se mire. Los tiempos de las matemáticas como imagen tenían un nombre propio incomparable, las estrellas. Ése era el origen, una función casi física: la necesidad somática de ver el cielo, así como la función clorofílica de las plantas y la función astral del pensador nocturno. Y ése también es el origen de la paranoia colectiva de las ciudades, la carencia urbana del cielo, el olvido de las estrellas -Ígur se rió recordando que Guipria había dicho que Erastre era un determinista tecnológico; si Debrel le había enviado a visitarlo para ampliar el punto de vista del Laberinto, no se podía decir que no había tenido sentido del humor-; ése es -proseguía Erastre- el gran invento de la humanidad: ni la rueda ni el fuego, que con propiedad habría que llamar descubrimientos, sino la analogía como herramienta de conocimiento.

– Analogía que también reproduce su propia historia -dijo Iazata, y se rieron; viendo a Ígur interesado, Erastre se extendió.

– Los observadores, y hay opiniones diferentes acerca de hasta dónde de repente, hasta dónde a través de generaciones, se dan cuenta de la correspondencia temporal entre el clima, los ciclos agrícolas y biológicos en general, y los movimientos de los astros, a partir del recuento de los días, de la utilidad de las estrellas como calendario; en realidad, lo que acabo de decir es una redundancia incorrecta, un anacronismo lógico, porque la observación de los ciclos astrales es anterior al calendario, y en realidad constituye su raíz conceptual. La apreciación de lo menos mutable a escala humana, las estrellas, es la medida de lo más mutable (el clima y los seres vivos), y establece sobre la realidad una primera jerarquía de categorías. La analogía avanza a partir de una causalidad muy sencilla: sabiendo que cuando en la tierra pasa tal cosa, en el cielo, a tal hora de la noche, hay tales objetos, sabremos que cuando tales objetos, siguiendo su ciclo, se acerquen a esa posición, se repetirán esos sucesos en la tierra. Hay una primera ilusión: que los acontecimientos del cielo determinen los de la tierra, pero eso, claro, desaparece con el empirismo. En cualquier caso, el establecimiento de la relación, suponiendo que no haya sido cosa de muchas generaciones, o incluso siglos, debió ser un momento apasionante.

– Quizá fuera el descubrimiento de un individuo -le interrumpió Ivana.

– Muy sentimental, amiga mía -dijo Erastre-, pero lo dudo. En cambio, sí me atrevería, como mínimo, a especular sobre la posibilidad, y hablo siempre en el terreno colectivo, de que ése sea el proceso consustancial a la construcción del sistema de conocimiento y de comunicación; de hecho, los residuos del origen son aún visibles en nuestra cultura.

– La cuna del lenguaje… -dijo Iazata con poco interés, medio pregunta, medio constatación.

– Y de la filosofía -dijo Erastre-. A partir de ese momento, el conocimiento se bifurca en dos grandes direcciones: una, de orden práctico, cultiva la técnica para establecer con la máxima precisión los movimientos del cielo, y hoy la llamamos astronomía; la otra, de orden supraestructural, intenta explicar la analogía hasta su razón fundamental: ése es el origen de la astrología, pauta, cuando se le añade la necesidad de situar la vida, del sentimiento mítico sagrado, y, ya de forma más distante, con las sistematizaciones formales y de poder, de las religiones en general.

– Si en origen -dijo Iazata-, astronomía y astrología son una sola ciencia, igual que química y alquimia, el proceso que conduce a la división actual no podemos contemplarlo con ojos inocentes, nunca podremos dejar de verlo desde la mediatización del resultado.

Erastre sonrió.

– El distanciamiento entre una cosa y otra lleva a pensar en un pasado de términos identificados, sí, pero es difícil establecer relaciones de dependencia histórica entre disciplinas científicas, artísticas y filosóficas. No deberíamos confundir la evolución de una disciplina, su buen funcionamiento como sistema, con su utilidad y, aún menos, con el grado de verdad que encierra para cada cual. El problema es la conciliación, o, si se quiere, reconciliación de las ramificaciones en una disciplina única que intente explicar el mundo, porque la relación que las distanciaba no pertenece a una causalidad razonablemente abarcable y, por lo tanto, es difícil de situar fuera del elemento más amplio, quizá las religiones, cuando no se dispone de más acuerdos racionales o lenguajes en común, pero tampoco se la puede tirar por la ventana, porque es lo que ha propiciado la aparición de la ciencia astronómica, es decir, de las matemáticas y la física, por más que en origen fueran subsidiarias de la astrológica, y la poesía, subsidiaria de la cual es la filosofía.

– ¿El advenimiento de la ciencia, es decir, el triunfo de la filosofía sobre la poesía, es un movimiento de lógica histórica? -dijo Silamo-; Debrel no lo ve como sustitución, ni como derrota de una cosa por la otra, ni tan sólo como alternativa estratificada en el aspecto de categorías.

– ¿Lo ve como las dos caras de una misma moneda, pues? -dijo Ivana.

– Suponiendo que la moneda sólo tenga dos caras -dijo Erastre-. La cuestión continúa siendo cómo ligar los dos grandes bloques de visión del mundo, hayan estado unidos o no en origen, y cómo situar en ellos la experiencia personal. El aprendizaje del recuerdo colectivo, desde luego, no puede lograrse si no es a través del recuerdo individual, que actúa por compensación: acumula en el plato de la balanza del conocimiento y la capacidad de expresar lo que vacía del plato del sentimiento y el deseo. El Anágnor Harsafes sostenía que el conocimiento colectivo sigue un camino parecido, y que en nuestra época estamos aproximadamente a una tercera parte del conjunto, pero ¡quién se atrevería a mantenerlo a ultranza! La sabiduría, eso sí es cierto, se adelanta al envejecimiento y aleja la muerte, a pesar de que hoy ya nadie se hace la ilusión de forzar la realidad con un concepto. ¿Cuál ha terminado por ser el instrumento que mejor se adapta a una visión utilitariamente simplificada del mundo? La cuantificación: estadística, probabilidad, la cuadriculación del mapa en términos identifícables como combinaciones cartesianas de otros más elementales, ¡ésa es la verdad en porcentajes! ¿De qué orden se puede esperar vivir, en tales condiciones? Aparte del fracaso al que la operación está condenada como sistema de pensamiento, pensad en los perjuicios en el ecosistema de la felicidad social, vital y espiritual que conlleva el intento.

– Un intento devastador, sin duda -dijo el coronel Iazata, pero parecía que no hubiera escuchado.

– Un intento que conduce, como toda moral, a un sistema encarnador, a una iconografía significante que en unas épocas eran los dioses, en otras el arte, en otras la glorificación de los avances de la industria; con nosotros son los Juegos. Naturalmente -miró a Ígur y Silamo con soberbia-, aquí no llega la magnificencia de la Apotropía, ni la iniciativa privada se puede permitir los espectáculos de Gorhgró o del Lago de Beomia, y eso significa que los jugadores han de usar la imaginación si no quieren acabar en las naves desiertas y medio en ruinas del antiguo Palacio General.

– Aún funcionan mil salas, y del orden de cien máquinas en cada sala -puntualizó Iazata-, lo que no significa gran cosa cuando el Palacio había llegado a tener cinco mil salas y trescientas máquinas en cada una.

– ¿No creéis que la causa del descenso se debe más a la reforma de los porcentajes? -preguntó Ivana, e Iazata se vio obligado a explicarle el caso a los forasteros.

– La principal modalidad de las tragaperras era la ruleta rusa, basada en la jugada tradicional; el cliente, en la variante punitiva, jugaba con cien créditos a un sexto de posibilidades de muerte frente a cinco sextos de premio de mil créditos; a cada punto de aumento de probabilidades, lo que sería el equivalente de las balas, aumentaba linealmente el importe de la jugada y el premio, es decir, con dos probabilidades de muerte contra cuatro, la jugada valía doscientos créditos y el premio dos mil, hasta que se objetó que en función de la metaposibilidad, los premios debían aumentar en proporción geométrica (incluso había un sector que propugnaba la exponencial), porque la metaposibilidad (en realidad deberíamos llamarla posibilidad real) de morir en el Juego no queda realmente explicitada en la constatación matemática de que cuatro sextos es el doble que dos sextos, sino que en un caso existen verdaderamente más posibilidades de morir que de ganar, y es por eso por lo que se decidió primar geométricamente los premios, manteniendo el aumento lineal de los costes. Pero resultó que las arcas del Palacio no eran suficientes para hacer frente a los pagos, a pesar de que las máquinas estaban, según se ha demostrado, trucadas, y las probabilidades de muerte eran mayores de las indicadas, ¿recordáis la cantidad de empleados que llegó a tener el servicio permanente de identificación y recogida de cadáveres?

– Desde luego -dijo Erastre-. Y el servicio se colapsaba cada sábado, cuando los recogedores morían en tropel en las máquinas tragaperras… les faltaba tiempo para ir a gastarse el sueldo.

Hubo carcajadas.

– El caso es -prosiguió Iazata- que enseguida empezaron los impagos a ganadores, con el desorden social consecuente: bandas de afectados asaltando las salas y destruyendo las instalaciones, procesos a los empleados por distraer los fondos de las cajas de las máquinas antes de cargarlas, o por embolsárselos una vez registrados, y a partir de entonces el inicio de la decadencia del Juego.

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