– Gasta compasión ahora que no importa; cuanta menos te quede para cuando llegue el momento, mejor.
Pronto llegaron a la conclusión de que sobre el terreno no aprenderían nada más acerca del Laberinto de los Pantanos (así se le particularizaba, igual que al de Gorhgró lo llamaban La Falera) que no pudieran saber estudiando los planos que se diseñaron después de la conquista de Arktofilax y, puesto que incluso la idea de presencia de la mítica construcción costaba de evocar tras la evaporación total de peso y sentimiento histórico a que el lugar había sido sometido, decidieron encaminarse al azar a cualquier otra parte.
Vista la dificultad para descubrir las maravillas de los miles de palacios, uno de los principales atractivos de Bracaberbría para el visitante errabundo eran los puentes, tan diferentes de los de Gorhgró, que, por la abrupta travesía del Sarca, tenían algo de fortificación, y a menudo habían sido necesarias grandes audacias de ingeniería para unir vertiginosamente niveles muy diferentes, como en el caso de los de acceso a la Isla de Ixtar, y allí la propia naturaleza del terreno y del río obligaba a construirlos de un solo arco, o con dimensionados irregulares. Gracias a que la única dificultad técnica que planteaban era la distancia a salvar y la firmeza del terreno, y, por lo tanto, no tenían problemas para ser construidos en el más perfecto orden estructural, los puentes de Bracaberbría, vistos en conjunto, eran un formidable recital de estilo y ejercicios formales que ofrecían una continua y agotadora competición de elegancia en la que cada uno superaba al anterior, con inacabables variedades de curvas, perfiles y combinaciones de elementos auxiliares; había una extensa bibliografía sobre historia, tendencias expresivas, soluciones técnicas y maestros y escuelas de la póntica de Bracaberbría, e Ígur se empapó del catálogo canónico para identificar las épocas y los géneros. Los había de todas clases, desde puras pasarelas metálicas de menos de diez metros (catalogadas con un número y en el índice final en letra pequeña), que unían callejuelas marginales, hasta los más cercanos al mar, propiamente viaductos de unos cuantos kilómetros de largo, más anchos que la más ancha de las avenidas, algunos hasta con torres, cuerpos escalonados y terrazas ajardinadas con árboles de cuarenta metros de altura que, de lejos, parecían matojos insignificantes sobre el lomo de un animal fabuloso; los más antiguos y famosos tenían nombre propio, advocación y una historia más o menos tabulada, recogida en poemas esculpidos en lápidas sobre las puertas de acceso. Contando todos los brazos del Delta y las canalizaciones mayores, había exactamente quince mil ciento cincuenta y un puentes catalogados, de los que eran utilizables tan sólo un treinta y cinco por ciento; el resto estaba en ruinas (de muchos no quedaban más que los pilares o las torrecillas de acceso) o bien eran reutilizados como viviendas, de diversos grados de ilegalidad y tolerancia, siempre más posible ésta en la otra cuando no se ocupaban vías principales o próximas al centro; la guía tenía un asterisco para identificar los practicables y ahorrar trayectos vanos, pero aun así era imposible estar al día de todos los derrumbamientos. Al final de un dilatado recorrido por una avenida que por el otro extremo no parecía tener final, Ígur y Silamo se encontraron ante uno de los catalogados como útiles que había caído hacía una semana; la arcada central había cedido a la altura de uno de los pilares, y el tramo correspondiente, de casi trescientos metros, reposaba aún suspendido del otro pilar, como una serpiente abrevando o un paquebote hundiéndose. Detenidos en aquel canal a más de un kilómetro y medio del paso cortado, y teniendo que retroceder, como mínimo, dos o tres más para poder seguir en esa dirección, Ígur y Silamo recalaron como en un remanso, fascinados por la magnificencia del desastre y en extraña comunión silenciosa. La tarde caía lentamente y la corriente del río, contagiada también por la lentitud de los astros inmensos o inmensamente lejanos, les parecía el más inexorable reloj de su destino, acogida en su luz violeteante igual que el cansancio definitivo del puente la pasión del cazador de un solo tiro.
Se hacía tarde y estaban muy lejos del lugar de la cita con Erastre. Emprendieron el camino cambiando a menudo de transporte y recorriendo algún tramo a pie, porque la coordinación vial de Bracaberbría era problemática como consecuencia de la subdivisión municipal propiciada por la situación; la ciudad, al contrario de Gorhgró, que se estructuraba como un densísimo anillo residencial en torno a la Falera y de un centro comercial y administrativo donde prácticamente no dormía nadie, se había asentado como una retícula difusa de densidad residencial irregular con tendencia decreciente a medida que se alejaba del antiguo núcleo condensado a partir del Laberinto, donde por razones de seguridad y confort se concentraba la residencia, y que, una vez abandonada y perdida la imagen de conjunto, inducía al forastero a transponer su imagen al resto y, por tanto, a perderse en la inmensidad, todo él dilatación y distancia, del Delta, no tanto por la complicación intrínseca geométrica sino por la acumulación agotadora de repeticiones, por la angustia de lo inalcanzable, por el ahogo anticipado de lo indefinido, del desconocimiento del límite y de la terrible presunción del infinito.
Ígur y Silamo encontraron la residencia de Erastre, situada muy al interior, en una isla menor de la parte oriental del Delta, en una zona oscura de acumulación de corrientes en la que era difícil distinguir el terreno sólido del líquido, el transitable del fangoso, invadido todo por películas vegetales en esporádicas ebulliciones, de efluvios de metano y fuegos fatuos, de formaciones hojosas con bulbos excrecentes, que a ojos del espectador desprevenido o demasiado imaginativo parecían ocultar vigilantes monstruosos que cualquier imprudencia podía desvelar, todo ello rodeado de un crepúsculo continuo y bochornoso abrazando mortalmente cualquier diferenciación, sin nada lo bastante fuerte ni lo bastante alto para romper el horizonte, y un curioso crepúsculo de sutilezas verdescentes con malignas cualidades de sumersión en un aire espeso del eco gravísimo y profundo del gong lejano y a la vez presente de la nada. Allí en medio, entre los rumores insondables, sonidos acuosos y aullidos que la indiferencia y el desgaste del pánico querían creer de pájaros, entre la inquietud húmeda, el calor del tiempo suspendido y las neblinas pestilentes que las autoridades sanitarias habían advertido pobladas de malaria, cólera y fiebre amarilla, se ocultaba el viejo Palacio que el Mayor de la ciudad había donado, en premio, al descubridor del secreto del Laberinto de los Pantanos, una estructura de madera alzada para emerger del cieno, y con una pelada y no demasiado segura pasarela de acceso, también de madera y con una sola barandilla.
Un hombre aplastado hasta en la mirada por la habitual indolencia de los criados de amos que ellos consideran vulgares condujo a los visitantes a una sala en la que el anfitrión había congregado expresamente a un grupo de especialistas y acólitos. Ali Erastre era un anciano de expresión severa hasta el temor de los niños, con una enorme testa braquicéfala, feroces ojos hundidos en cuencas moradas y profundas arrugas por toda la cara. Llevaba largo su escaso pelo y caminaba encorvado, y la voz cascada de bajo remataba un cuadro que Ígur encontró siniestro y Silamo familiar.
– En nombre de la Comunidad de la Contemplación Perpetua del Ser Necesario -alerta, pensó Ígur, eso es La Muta-, sed bienvenidos -dijo Erastre-, confío en que nuestro querido hermano Kim Debrel se encuentre bien y los tiempos le sean propicios.
– Kim Debrel se encuentra muy bien -dijo Silamo-, y tenemos el placer de enriquecer nuestro saludo más afectuoso y cargado de buenos deseos con el que él envía para vos y vuestra noble Comunidad.
Ígur no sabía nada de comunidades, y se inclinó con inquietud.
– ¿Qué os ha parecido Bracaberbría? -prosiguió Erastre, sin presentar a los demás, que mantenían una atención respetuosa y callada-; en fin, lo que queda…
– Llegamos directamente al Aeropuerto de los Pantanos, y sólo hemos paseado por las islas mayores y el centro antiguo -explicó Silamo.
– Claro -dijo Erastre-, si hubierais querido salir lo teníais difícil. El peral espinoso ha bloqueado más de un setenta por ciento del perímetro, ¡pero de todas formas tampoco hay adonde ir! -se rió-. Ya sabéis a qué me refiero, supongo. -Ígur no lo sabía, y no quería pasar por alto otro sobreentendido. Erastre lo miró sin curiosidad, y le dio una explicación-: La proliferación del peral espinoso proviene de un experimento botánico propiciado por la Apotropía de Juegos del Imperio, la Apotropía de los tiempos en que el Imperio estaba en el Imperio, es decir, en Bracaberbría. -Se echó a reír y todos los demás se sumaron, como si hubiera tenido una salida muy aguda, salvo Ígur y Silamo, que no llegaron más que a la cortesía de descomponer la neutralidad de la expresión facial-. Se trataba de reproducir el Laberinto recién conquistado, en versión reducida y con elementos vegetales, como si se tratara de un jardín de sorpresas; el problema era que los que no encontraban la salida acababan por estropear las cercas de tuyas o las columnas de boj, y como la Ley del Laberinto prohibe expresamente reproducir los canónicos con construcciones perdurables, el Departamento de Genética Botánica preparó un peral bulboso que resistiera hachas, artillería ligera, incluso un láser de baja potencia, que es lo máximo que un ciudadano puede llevar al hombro por ahí, y con ese vegetal construyó la reproducción del Laberinto en la costa Este del Oybiris, justo antes del inicio del Delta. Dos años más tarde, hubo un conflicto de atribuciones entre la Comisión de Mantenimiento y el Departamento de Genética, y la Apotropía de Juegos lo resolvió cancelando un setenta por ciento de los presupuestos para seguimiento de la evolución del nuevo individuo, con lo cual el peral sufrió una mutación inesperada, y cuando se quiso reconducirla, se reprodujo el conflicto, esa vez entre la Apotropía de Juegos y la Mayoría de la ciudad de Bracaberbría; el Departamento de Genética Botánica eludió responsabilidades alegando incumplimiento de contrato por el asunto de los presupuestos, y su filial, la Comisión de Mantenimiento, se desentendió por el mismo motivo y porque la Apotropía, según ellos, había impuesto su criterio en cuestiones que no le correspondían; el litigio se alargó meses y meses, y el peral, mutando a espinoso, crecía en progresión geométrica sin que nadie lo detuviera; finalmente se pactó un presupuesto para afrontar el problema, pero por culpa de los aplazamientos se encontraron con que en el momento de aplicarlo estaba totalmente desbordado por el crecimiento, y, con el inconveniente de que la Mayoría de Bracaberbría se negaba a reconocer los arbitrios designados por el Imperio, se tuvo que renegociar y, finalmente, que imponer un nuevo aumento del presupuesto, que de nuevo resultaba insuficiente a la hora de gastarlo, hasta que se llegó a un punto en que el peral había crecido tanto que el esfuerzo social necesario para eliminarlo superaba el déficit de la ciudad de Bracaberbría; en cualquier caso, el peral crece más deprisa que el tiempo necesario para controlarlo con un esfuerzo razonable. En una palabra: el peral puede destruirse si se quiere, pero no sólo resulta más caro de lo que valen los terrenos correspondientes, sino que hacerlo sería a costa de arruinar cincuenta veces al Imperio. Actualmente, la superficie que ocupa es casi el doble de la de la urbe de Bracaberbría, y ha topado con sus límites naturales: el mar, la selva y el desierto; contra el mar y el desierto no puede hacer nada, a la selva dicen que comienza a ganarle batallas, pero el resultado de la guerra aún está por ver; tiene un cuarto límite natural, sobre el que hay diversas teorías, que es la propia ciudad de Bracaberbría; en el margen Este del río y en la isla central dicen que ya ha cubierto más de doscientas manzanas. Ignoro cuál es el estado de la cuestión ahora, pero si les interesa, el coronel Iazata se lo puede explicar, él dirigió durante un tiempo las milicias autónomas de detención del peral.