La expresión impenetrable de Francis dio a entender a Ígur que quizás no se había sobrepasado con la retórica, y con cierto espanto se imaginó las consecuencias de un defecto en la apreciación en la que, para recrearse, había imaginado exceso; eso redobló su furia, y se sintió ridículo: la ferocidad disfrazada de sumisión ante una estatua de piedra.
– El momento es difícil y complicado -dijo el Secretario-, y hay que meditar cada paso con atención y detenimiento. ¿Puedo saber de qué asesoría técnica disponéis?
Ígur se asustó. ¿Qué pasa, pensó, tan ocupados estáis conspirando para ocupar el sitio de Nemglour que no os queda ni un hueco para otra decisión?
– El geómetra Debrel tiene la bondad de ocuparse de ello -dijo, en el mismo tono.
Francis continuaba inmutable. Era un hombre de unos sesenta años, frente alta, pelo escaso y canoso, de figura imponente y fisonomía helada.
– Nos os puedo responder en este momento, Caballero -ni te has dignado a aprender mi nombre, pensó Ígur, y si lo has hecho, lo desprecias-; las gestiones son diversas, y no sería conveniente entrar ahora en un conflicto de intereses. Sin embargo, podéis contar con que vuestra petición será atentamente considerada, y que nos pondremos en contacto tan pronto como hayamos llegado a una conclusión; entre tanto, si existe alguna otra cosa que pueda hacer por vos, tendré mucho gusto en complaceros.
– Podríais, y os lo agradecería mucho -dijo Ígur-; necesitaremos una autorización para acceder al Atrio del Laberinto. -El Secretario enarcó las cejas, Ígur, viéndose encima una negativa, reprimió sus ganas de maldecirlo y, sintiéndose liberado de formalismos por tal posibilidad, continuó-. Comprendo que pongáis en reserva la petición de un desconocido, sin perjuicio de vuestros intereses y compromisos, pero os ruego que os hagáis cargo de que estamos en un momento en que nos es indispensable el estudio del Atrio para progresar en las investigaciones, y si no conseguimos el acceso no podré ofreceros mucho más de lo que dispongo ahora -la mirada de Francis había alcanzado un distanciamiento insultante, e Ígur hizo el último esfuerzo-; si el problema es comprometer el nombre del Príncipe, se puede buscar una solución transactiva; como la persona que entrará no seré yo, se podría encontrar una fórmula al margen de la burocracia.
El Secretario revolvió papeles con su expresión más agria, y consultó el Cuantificador, sin prisas y sin una sola palabra. Ígur inhaló los vapores del poder con más intensidad que nunca desde su llegada a Gorhgró; ni tan siquiera la cátedra vacía de la Capilla del Emperador le había producido semejante ahogo de excesos en juego.
– ¿Quién será la persona destinada a observar el Atrio? -preguntó Francis.
– El estudiante Silamo Aumdi, discípulo del geómetra Debrel.
– Muy bien -sentenció el Secretario-, el veintiuno de Marzo a las siete de la mañana dispondrá de veinticinco minutos en el transcurso de una inspección sanitaria de rutina a cargo del Conde Barclí. -Ígur iba a agradecer la deferencia pero Pauli Francis llamó a su secretario y le hizo un gesto con la mano-. Nos mantendremos en contacto. Caballero. Podéis retiraos.
Ígur se levantó brutalizando al máximo la marcialidad, y se fue.
Pasado el mediodía, Ígur se presentó en casa de Debrel, y lo halló en compañía de Guipria y Sadó; Silamo, en cambio, no estaba; fue invitado a tomar infusiones y licores, y desplegó un relato colorista y sin ahorrarse ninguno de los adjetivos que le merecía la actitud del dignatario, que fue coreado con comentarios no menos jocosos de las mujeres y el silencio discreto de Debrel.
– Yo diría que si no se presenta ningún imprevisto, la cosa está hecha -dijo Guipria.
– En donde nos movemos, todo son imprevistos -dijo Debrel, y se dirigió a Ígur, que no había estado pendiente de nadie más que de él-; no ocurre nada que no haya tomado en consideración, no te desanimes; ahora bien, hasta al veintiuno de Marzo falta demasiado tiempo para quedarnos de brazos cruzados. Lo aprovecharemos para que tú y Silamo viajéis a Bracaberbría, a visitar el Laberinto y a establecer algunos contactos. Lo prepararé para que salgáis mañana mismo.
– Que vayan a ver a Ali Erastre -dijo Guipria, y Debrel se impacientó.
– Es en lo primero que había pensado -y, a Ígur-: Erastre fue el técnico de la Entrada a Bracaberbría, esperemos que no se haya hecho tan viejo que haya perdido el norte; intentaré comunicarme con él y veré si os puede alojar -soltó una risa triste-; Bracaberbría es un lugar complicado para quedarse.
Guipria sonrió a Ígur.
– Te gustará Erastre, pero ten cuidado con los argumentos -rió-, ¡es un determinista tecnológico!
La conversación derivó hacia la situación abierta con la muerte de Nemglour, al que la siempre malintencionada Guipria mostró la convicción de que se había dado un ligero empujón hacia el traspaso, y a las posibilidades de Simbri y Bruijma después de la provisionalidad de Togryoldus, que nadie dudaba de que se acabaría más deprisa de lo conveniente para que los dos más jóvenes limasen diferencias. En cualquier caso, el equilibrio entre Bruijma y Simbri era suficiente para no tener que sufrir en caso de que finalmente fuera Simbri quien se situase en la cumbre.
– Quién sabe, el Laberinto podría inclinar la balanza -dijo Sadó interviniendo por fin, con sus ojos puestos en los de Ígur, y él hizo un esfuerzo por encontrar defectos en la figura y apartarse así de la aceleración emocional que le producía la joven cuñada, que parecía mejor dispuesta que otros días. Se le ocurrió la posibilidad real de ellos dos, y la conversación se esfumó de repente para él; Debrel y Guipria lo debieron de notar, porque intercambiaron miradas irónicas.
Ígur informó de que tenía trabajo con más brusquedad de la necesaria y, desde luego, de la deseable si se pretendía discreto, y se encaminó a la puerta. Le acompañó Debrel, recordándole que no se verían hasta que él y Silamo volviesen de Bracaberbría, y ofreciéndole una muestra de elegancia al limitar el mutis a los buenos deseos, sin aderezarlos, como Ígur temía, con recomendaciones severas y cargantes advertencias seniles.
A continuación, Ígur fue a la Equemitía a hablar con Ifact, y sufrió su segunda sesión del día de escollos administrativos; en este caso estaba obligado a fluctuar entre el compromiso formal y la cortesía de una laxitud difuminada, y su falta de experiencia lo alejaba por igual del valor, entendido como conjunto de recursos formales, necesario para notificar una decisión, y del trámite de solicitar un permiso, porque, en cualquier caso, era imposible pasar dos semanas en Bracaberbría sin notificarlo. Ifact estaba de buen humor y se lo puso fácil, incluso con el alivio de un encargo adicional, que, afortunadamente, no consistía en hacer daño a nadie; tan sólo se trataba de una gestión diplomática que no le pareció difícil. El Secretario de la Equemitía se interesó por los progresos del Laberinto, e Ígur le respondió sin mala gana a todo lo que le preguntó. Después, hacía días que lo esperaba con impaciencia, se dirigió al Palacio Conti, a ver el anunciado espectáculo preparado en colaboración con la Apotropía General de Juegos del Imperio.
Ígur llegó demasiado pronto a casa de Madame Conti y, cuando la camarera habitual, la del primer día, le acompañó al Salón central, lo encontraron perfectamente desierto y, aunque la iluminación era menos de la mitad, sin humo ni público parecía más claro, y le impuso un poco. Se dio cuenta de que lo había ansiado demasiado como para que la felicidad no le escondiese alguna trampa, y que todo, cargado de expectativas, se incubaba latente bajo la frialdad aséptica y silenciosa de antes del sarao, de catedral antes del Te Deum, de estadio antes del partido, de quirófano antes de la exhibición.
Se sentó en la grada del centro, donde estaba el mismo estrado del día de las gemelas, procurando no desvelar el eco, y apenas un minuto más tarde llegó Madame Conti a saludarlo.
– Querido amigo -le obsequió con su mejor sonrisa-, ahora mismo te mando traer lo que quieras, ¿un aperitivo para empezar?, ¿sí? ¡Espléndido! Tienes un aspecto excelente, qué contenta estoy de verte y de que hayas venido antes, así podremos charlar un rato tú y yo -le cogió del brazo- antes de que empiece el follón -se detuvo y le miró fingiendo una provocación procaz-, ¿vienes a ver a Fei? ¡Ah, ya me lo parecía! Podrás verla después, Fei se está preparando para la representación -le guiñó un ojo-, hoy Fei es la estrella del espectáculo, ¿qué te parece?
Le llevaron un aperitivo, y dejó que la anfitriona prosiguiera el arabesco de su amabilidad, exquisita y empalagosa a la vez. Ígur observó una instalación completa de trapecio volante y, como no había red, a lo largo del recorrido del vuelo del columpio se habían retirado asientos y cojines.
– ¿Veremos circo esta noche? -preguntó, y ella se rió.
– Un circo tan especial que te costará olvidarlo. No te preocupes, te guardaré localidad de sangre.
Ígur se sobresaltó pensando en Fei. Localidades de sangre se llaman a aquéllas especialmente cotizadas donde el espectador corre el riesgo de ser salpicado.
– Naturalmente, a tu lado.
– No faltaría más.
Se abstuvo de preguntar por el contenido del espectáculo, imaginando que Madame querría guardar la sorpresa, y se concentró en las características formales de la sala; reparó en que el octógono de la planta no tan sólo no era regular, sino que por las diferencias entre las dimensiones de unos lados y otros, casi podía considerarse un cuadrado con los ángulos recortados; los lados largos, supo, medían veintiséis coma cuarenta y seis metros, y los cortos, once coma cincuenta y seis; la galería del piso superior ocupaba solamente los lados largos, y en los cortos había en uno un tapiz, en el otro un chapado de cerámica, en el otro un fresco y en el cuarto una vidriera, todos del techo al suelo (las entradas estaban en los lados largos) y representando escenas eróticas en ambientes naturales; la distancia interior en perpendicular entre los lados largos era de cuarenta y dos coma ochenta y dos metros, y entre los cortos, de cuarenta y nueve metros justos; dichos lados cortos se unían opuesto con opuesto a todo lo ancho de los once metros y pico por dos franjas de acceso que dejaban cuatro triángulos rectángulos equiláteros residuales, donde propiamente se colocaban las sillas cuando había espectáculo, de dieciocho coma setenta y uno de cateto, y se cruzaban en el centro coincidiendo con la proyección de la cúpula en donde estaba la depresión de los tres escalones y, ocasionalmente, el entarimado de las representaciones, o el palio, o el baldaquín de las solemnidades; la altura libre interior del salón era de treinta metros coma veintiocho, y en el centro se añadía la cúpula semiesférica, adaptada con pechinas, de once metros coma cincuenta y seis, en cuyos lindares se había colocado la parafernalia de los trapecistas, de donde colgaban dos cuerdas doradas a dos metros del estrado. Ociosamente, para evadirse de la charla de Madame Conti, Ígur se imaginó a Debrel a su lado proponiéndole la forma más rápida de calcular la superficie del salón, si hallar la de uno de los dos cuadrados ideales que formaban los lados paralelos y restarle los cuatro triángulos resultantes de recortar en el lugar oportuno los ángulos a cuarenta y cinco grados para producir los otros cuatro lados, o bien sumando los cuatro triángulos ocupados por las sillas del público, el cuadrado central proyección del espacio de la cúpula y los cuatro rectángulos que la unían con los lados cortos, es decir, un triángulo más un rectángulo, multiplicado por cuatro, más el cuadrado central.