– Señor -dijo uno de los Guardianes al Maestro-, la cinta graba.
– Fijaos, Caballero -dijo el dignatario.
Los ojos y los labios de la Cabeza se movían con gran lentitud, y emitían un sonido apagado que recordaba malignamente un zumbido de abejas silabeado. Ígur se sentía preso de una parálisis dulce y pegajosa, que empezaba por las rodillas y acababa por el habla. La apoderada racionalidad combatía furiosamente en su interior, pero no sabía contra qué.
– ¿Qué es eso? -dijo Ígur, incrédulo y afectado a la vez.
– No hace falta que luchéis -dijo el Maestro con benevolencia-. ¿Dominio de Aidoneo, habéis dicho? -se dirigió a los empleados-: Hacedme una copia cuando esté, y antes limpiadla -y, de nuevo a Ígur-: no tenéis que explicaros nada que os cuestione, Caballero. La profecía es una dimensión moral; no una superstición en el sentido de transferencia de la conciencia ni, por lo tanto, irresponsabilidad del pensamiento, sino mayéutica del estado de cuestión del yo; la Profecía científica llega a donde nunca soñó llegar el psicoanálisis; no es revisión exterior del futuro, sino estado de cuentas de tu presente. ¿Porque qué es el tiempo, sino intención?
– El tiempo es la muerte -exclamó Ígur.
– Sois un sentimental. Caballero, y exageráis injustamente; el tiempo es la vida, y ahora no me vengáis con que la vida es la muerte. -Miraron a la Cabeza Profética, que cerraba los ojos con una lentitud constante e inhumana que recordaba la puesta de un astro. Eso es lo terrible de la vida, pensó Ígur; creer que es otra cosa, y redescubrir cada día que no hay nada más que lo mismo. Uno de los Guardianes le llevó al Maestro un papel en una bandeja-. Veamos qué tenemos aquí -dijo, y lo leyó; después se lo pasó a Ígur con una cierta ceremonia que no suavizaba una sonrisa amable-: Es para vos, si queréis concedernos el honor de aceptarlo como nuestra contribución a la gesta de la Entrada al Laberinto.
Ígur no podía rehusar, y lo cogió con una inclinación, a la que correspondió el Maestro cuando tuvo libres las manos. Se trataba de un poema, o de cuatro líneas dispuestas como tal:
Más NO EL leopardo cabalgado es regalo,
Que UNo de los Dos, de los Tres con la PROcura,
Que allí do arribéis, divisa para TU presente
AL OSo vencerás, Al BlanCO cuerpo deSNUdo.
La Cabeza parecía perfectamente dormida, pero Ígur creyó adivinar en sus labios la brasa de una burla.
– Pero yo no he preguntado nada -adujo.
– La Cabeza es soberana de sus prerrogativas -dijo el Maestro-, y tan pronto puede no responder a quien le pregunta, como dirigirse a quien cree que no tiene nada por descubrir.
Acompañó a Ígur a la salida, y le despidió con toda suerte de buenos deseos y ofrecimientos, así como una invitación formal a volver.
En su casa aquella tarde, Ígur recibió notificación de Debrel de que la decodificación había dado resultado, y una invitación para el día siguiente a la hora que quisiera. Más tarde, a través del Cuantificador del sello, que tenía obligación de tener conectado cuando estaba en casa, recibió una alerta de disponibilidad de la Equemitía; cuando pidió ampliación de datos, se le dijo lacónicamente que, en caso de abandonar la residencia, mantuviera abierto el sello.
Buscó información en los informativos, y no tuvo que esperar mucho, porque la noticia había puesto en estado de alerta a todo el Imperio: el Príncipe Nemglour acababa de morir, y la lucha por el poder estaba abierta.