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– ¡Pues es espléndida! ¿Y esta inscripción? -leyó:

Der Cherub steht nicht mehr dafür

– Es una invocación al Querubín mercurial -explicó el Conservador-. Más que una evocación es una despedida, como en las edades heroicas: 'que las caídas no vayan más allá de una generación…' -recitó-. Quizá sea una bienvenida a las horas felices en que la vigilancia militar ya no es precisa.

Trius esbozó un gesto de escepticismo.

– ¿Horas felices, crees? Yo diría que es una clave Astrea. La autosatisfacción por la victoria eliminará los ejércitos, pero la nostalgia por la culpa puede reinstituir la policía. Yo me inclino por un sentido más profundo, o más general, si lo prefieres. ¿No lo has buscado en el Índice?

Fueron a otra estancia.

– Quizá sí -dijo el Conservador-, toda clave de horas felices, en dominio de colectividad, no es más que una deformación producto de la perspectiva.

– No lo sé, porque lo mismo podría decirse de las horas desafortunadas, y lo cierto es que…

Se acercaron a una maqueta sucia y en lamentable estado de conservación.

– Esto era…

– Sí, ya lo identifico -dijo Trius-. ¿Y esta parte?

– La pirámide de cráneos. No fue descubierta hasta más tarde, en las obras de reutilización.

– ¡No me extraña que los afectados vivan en el rencor! Del infierno, al vencedor del recorrido tuvieron que sacarlo.

– Es lo que dice la tradición -dijo el Conservador en tono de excusa-. Y las tradiciones, ya se sabe.

– Donde impera la sinceridad, no hay que matarse a remover conciencias.

– Pero tampoco hay que olvidar el precepto: 'La memoria es como la acidez, la temperatura o la presión atmosférica: tan sólo habitable por el hombre dentro de unos límites concretos, traspasados los cuales, tanto el máximo como el mínimo, se vuelve inhóspita, aniquiladora…'

– Ni este otro: 'Curación y agravamiento no son direcciones opuestas, sino momentos consecutivos.'

Rieron.

– ¡El altar del Gran Miedo!

– Más bien el teatro del sufrimiento del mundo -dijo Trius, y pasó hojas de una carpeta llena de cartulinas y páginas atadas de grandes dimensiones, amarillentas y raídas; entre medio había alas y residuos de polillas de peral espinoso-. ¿Provienen de Bracaberbría estos papeles?

– No lo sé. Quizá es que la invasión está aquí.

Trius separó la última hoja.

– ¿Y esto?

– Un testamento -dijo el Conservador-; quizá un poema.

– ¿Otra invocación? -dijo Trius-. ¿De quién, esta vez? -el Conservador rió.

– Parece más bien una declaración de acatamiento.

– ¿De qué? ¿De las direcciones prohibidas de la naturaleza?

– Lo dices por… ¡no, es anterior! En todo caso puede servir para reinterpretar la otra invocación: la vigilancia ya no es necesaria, pero no porque el acceso esté permitido, sino porque ya nadie lo intenta.

Trius leyó en voz alta:

El día se ha levantado sin inventarse
la sombra que de la noche lo distingue.
Por la mañana ya se ha visto el fin de la sangre seca
de la oscuridad perdida;
como brasas en la ceniza, se ha helado en el gris
de granito resquebrajado; si el cielo era de piedra,
nubes de plomo han desangrado las casas.
¿Qué hora será? El vacío sin latidos
es el mismo a media mañana,
cuando otros días culminaba
besándose ofrenda y promesa;
es el mismo en la cúspide del día,
que, no brillante y puntiagudo, sino
desmayado, indeciso en el pasaje,
talmente inclinación de vieja,
transita sin cuerpo;
es el mismo a media tarde,
que no ha sentido transformación
en la defensa del celaje.
¡Horas sin vaivén
de fina lluvia contenida
inmóvil para cualquier fín!
El relámpago distante revela desenlace.
Truena, todo se enfrenta dentro de sí,
todo en azote, en una sacudida de rabia
y desnudaje:
figura de huracanes donde reconocer,
derrota para elevar aceptación
– recuerdo donde la soberbia se inclina,
brotes del resentimiento,
quejidos del anhelo, de la fealdad
de no saber querer como se quiso!-,
el estallido del espejo donde purificarse,
saetas de agua,
tormenta desclavada, negritud voluminosa
del más largo de los largos días!
Y llueve, ya sin relámpagos, sin más ruido,
y salvo los olores, que se desenroscan,
todo se retira, corre el agua,
cristal después del barro, y cae la tarde
y poco a poco para de llover,
el aire respira.
Recobrar desarmados esos colores,
sin palabras cerrar una mirada,
brizna de recogimiento, demudanza de compasión…
Cuando ya la escasa luz declina,
se abren las entrañas del nublaje.
¿Aún da tiempo?
Aparece un viento exangüe, tiemblan
las aguas de los charcos, de las hojas
y del aire. ¿Es demasiado tarde tal vez?
Brotan con silencio de pétalos
los alambres del cielo, las claridades se enderezan,
la cimera lejana con desvelo
de bronces se perfila, como unos ojos que se abren.
Se vuelve ala de cuervo el gris profundo,
oro viejo el gris aéreo en la sangre lateral renacida,
y en su último instante, justo antes de sumirse,
me seca las lágrimas
el sol.
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