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Por la Pascuilla, estuvo a punto de ocurrir en el pueblo una gran desgracia. Poco antes de comenzar la fiesta, el badajo de la campana golpeó la nuca del Antoliano y el Mamertito, el chico del Pruden, se deslizó desde la torre con el cable amarrado alrededor de la cintura.

Felizmente, el Antoliano se rehizo a tiempo, pisó el cable y el Mamertito quedó penduleando en el vacío, con la ajada túnica azul celeste arrebujada en los sobacos y sus alitas blancas de plástico quebradas por la violencia del tirón.

El Nini, desde la Plaza, contemplaba el incidente sobrecogido, pues hacía tan sólo dos años era él quien desempeñaba el papel del Mamertito, pero Matías Celemín, el Furtivo, pese a que la víspera se le había muerto la galga, soltó una risotada a sus espaldas y dijo: «Parece un sisón alicortado, el bergante». La cosa, sin embargo, no pasó a mayores y doña Resu, el Undécimo Mandamiento, ordenó al Antoliano que izase de nuevo a la criatura ya que faltaban los extremeños y la fiesta no podía comenzar.

A doña Resu, el Undécimo Mandamiento, le costó transigir con las imposiciones de Guadalupe, el Capataz, pero la decepción causada en los hombres del pueblo por el asunto del petróleo no se había disipado del todo y según le dijo el Rosalino, el Encargado, «este año no tenían humor para hacer el payaso». Sólo tras laboriosas gestiones logró doña Resu reclutar a seis Apóstoles, mas Guadalupe, el Capataz, se mostró irreductible en este aspecto:

– Todos o ninguno, doña Resu, ya lo sabe. Los extremeños somos así.

Y antes que permitir que la Pascuilla se desluciese, doña Resu autorizó a los doce extremeños para que vistiesen los remendados sayales de los Apóstoles.

Sobre la Plaza polvorienta se cernía un sol henchido y pegajoso, y muy altos, allá donde el rumor del gentío no alcanzaba, evolucionaban perezosamente dos buitres negros. El Nini, el chiquillo, ignoraba dónde habitaban aquellas aves, pero bastaba el cadáver de un gato o de un cordero en los barbechos para que irrumpiesen por encima de los cuetos. Bajo ellos, las bandadas de vencejos se lanzaban en espasmos inverosímiles contra los vanos de la torre, acompañando sus movimientos de un chirrido ensordecedor.

Finalmente, tras la esquina de la iglesia, aparecieron los extremeños. El Nini los vio aproximarse con sus pesados andares, asomando bajo las túnicas polícromas los bastos pantalones de pana y las botazas embarradas de greda. Las pelucas despeluzadas, torpemente superpuestas, se derramaban sobre sus hombros, y no obstante, el grupo aparentaba una bíblica prestancia que acrecía sobre el fondo de casas de adobe y las sarmentosas bardas de los corrales.

El pueblo les abrió calle y los extremeños desfilaron cabizbajos y silenciosos por ella y, al llegar a las escaleras del templo, se desperdigaron entre la multitud y comenzaron a abrir puertas, y a saltar tapias, y a levantar piedras, en una enfebrecida búsqueda, hasta que doña Resu, ataviada con la túnica azul y el velo blanco de la Virgen, hizo una señal imperceptible al Antoliano y el Mamertito comenzó a descender, pausadamente ahora, desde lo alto de la torre, oscilando sobre el gentío, las alas aún desfasadas, pero lleno de unción y trascendencia.

Al divisar al Ángel, la Virgen, los Apóstoles y el pueblo se prosternaron llenos de estupor y se abrió un silencio espeso y sobre el chillido histérico de los vencejos se alzó la voz del Mamertito:

– No le busquéis -dijo-. Jesús, el llamado Nazareno, ha resucitado.

El Mamertito evolucionó aún sobre la Plaza unos instantes, en tanto los fieles se persignaban y el Antoliano iba, poco a poco, recogiendo cable. Tan pronto desapareció el Ángel tras el vano de la torre, doña Resu se incorpor6 penosamente y dijo:

– Alabámoste Cristo y bendecímoste.

Y el pueblo devoto coreó:

– Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Acto seguido, todos penetraron en el templo y se postraron de hinojos, mientras arriba, en el coro, Frutos, el Jurado, daba suelta a una paloma del palomar del Justo. El animal, desconcertado, sobrevoló unos minutos la multitud, golpeándose varias veces contra las vidrieras, y, al final, fue a posarse aturdidamente sobre el hombro derecho de la Simeona. Entonces el Undécimo Mandamiento se volvió al pueblo desde las gradas del altar y le dijo a la Sime campanudamente:

– Hija, el Espíritu ha descendido sobre ti.

La Sime meneaba el hombro disimuladamente, tratando de ahuyentar a la paloma, pero en vista de que era inútil se resignó y empezó a tragar saliva con unos ruiditos extraños, como si se ahogara, y por último se dejó conducir por doña Resu hasta el hachero y, una vez allí, el pueblo desfiló ante ella y unos le besaban las manos, y otros hacían una genuflexión y los más tímidos dibujaban subrepticiamente sobre sus rostros requemados un garabato, como una furtiva señal de la cruz. Terminado el homenaje, la Sime, custodiada por los Apóstoles y precedida por la Virgen „y el Ángel anunciador, que marcaban el paso a los acordes de la flauta y el tamboril, desfiló por las calles del pueblo, mientras la noche caía blandamente sobre los cerros.

Al iniciarse la procesión, el Nini corrió junto al Centenario, que apenas era ya un revoltijo de huesos bajo la lavativa:

– Señor Rufo -le dijo jadeante-, la paloma se le posó a la Sime esta tarde.

El viejo suspiró, levantó dificultosamente un dedo hacia el techo y dijo:

– Los buitres ya andan arriba. Los sentí esta mañana.

– Yo les vi -dijo el niño-. Volaban sobre la torre. Vienen por la galga del Furtivo.

El Centenario denegó obstinadamente con la cabeza. Al cabo dijo, con un gran esfuerzo, señalándose el hombro izquierdo:

– Ésos vienen a posarse aquí.

Y en efecto, a la tarde siguiente, San Francisco Caracciolo, falleció el Centenario. La Sime acostó el cadáver en el suelo del zaguán, boca arriba, sobre una arpillera, y le quitó el trapo de la cara de forma que el hueso rebrillaba a la luz de los cirios. En derredor se congregó el pueblo enlutado y silencioso y la Sime le dijo al Nini apenas entró:

– Ahí le tienes. Al fin descansamos los dos.

Mas el tío Rufo no parecía descansar, con su único ojo y la boca patéticamente abiertos. Ni la Sime parecía descansar tampoco, porque tragaba saliva sin cesar, con unos ruiditos ahogados, como la víspera cuando el Espíritu descendió sobre ella. Pero a cada uno que llegaba le endilgaba la misma cosa y cuando el moscón, luego de estar posado diez minutos en las descarnaduras del Centenario, empezó a volar sobre la concurrencia, todos hacían aspavientos para ahuyentarle excepto la Sime y el niño. Y el moscón retornaba sobre el cadáver que era, sin duda, el más desapasionado de todos, pero cada vez que reanudaba el vuelo, los hombres y las mujeres abanicaban disimuladamente el aire para que no se les posase, y de este modo producían un siseo como el de las aspas de un ventilador. Media hora más tarde se presentó el Antoliano con el cajón de pino oliendo todavía a resina, y la Sime pidió que la echasen una mano, pero todos ronceaban, hasta que entre ella, el Nini y el Antoliano lograron encerrarle, y como el Antoliano, por ahorrar material, había tomado las medidas justas, el tío Rufo quedó con la cabeza empotrada entre los hombros como si fuese jorobado o estuviera diciendo que a él ninguna cosa de este mundo le importaba nada.

A media tarde, llegó don Ciro, el Cura, con el Mamertito, roció el cadáver con el hisopo y se postró a sus pies y dijo angustiosamente:

– Inclina, Señor, tu oído a nuestras súplicas con las que imploramos tu misericordia a fin de que pongas en el lugar de la paz y la luz al alma de tu siervo Rufo al cual mandaste salir de este mundo. Por Nuestro Señor Jesucristo…

– Amén -dijo el Mamertito.

Y en ese instante el moscón se arrancó del cadáver y voló derechamente a la punta de la nariz de don Ciro, pero don Ciro, con los ojos bajos, las manos cruzadas mansamente sobre la sotana parecía en éxtasis y no reparó en ello. Y el acompañamiento se daba de codo y murmuraba: «El cáncer le roerá la nariz», pero don Ciro proseguía imperturbable, hasta que, sin amago previo, estornudó ruidosamente y el moscón, asustado, buscó refugio, de nuevo, en el cadáver.

Al concluir las preces, la señora Clo se presentó con el libro apolillado y la Sime dijo:

¿Qué? Era del viejo.

En la primera página decía: «SERMONES PARA LOS MISTERIOS MÁS CLÁSICOS DE LAS FESTIVIDADES DE JESUCRISTO Y DE MARÍA SANTÍSIMA EL AUTOR ES EL LICENCIADO EN SAGRADOS CÁNONES DON JOAQUÍN.ANTONIO DE EGUILETA, PRESBÍTERO Y CAPELLÁN MAYOR DE LA IGLESIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA DE ESTA CORTE. Tomo III. Madrid MDCCXCVI. CON LAS LICENCIAS NECESARIAS».

La Sime levantó los ojos y repitió: -¿Qué? Era su libro.

– Mira -dijo la señora Clo.

Y abrió por la mitad y apareció un papel plegado, envolviendo un billete de cinco pesetas. Y en el papel, torpemente garrapateado, decía: Reserbas para conparn¢e la dentadura. Y en la página siguiente había otro billete de cinco pesetas, y otro en la otra y así

hasta veinticinco. La señora Clo se ensalivó el pulgar, repasó el dinero expertamente, billete a billete, y se lo entregó a la Simeona.

– Toma -la dijo-, esto que te tienes. La dentadura de nada puede servirle al viejo.

Al día siguiente, San Bonifacio y San Doroteo, cuando los mozos izaron las andas, los comentarios del pueblo giraban en tomo al hallazgo de la señora Clo, pero más aún que los billetes sorprendió el hecho de que el Centenario tuviera un libro en su casa. Y decía el Malvino, con evidente escepticismo: «Luego que si sabe o deja de saber. ¿Y quién no sabe teniendo un libro a la mano, digo yo?».

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