Hacia San Segundo caían todos los años, desde hacía cuatro, por el pueblo, los extremeños. Componían una abigarrada caravana con la recua de borricos enjaezados y llegaban cantando, como si en lugar de acabar de hacer quinientos kilómetros en diez días a uña de asno por caminos polvorientos, terminaran de emerger de un baño tibio tras un sueño reparador. La cuadrilla de extremeños se alojaba en los establos del Poderoso, a quien pagaban cinco reales diarios por cabeza y como permanecían en el pueblo casi seis meses y formaban una partida de doce, don Antero se embolsaba anualmente cerca de once mil reales por este concepto.
Doña Resu, el Undécimo Mandamiento, los sintió llegar y cerró de golpe la ventana:
– Ya están ésos aquí; Dios nos tenga de su mano -le dijo a la Vito, la sirvienta.
Durante los dos primeros años, el Nini acompañó a los extremeños a talar el monte de la vaguada y desenraizar los matos de encina. Antes hicieron esto en Torrecillórigo, aunque ahora eran empleados del Estado dedicados a la ardua tarea de la repoblación forestal. La repoblación forestal era la obsesión de los hombres nuevos y cuando la guerra, apenas a las veinticuatro horas de estallar, se organizaron brigadas de voluntarios con el fin de convertir la escueta aridez de Castilla en un bosque frondoso. No había tarea más apremiante y los prohombres decían: «Los árboles regulan el clima, atraen las lluvias y forman el humus, o tierra vegetal. Hay, pues, que plantar árboles. Hay que hacer la revolución. ¡Arriba el campo!». Y todos los hombres de todos los pueblos de la cuenca se desparramaron ilusionados, la azada al hombro, por las inhóspitas laderas. Pero llegó el sol de agosto y abrasó los tiernos brotes y los cerros siguieron mondos como calaveras.
Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído escépticamente y el Guadalupe le dijo: «¿Es que no lo crees?». Y el Pruden respondió melancólicamente: «Sólo Dios hace milagros».
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas. Pero tan pronto concluyeron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños. El yeso cristalizado brillaba en el borde de las hoyas de greda, y Guadalupe, el Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
– Todavía se cachondea el marica de él.
Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del combate:
– Extremeños -decía-, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso bosque.
El Pruden v el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus esfuerzos, ahondaban las hoyas de cada pimpollo para que sirviera de recipiente a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoyo como un pollo en su propio jugo.
El Nini frecuentaba a los extremeños porque aparte de ser maestros en el arte de desarraigar una encina o de plantar un pinabete mediante un cortado movimiento de muñeca, le recordaban los tiempos de Torrecillórigo con el abuelo Abundio, cuando, al anochecer, en el almacén agujereado, narraban turbulentas historias de asesinatos. De vez en cuando, se presentaba en el pueblo algún conocido:
– Nini, chavea, ¿qué fue del abuelo?
– Se fue.
– ¿Dónde?
– No lo sé.
– ¡Condenado viejo! Con sus lavatorios no nos dejaba pegar ojo en toda la noche. ¿Recuerdas?
Pero en el pueblo no querían a los extremeños porque estimaban su labor inútil, impedían el acceso de las ovejas a las colinas y les atribuían toda clase de vicios. Durante su estancia los nativos disfrutaban de una absoluta impunidad. Ante cualquier desaguisado la gente decía:
– Habrán sido los extremeños.
El Undécimo Mandamiento iba más lejos. Y si aparecía un billete de cinco duros en el cepo de la iglesia, o se tenía conocimiento de cualquier buena acción, decía:
– De seguro, los extremeños no han sido.
Pero el Nini sabía que los extremeños eran buena gente y con su herramienta, un cacho de pan y un cacho de tocino salvaban la jornada y no pedían más. El jornal marchaba íntegro para Extremadura donde durante seis largos meses les aguardaban pacientemente sus mujeres y sus hijos. Nada de esto modificaba la opinión del Undécimo Mandamiento para quien los extremeños, en cualquier circunstancia, eran unos individuos indeseables. Y si callaban, le parecían peligrosos; y si cantaban, ineducados. Y si al cruzar frente al almacén oía sus animados coros llamaba aparte al Guadalupe y le decía.
– Guadalupe, el undécimo no alborotar: Guadalupe, el Capataz, se plantaba:
– ¡Está bueno eso! Y si no cantan ¿qué van a hacer, señora?
– Rezar.
Guadalupe cruzaba sus atezados brazos sobre el pecho y meneaba la cabeza de arriba abajo, como queriendo demostrar que callaba para no enconar más las cosas.
Por San Braulio, doña Resu se topó en la plaza con el tío Ratero:
– Me alegro de verte, Ratero -le dijo-. ¿Sabes que el chico anda todo el tiempo entre los perdidos de los extremeños y bebe de la bota y oye palabrotas y cuentos obscenos'
– Déjele estar, doña Resu -respondió el Ratero con su sonrisa indescifrable.
– ¿Eso dices tú?
– ¡Eso!
– ¿Y no andaría mejor en la escuela que aprendiendo lo que no debe?
– Él ya sabe.
– ¿Crees tú que sabe?
– Todos lo dicen.
– ¿Todos? Y si ellos no saben de la misa la media ¿cómo saben si saben los demás?
El Ratero metió un dedo bajo la boina y se rascó ásperamente el cogote.
La voz de doña Resu adquirió, de súbito, un tono conciliador:
– Escucha, Ratero -agregó-. El Nini tiene luces naturales, ya lo creo que las tiene, pero necesita una guía. Si el Nini se lo propusiera podría saber más que nadie en el pueblo.
El Undécimo Mandamiento consultó su relojito de pulsera e hizo un ademán de impaciencia:
– Llevo prisa, Ratero -terminó-. Algún día he de hablar contigo despacio sobre el asunto.
No era ninguna novedad la mala opinión que el Nini le merecía a doña Resu, pero antes de llegar este año los extremeños, el Undécimo Mandamiento se limitaba a pensar mal de él o a regañarle tibiamente. Esto no impedía que apelara a sus servicios cuando le necesitaba, como aconteció, para San Ruperto y San Juan haría dos años, con el asunto de los conejos:
– Nini -le dijo entonces-, ¿no crían las conejas todos los meses?
– Así es, doña Resu.
– ¿Qué le ocurre entonces a esta mía que lleva seis emparejada y como si no?
El Nini no respondió, abrió la conejera y examinó reflexivamente a los animales. Después de un rato, les encerró de nuevo, se incorporó y dijo gravemente:
– Son machos los dos, doña Resu.
El Undécimo Mandamiento se sofocó toda y le expulsó a empellones del corral.
Ya en vida de don Alcio Gago, su marido, doña Resu era inflexible y dominante. Don Alcio, por cosas de la tensión, se negaba a dar un paso, pero como recelaba de los caballos, doña Resu los adquiría en la ciudad de los desechos de las funerarias. Los caballejos que tiraban de las carrozas eran animales dóciles, incapaces de una mala acción. A pesar de todo, don Alcio les respetaba la correa dorada y el plumero negro de la cabeza por si acaso al prescindir de estos aditamentos extrañaban la anomalía y se alborotaban. Y los campesinos, al cruzarse con él de esta guisa, se santiguaban porque presumían que un animal tan lúgubremente enjaezado no podía acarrear más que desgracias. Al ponerse el sol, don Alcio solía detenerse sobre el Cerral y allí inmóvil, a contraluz, sobre el caballo empenachado, semejaba una aparición fantasmagórica. A partir de entonces, el Cerral comenzó a llamarse la Cotarra Donalcio. Mas don Alcio, a pesar de la tensión, enterró cuatro caballerías antes de morir él, y al ocurrir esto doña Resu le llevó un luto riguroso, negándose incluso a participar en la fiesta de la Pascuilla y asistiendo durante dos años a misa los domingos a través de la rejilla del confesionario.