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A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y' paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Mas en todo caso el canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los resquicios, ponía un fondo estridente a todas las faenas, pero los hombres y las mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. Tan sólo la Columba, la del Justito, se llegaba en ocasiones a su marido, las manos abiertas, crispadas sobre el pecho, y sollozaba:

– Esos grillos, Justo. Esos grillos no me dejan respirar.

Por lo demás, la irrupción de los grillos significaba para el pueblo el comienzo de una larga expectativa.

Los sembrados aricados y escardados, verdegueaban en la distancia como una firme promesa y los hombres miraban al cielo insistentemente, pues del cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas y, en definitiva, a estas alturas, únicamente del cielo podía esperarse la granazón de las espigas y el logro de la cosecha.

Con la irrupción de los grillos la Columba, la del Justito, solía avisar al Nini para separar la gallina y confiar los polluelos al pollo capón. De ordinario no le pagaba el servicio, porque, según la Columba, el dinero en el bolsillo de los rapaces sólo servía para maliciarles; se conformaba con darle de merendar una pastilla de chocolate y un pedazo de pan y, luego, charlaba con él a distancia, junto al arcén del pozo, y así que el niño marchaba la invadía una sensación de desasosiego, como un picor inconcreto que iba extendiéndose por todo el cuerpo. Claro que esto le ocurría cada vez que se arrimaba a cualquiera de sus convecinos, razón por la cual la Columba terminó por no relacionarse con nadie. En puridad, la Columba echaba en falta su infancia en un arrabal de la ciudad y no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo. La Columba exigía, al menos, agua corriente, calles asfaltadas y un cine y un mal baile donde matar el rato. Al Justito, su marido, le traía de cabeza. Le decía:

– Justo, así que me levanto de la cama, sólo de ver el mundo vacío me dan ganas de devolver.

El Justito se desazonaba:

– ¿Y dónde vamos a ir que más valgamos?

A la Columba le blanqueaban mucho los ojos:

– ¡Al infierno! ¡Donde sea! ¿No se fue el Quinciano?

– Valiente ejemplo, el Quinciano, de peón a Bilbao a morirse de hambre.

– Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto, ya ves.

Para la Columba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni el seco ladrido del búho nival.

Con el Nini, la Columba no congeniaba. Se le antojaba un producto más de aquella tierra miserable y cada vez que se lo encontraba lo miraba con desdén y desconfianza. De ahí que la Columba no recurriera al Nini sino en circunstancias extremas como en caso de catar la colmena, o capar el marrano, o separar la gallina y confiar la pollada al pollo capón. Mas ella concretaba sobre el Justito su soledad y su desamparo:

– ¿Y el Longinos, di? ¿No se marchó el Longinos? ¿Y quién había más desgraciado que él en estos contornos?

– Ése es otro cantar. El Longinos se fue con su hermana a León. Ése fue a mesa puesta.

– Eso, di que sí. Todos tienen sus razones menos nosotros.

Sin embargo, cada vez que Fito Solórzano, el Jefe, le decía lo de las cuevas, Justito, el Alcalde, veía surgir un punto de luz en el horizonte:

– Si el Jefe, me ayudara- -decía-. Pero antes he de acabar con las cuevas.

La Columba se excitaba:

– Lo que es yo iba a andarme con contemplaciones.

– Tú, tú…, tú todo lo arreglas de boquilla. ¿Qué harías tú, di?

– Pondría un cartucho y prendería. Verás con qué garbo se arrancaba el Ratero.

– ¿Y si no se arranca?

– Tampoco se pierde nada, mira.

Justito, el Alcalde, no obstante, tropezó dos mañanas antes, en la Plaza, con la señora Clo, la del Estanco, y ella le llamó a un aparte:

– Justito -le dijo-. ¿Es cierto que queréis largar al Ratero de su cueva? ¿Qué mal hace ahí?

– Ya ve, señora Clo. Un día se hunde y tenemos en el pueblo una desgracia.

Ella dijo:

– Arréglasela; eso es bien fácil.

La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, enrojeció a ojos vistas:

– En realidad, no es eso, señora Clo. En realidad, es por los turistas, ¿sabe? Luego vienen los turistas y salen con que vivimos en cuevas los españoles, ¿qué le parece?

– Los turistas, los turistas… ¡déjeles que digan misa! ¿No van ellos por ahí enseñando las pantorras y nadie les dice nada?

Por si esto fuera poco, el José Luis, el Alguacil, le hizo ver un día al Justito la imposibilidad de volar por las bravas la cueva del Ratero. El José Luis, después de un prolongado parlamento con el Juez de Torrecillórigo, llegó a la conclusión de que el Ratero, sin soltar una peseta, era el dueño de su cueva.

– ¿Dueño? -dijo perplejo el Justito-. ¿Puede saberse a quién ha pagado dos reales por ella?

El José Luis adoptó una actitud de suficiencia:

– ¡Dinero! -dijo-. Para la Ley no solamente vale el dinero, Justo, no la fastidiemos. También cuenta el tiempo.

– ¿El tiempo?

– A ver. Atiende, tú tienes una cosa un tiempo y un día, sin más que correr el tiempo, te haces el amo de ella. Así como suena.

El Justito frunció el entrecejo y la roncha le palpitó como una cosa viva:

– ¿Aunque la hayas robado?

– Aunque la hayas robado.

– Estamos apañados, entonces -dijo el Justito desoladamente.

A partir del pleito de la cueva, la Columba empezó a mirar al Nini torcidamente, como a su más directo, encarnizado enemigo. Así y todo, el Nini, el chiquillo, parecía ignorar tal disposición y jamás se le pasó por las mientes que pudiera llegar un día en que tuviese que adoptar una resolución tan arriesgada como la de verter un bidón de gasolina en el pozo del Justito. Sin embargo, las cosas vinieron rodadas, y cuando por San Bernardino de Sena, la Columba mandó razón al Nini, como cada año, para separar la gallina, el niño acudió sin recelo, desplumó el pecho del pollo capón, le arrimó una mata de ortigas y lo depositó luego en el cajón sobre los pollos inquietos para que se calmase. La gallina, mientras tanto, le miraba hacer estúpidamente tras los barrotes de la jaula, como si nada de todo aquello fuera con ella. Pero así que el niño terminó, la Columba en vez de darle el pan y el chocolate, como de costumbre, se le quedó mirando con la misma estúpida expresión que la gallina. La Columba decía a veces que el Nini tenía cara de frío incluso de Virgen a Virgen, fechas en que más arreciaba la canícula. El Malvino explicaba que eso les pasa a todos los que piensan mucho, porque mientras los sesos trabajan la cabeza se caldea y la cara se queda fría, ya que las calorías del cuerpo están tasadas y si las pones en un sitio de otro sitio has de quitarlas. El Rabino Grande, cuando estaba presente, apoyaba al tabernero y recordaba que cuando don Eustasio de la Piedra, que era un sabio, le tentaba las vértebras a su padre, tenía también cara de frío. Pero el Nini, ahora ante la mirada impasible de la Co lumba sólo acertó a decir:

– Bueno; esto está listo.

Entonces ella pareció despertar, le puso al niño la mano sobre el hombro y le dijo:

– Nini, ¿por qué no os largáis de la cueva?

– No -dijo hoscamente el niño.

– ¿No os largáis o no puede saberse?

– Las dos cosas.

– ¡Las dos cosas, las dos cosas! -le zamarreó la Columba y su voz airada fue subiendo gradualmente de tono-: Un día el reuma te roerá los huesos por vivir bajo tierra y entonces no podrás abrir la boca ni menear un pie.

El Nini no se inmutó:

– Mira los conejos -dijo serenamente.

La Columba, entonces, perdió los estribos, levantó la mano y le propinó al niño dos solemnes bofetones. Después, como si ella fuera la ofendida, se llevó las dos manos a las mejillas y empezó a llorar con bruscas sacudidas.

Esa misma noche, el Nini robó un bidón de gasolina del sotechado del Poderoso y lo vació en el pozo del Justito. A la mañana, como de costumbre, la Columba se bebió un vaso de agua en ayunas y, al concluir, chascó la lengua:

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