Al día siguiente, la Resurrección de la Santa Cruz, un nubarrón cárdeno y sombrío se asentó sobre la Cotarra Donalcio y fue desplazándose paulatinamente hacia el sudeste.
Y el Nini, apenas se levantó, lo escudriñó atentamente. Al fin se volvió hacia el Ratero y le dijo: – Ya está ahí el agua.
Y con el agua se desató el viento y, por la noche, ululaba lúgubremente batiendo los tesos. El bramido del huracán desazonaba al niño. Se le antojaba que los muertos del pequeño camposanto, conducidos por la abuela Iluminada y el abuelo Román, y las liebres y los zorros y los tejos y los pájaros abatidos por Matías Celemín, el Furtivo, confluían en manada sobre el pueblo para exigir cuentas. Pero esta vez el viento se limitó a desparramar la gran nube sobre la cuenca y amainó. Era una nube densa, plomiza, como barriga de topo, que durante tres días con tres noches descargó sobre el término. Y los hombres, sentados a las puertas de las casas, se dejaban mojar mientras se frotaban jubilosos sus manos encallecidas y decían mirando al cielo entrecerrando los ojos:
– Ya están aquí las aguarradillas. Este año fueron puntuales.
A la mañana del cuarto día, el silencio despertó al Nini. El niño se asomó a la boca de la cueva y vio que la nube había pasado y un tímido rayo de sol hendía sus últimas guedejas blancas y proyectaba un luminoso arco iris de la Cotarra Donalcio al Cerro Colorado. Al niño le alcanzó el muelle aroma de la tierra embriagada y tan pronto sintió cantar al ruiseñor abajo, entre los sauces, supo que la primavera había llegado.