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La cigüeña casi siempre inmigraba a destiempo, lo que no impedía que el Nini anunciase su presencia cada año con varios días de antelación. En la cuenca existía desde tiempo el prejuicio de que la cigüeña era heraldo de primavera, aunque en realidad, por San Blas, fecha en que de ordinario se presentaba, apenas iba mediado el duro invierno de la meseta. El Centenario solía decir: «En Castilla ya se sabe, nueves meses de invierno y tres de infierno». Y raro era el año que se equivocaba.

El Nini, el chiquillo, sabía que las cigüeñas que anidaban en la torre eran siempre las mismas y no las crías, porque una vez las anilló y al año siguiente regresaron con su habitual puntualidad y los aros rebrillaban al sol en la punta del campanario como si fueran de oro. Tiempo atrás, el Nini solía subir al campanario cada primavera, por la fiesta de la Pascuilla, y desde lo alto de la torre, bajo los palitroques del nido, contemplaba fascinado la transformación de la tierra. Por estas fechas, el pueblo resurgía de la nada, y al desplegar su vitalidad decadente asumía una falaz apariencia de feracidad. Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena de cerros, cuyas crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y la aliaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia. No obstante, los tesos seguían mostrando una faz torva que acentuaban las irisaciones cambiantes del yeso cristalizado y la resignada actitud del rebaño de Rabino Grande, el Pastor, ramoneando obstinadamente, entre las grietas y los guijos, los escuálidos yerbajos.

Bajo el campanario se tendía el pueblo, delimitado por el arroyo, la carretera provincial, el pajero y los establos de don Antero, el Poderoso. El riachuelo espejeaba y reverberaba la estremecida rigidez de los tres chopos de la ribera con sus muñones reverdecidos. Del otro lado del río divisaba el niño su cueva, diminuta en la distancia, como la hura de un grillo, y según el cueto volvía, las cuevas derruidas de sus abuelos, de Sagrario, la Gitana, y del Mamés, el Mudo. Más atrás se alzaba el monte de encina del común y las águilas y los ratoneros lo sobrevolaban a toda hora acechando su sustento. Era, todo, como una portentosa resurrección, y llegada la Conversión de San Agustín la fronda del arroyo rebrotaba enmarañada y áspera; los linderones se poblaban de amapolas y margaritas, las violetas y los sonidos se arracimaban en las cunetas húmedas y los grillos acuchillaban el silencio de la cuenca con una obstinación irritante.

Sin embargo, este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé, pese a que el calendario anunciara dos semanas antes la primavera oficial. Unas nubes altas, apenas tiznadas, surcaban velozmente el cielo, pero el viento norte no amainaba y las esperanzas de lluvia se iban desvaneciendo. Junto al arroyo, en las minúsculas parcelas donde alcanzaba el agua, sembraron los hombres del pueblo escarola, acelgas, alcachofas y guisantes enanos. Otros segaron los cereales de las tierras altas para forrajes verdes y dispusieron la siembra de trigos de ciclo corto. Las yeguas quedaron cubiertas y con la leche de las cabras y las ovejas se elaboraron quesos para el mercado de Torrecillórigo. En las colmenas recién instaladas se hizo el oreo para evitar la enjambrazón prematura y el Nini, el chiquillo, no daba abasto para atender las demandas de sus convecinos:

– Nini, chaval, mira que quiero formar nuevas colonias. Si no cojo trigo siquiera que coja miel.

– Nini, ¿es cierto que si no destruyo las celdillas reales el enjambre se me largará? ¿Y cómo demontre voy a conocer yo las celdillas reales?

Y el Nini atendía a unos y a otros con su habitual solicitud.

Por San Lamberto, las nubes se disiparon y el cielo se levantó, y sobre los campos de cereales empezaron a formarse unos corros blanquecinos. El Pruden dio la alarma una noche en la taberna:

– ¡Ya están ahí las parásitas! dijo-. La piedralipe no podrá con ellas.

Le respondió el silencio. Desde hacía dos semanas no se oía en el pueblo sino el siniestro crotorar de la cigüeña en lo alto de la torre, y el melancólico balido de los corderos nuevos tras las bardas de los corrales. Los hombres y las mujeres caminaban por las sórdidas callejas arrastrando los pies en el polvo, la mirada ensombrecida, como esperando una desgracia. Conocían demasiado bien a las parásitas para no desesperar. El año del hambre el «ojo de gallo» arrasó los sembrados y dos más tarde el «cyclonium» no respetó una espiga. Los hombres del pueblo decían «cyclonium», entrecruzando los dedos mecánicamente, como veían hacer a don Ciro cada vez que soltaba cuatro latines desde el púlpito de la iglesia. A los más religiosos se les antojaba una blasfemia que se llamara «cyclonium» una parásita tan cruel y devastadora. No obstante, fuese su nombre propio o impropio, el «cyclonium» se ensañaba con ellos, o, al menos, amagaba todos los años por el mes de abril. El tío Rufo decía: «Si no fuera por abril no habría año vil». Y en el fondo de sus almas los hombres del pueblo alimentaban un odio concentrado hacia este mes versátil y caprichoso.

Por San Fidel de Sigmaringa, en vista de que la sequía se prolongaba, doña Resu propuso sacar el santo para impetrar la lluvia de lo Alto, siquiera don Ciro, el párroco de Torrecillórigo, con su excesiva juventud y su humildad, y su indecisa timidez, no les pareciera eficaz a los hombres del pueblo para un menester tan trascendente. De don Ciro contaban que el día que el Yayo, el herrador de Torrecillórigo, mató a palos a su madre y tras enterrarla bajo un montón de estiércol, se presentó a él para descargar sus culpas, don Ciro le absolvió y le dijo suavemente: «Reza tres Avemarías, hijo, con mucho fervor, y no lo vuelvas a hacer».

Con todas estas cosas la nostalgia hacia don Zósimo, el Curón, se avivaba todo el tiempo. Don Zósimo, el antiguo párroco, levantaba dos metros y medio y pesaba 125 kilos. Era un hombre jovial que no paraba nunca de crecer. Al Nini, su madre, la Mar cela, le asustaba con él: «Si no callas -le decía-, te llevo donde el Curón, a que le veas roncar». Y el Nini callaba porque aquel hombre gigantesco, enfundado de negro, con aquel vozarrón de trueno, le aterraba. Y cuando las rogativas, el Curón no parecía implorar sino exigir y decía: «Señor, concédenos una lluvia saludable y haz correr por la sedienta faz de la tierra las celestiales corrientes» como si se dirigiera a un igual en una conversación confianzuda. Y con aquella su voz atronadora, hasta los cerros parecían temblar y conmoverse. En cambio, don Ciro, ante la Cruz de Piedra, se arrodillaba en el polvo y decía humillando la cabeza y abriendo sus débiles brazos: «Aplaca, Señor, tu ira con los dones que te ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de una lluvia abundante». Y su voz era débil como sus brazos, y los vecinos del pueblo desconfiaban de que una petición tan desvaída encontrara correspondencia en lo Alto. Y otro tanto sucedía en las Misiones. Don Zósimo, el Curón, cada vez que subía al púlpito era para hablarles de la fornicación y del fuego del infierno. Y peroraba con voz de ultratumba y, al concluir el último sermón, los hombres y mujeres abandonaban la parroquia empapados en sudor, lo mismo que si hubieran compartido con los réprobos durante unos días las penas del infierno. Por contra, don Ciro hablaba dulcemente, con una reflexiva, cálida ternura, de un Dios próximo y misericordioso, y de la justicia social y de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa, pero ellos apenas entendían nada de esto y si aceptaban aquellas pláticas era únicamente porque a la salida de la iglesia, durante el verano, don Antero, el Poderoso, y el Mamel, el hijo mayor de don Antero, se enfurecían contra los curas que hacían política y metían la nariz donde no les importaba.

No obstante, el pueblo acudió en masa a las rogativas. Antes de abrir el alba, tan pronto el gallo blanco del Antoliano lanzaba desde las bardas del corral su ronco quiquiriquí, se formaban torpemente dos filas oscuras que caminaban cansinamente siguiendo las líneas indecisas de los relejes. Paso a paso, los hombres y las mujeres iban rezando el rosario de la Aurora y a cada misterio hacían un alto y entonces llegaba a ellos el dulce campanilleo de las ovejas del Rabino Grande desde las faldas de los tesos. Y como si esto fuera la señal, el pueblo entonaba entonces desafinada, doloridamente, el «Perdón, oh Dios mío». Así hasta alcanzar la Cruz de Piedra del alcor ante la cual se prosternaba humildemente don Ciro y decía: «Aplaca, Señor, tu ira con los dones que te ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de una lluvia abundante». Y así un día y otro día.

Por San Celestino y San Anastasio concluyeron las rogativas. El cielo seguía abierto, de un azul cada día un poco más intenso que el anterior. No obstante, al caer el sol, el Nini observó que el humo de la cueva al salir del tubo se echaba para la hondonada y reptaba por la vertiente del teso como una culebra. Sin pensarlo más dio media vuelta y se lanzó corriendo cárcava abajo, los brazos abiertos, como si planeara. En el puentecillo de junto al arroyo divisó al Pruden encorvado sobre la tierra:

– ¡Pruden! -voceó agitadamente, y señalaba con un dedo la chimenea, a medio cueto-: El humo al suelo, agua en el cielo; mañana lloverá.

Y el Pruden levantó su rostro sudoroso y le miró como a un aparecido, primero como con desconcierto pero, de inmediato, hincó la azuela en la tierra y sin replicar palabra se lanzó como un loco por las callejas del pueblo, agitando los brazos en alto y gritando como un poseído:

– ¡Va a llover! ¡El Nini lo dijo! ¡Va a llover!

Y los hombres interrumpían sus tareas y sonreían íntimamente y las mujeres se asomaban a los ventanucos y murmuraban: «Que su boca sea un ángel», y los niños y los perros, contagiados, corrían alborozadamente tras el Pruden y aquellos gritaban a voz en cuello: «¡Va a llover! ¡Mañana lloverá! ¡El Nini lo dijo!».

En la taberna corrió el vino aquella noche. Los hombres exultaban y hasta Mamés, el Mudo, se obstinaba en comunicar su euforia haciendo constantes aspavientos con sus dedos sobre la boca. Mas la impaciencia no les permitía a los hombres del pueblo traducir su lenguaje y Mamés gesticulaba cada vez más vivamente hasta que el Antolianole dijo: «Mudo, no vocees así, que no soy sordo». Y todos, hasta el Mamés, rompieron a reír y, a poco, el Virgilín comenzó a cantar «La hija de Juan Simón» y todos callaron, porque el Virgilín ponía todo su sentimiento, y sólo el Pruden le dio con el codo al José Luis y musitó: «Eh, tú, hoy está cantando como los ángeles».

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