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Por San Baldomero el Nini descubrió sobre el Pezón de Torrecillórigo el primer bando de avefrías desfilando precipitadamente hacia el sur. Durante tres días con sus tres noches, los bandos se sucedieron sin interrupción y el vuelo de las aves era cada vez más vivo y agitado. Volaban muy altas, componiendo una gran V sobre el impávido cielo azul, chirriando excitadamente con un estremecido deje de alarma.

Antaño, el Pezón de Torrecillórigo se llamó la Co tana del Moro, pero la Marcela, la madre del Nini, la rebautizó pocos meses antes de dar con sus huesos en el manicomio. Ya desde el parto, la Marcela no quedó bien y cada vez que el Ratero la sorprendía mirando embobada para los cuetos y le decía: «¿Qué miras, Marcela?», ella ni respondía. Y únicamente si el Ratero la zarandeaba, ella balbucía al fin: «El Pezón de Torrecillórigo». Y señalaba el cono de la Cotarra del Moro, torvo y lóbrego como un volcán. «¿El Pezón?» -inquiría el Ratero, y ella agregaba: «Somos muchos a tirar de él. No da leche para tantos». Meses después el tío Ratero sorprendió a su hermana aserrando una pata del taburete. «¿Qué haces, Marcela?» -le dijo. Y ella respondió: «El taburete barquea». Dijo él: «¿Banquea?». Y ella no respondió, pero a la noche había aserrado las cuatro patas. Aún aguantó el tío Ratero unos años más. Por aquel tiempo el Nini ya había cumplido los seis y el Furtivo le decía cada vez que lo encontraba: «Explícate, bergante, ¿Cómo es posible que la Marcela sea tu tía y tu madre al mismo tiempo?» -y se reía con un ruidoso estallido como si estuviera lleno de aire y, de repente, se deshinchase. Y el día que el tío Ratero se decidió a horadar el techo de la cueva con el tubo que le regalara Rosalino, el Encargado, y le pidió a la Marcela arena para la mezcla, su hermana le aproximó la horca que sostenía a duras penas. «Toma» -dijo. «¿Cuál?» -dijo el Ratero. «Arena. ¿No pedías arena?» -dijo ella. «¿Arena?» -dijo el Ratero. Ella añadió: «Apura, que pesa». El Nini la miraba atónito y al cabo, dijo: «Madre, ¿cómo va a coger usted arena con una horca?». Una semana después, por Santa Oliva haría cuatro años, se presentó en el pueblo un hombrecillo enlutado y se la llevó al manicomio de la ciudad, pero la Cotarra del Moro no volvió a recobrar su nombre y fue en adelante y para siempre jamás el Pezón de Torrecillórigo.

Ahora las avefrías sobrevolaban el Pezón y el Nini, el chiquillo, bajó al pueblo a informar al Centenario:

– No las veo pero las siento gruir -dijo el viejo-. Eso quiere decir nieve. Antes de siete días estará aquí.

El Centenario, con el trapo negro cubriéndole media cara, era como una reseca momia bajo el sol. Antes de ponerse el trapo, el niño le preguntó una tarde qué era aquello:

– Nada de cuidado; un granito canceroso -dijo el viejo sonriendo.

El Nini, cada vez que le asaltaba alguna duda sobre los hombres, o sobre los animales, o sobre las nubes, o sobre las plantas, o sobre el tiempo, acudía al Centenario. El tío Rufo, por encima de la experiencia, o tal vez a causa de ella, poseía una aguda perspicacia para matizar los fenómenos naturales, aunque para el Centenario, los gorjeos de los gorriones, o el sol en las vidrieras de la iglesia, o las nubes blancas del verano, no eran siempre una misma cosa. En ocasiones, hablaba de su «viento de cuando rapaz», o «del polvo de la era de cuando mozo» o de «su sol de viejo». Es decir que en las percepciones del Centenario jugaba un papel preferente la edad, la huella que produjeron en él, a determinada edad, las nubes, el sol, el viento o el polvo dorado de la trilla. El Centenario sabía mucho de todo, a pesar de que los mozos y los chiquillos del pueblo no se arrimaban a él más que para reír de sus aspavientos nerviosos o para alzarle el trapo negro en un descuido y «verle la calavera» y hacer, luego, mofa de su enfermedad:

– Son jóvenes, pero eso se pasa -solía decirle al Nini, resignadamente, en esos casos, el Centenario.

La misma Simeona, su hija, no le guardaba al viejo ninguna consideración. Desde que el Centenario empezó a envejecer, la Simeona se hizo cargo de la casa y las labores. Ella atendía al ganado, sembraba, aricaba, escardaba, segaba, trillaba y acarreaba la paja. A causa de ello se hizo irritable, roñosa y suspicaz. El Undécimo Mandamiento armaba que todo el mundo se vuelve roñoso y suspicaz tan pronto advierte lo que cuesta ganar una peseta. No obstante, la Simeona se mostraba excesivamente irreductible para con su padre. En las contadas ocasiones en que comadreaba con sus convecinas decía: «Cuanto más viejo más goloso, no puedo con él». La señora Clo la miraba envidiosamente y comentaba: «Suerte la tuya, con lo mal que me come a mí el Virgilín». Para la señora Clo, la del Estanco, todas las preocupaciones se centraban ahora en el Virgilín. Le cuidaba como a un hijo y, por su gusto, le hubiera confinado en una jaula y hubiera colgado ésta de la viga de la tienda, como hizo en tiempos con los camachuelos.

La Simeona, en cambio, trataba a su padre desconsideradamente. Su desconfianza aumentaba por días y ahora, cada vez que se ausentaba de casa, trazaba una raya con el lapicero en el reverso de la hogaza y metía el dedo en la cloaca de las gallinas, una por una, para cerciorarse de si el Centenario comía un cacho de pan o se merendaba algún huevo durante su ausencia. Al regreso decía:

– Ha de haber tres huevos, padre; a ver dónde los ha puesto.

Y si acaso faltaba alguno, los gritos y los improperios rebasaban las últimas casas del pueblo y si el tiempo era quedo y, con mayor razón, si soplaba viento favorable, las voces ascendían hasta la cueva y el Nini se compungía y decía para sí: «Ya está la Simeo na regañando al viejo».

De todos modos nadie podía decir nada de la Simeona, que a más de sostener sobre sus huesos un padre centenario, una labranza y una casa, aún sacaba energía para la piadosa tarea de enterrar a los muertos del lugar. Utilizaba para ello un carrito destartalado, arrastrado por un asnillo de muchos años al que la Sime apaleaba sin duelo cada vez que conducía a un difunto al camposanto. En la trasera del carro amarraba al Duque, el perro, con un cordel tan corto que casi lo ahorcaba. El animal gañía, ladeando un poco la cabeza para evitar la tensión, pero si alguien le hacía alguna advertencia a la Simeona, ella replicaba:

– Mejor. Así hasta al más desgraciado no le falta un perro que le llore.

La Simeona juraba y maldecía como un hombre y en los últimos tiempos, al referirse a la voracidad de su padre, hacía escarnio del cáncer y decía: «El viejo tiene ahora que comer para dos».

El Centenario, aun trampeando, iba todavía de acá para allá, mas en las horas de sol era fijo encontrarle sentado en el poyo de la trasera de su casa, los ojos entornados, oxeando incansablemente unos pollos imaginarios. El Nini bajaba con frecuencia a buscar su compañía y a consultarle sus dudas o a oírle las viejas historias en las que inevitablemente volcaba sus nostalgias de «su sol de cuando rapaz», «el polvo de la era de cuando mozo», o «los inviernos de Alfonso XII».

Últimamente al Nini llegó a fascinarle aquel trapo negro que ocultaba parte de la nariz y la mejilla izquierda del tío Rufo, y, cada vez que se sentaba a su lado, experimentaba la tentación casi invencible de levantarlo. Era la suya la misma impaciencia que atosigaba a los rapaces del pueblo cuando, al iniciarse el otoño, aparecían los húngaros con los títeres en la plaza y llegada la hora gritaban a coro: «¡Que son las cuatro, que se alce el trapo!». No obstante, el Nini dominaba la incitación; veneraba al viejo y de una manera inconsciente agradecía sus enseñanzas.

El Centenario le dijo, por el Santo Ángel, cuando las avefrías sobrevolaban el Pezón de Torrecillórigo, que la nieve estaba próxima, tal vez a menos de una semana, y para San Victoriano, o sea, cinco días más tarde, los copos empezaron a descolgarse con silenciosa parsimonia y, en unas horas, la cuenca quedó convertida en una inmensa mortaja. La blancura lastimaba los ojos y los adobes del pueblo y las bardas que cobijaban las deleznables tapias de los corrales se hacían más ostensibles bajo la nieve. Pero la vida parecía haber huido del mundo y un silencio sobrecogedor, cernido y macizo como el de un camposanto, se desplomó sobre la cuenca.

Las alimañas se aletargaron en sus huras y los pájaros desconcertados se acurrucaban en la nieve hasta que el calor de sus cuerpos la fundía y tomaban, de nuevo, contacto con la tibieza de la tierra. Allí, en sus agujeros, permanecían inmóviles, asomando sus cabezas de redondos ojos atónitos, oteando hambrientos en derredor. A veces, el Nini se distraía merodeando por las proximidades del pueblo y las urracas y los tordos y las alondras tardaban en arrancarse y, en última instancia lo hacían, pero tras un breve vuelo vertical, como un rebote, tomaban apresuradamente a sus yacijas.

Por San Simplicio, el niño y la perra sintieron la engañosa llamada de la nieve y salieron al campo. Sus pisadas crujían tenuemente, mas aquellos crujidos detonaban en el solemne silencio de la cuenca con una sorda opacidad. Ante sus ojos se abría un vasto, solitario y mudo planeta mineral y el niño lo recorría transido por la emoción del descubrimiento. Dobló el Cerro Merino y al iniciar el ascenso de la ladera, el Nini atisbó el rastro de una liebre. Sus leves pisadas se definían nítidamente en la nieve intacta y el niño las siguió, la perra en sus talones, el hocico levantado, sin intentar siquiera rastrear. De pronto las huellas desaparecieron y el niño se detuvo y observó en tomo y al divisar el matojo de encina doce metros más allá, sonrió tenuemente. Sabía, por su abuelo Román, que las liebres en la nieve ni se evaporan ni vuelan como dicen algunos cazadores supersticiosos; simplemente, para evitar que las huellas las delaten, dan un gran salto antes de agazaparse en su escondrijo. Por eso intuía que la liebre estaba allí, bajo el carrasco, y al avanzar hacia él con la sonrisa en los labios, gozándose en la sorpresa, brincó la liebre torpemente y el niño corrió tras ella, torpemente también, riendo y cayendo, mientras la perra ladraba a su lado. Al cabo, el niño y la perra se detuvieron, en tanto la liebre se perdía tras una suave ondulación, los amarillos ojos dilatados por el pánico. Jadeante aún, el Nini experimentó una súbita reacción y se puso a orinar y la tierra oscura asomó en un pequeño corro bajo la nieve fundida. Poco más lejos se agachó y erigió en pocos minutos un monigote de nieve, le colocó su tapabocas y azuzó a la perra:

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