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A medida que se adentraba el invierno, el pajero del común iba mermando. Los hombres y las mujeres del pueblo se llegaban a él con los asnos y acarreaban la paja hasta sus hogares. Una vez allí la mezclaban con grano para el ganado, o la hacían estiércol en las cuadras, o simplemente la quemaban en las glorias o las cocinas para protegerse de la intemperie. De este modo, al finalizar diciembre, el Nini divisaba desde la cueva, por encima del pajero, el anticuado potro donde se herraron las caballerías en los distantes tiempos en que las hubo en el pueblo.

Por San Aberico, antes de concluir enero, se desencadenó la cellisca. El Nini la vio venir de frente, entre los cerros Chato y Cantamañanas, avanzando sombría y solemne, desflecándose sobre las colinas. En pocas horas la nube entoldó la cuenca y la asaeteó con un punzante aguanieve. Los desnudos tesos, recortados sobre el ciclo plomizo, semejaban dunas de azúcar, de una claridad deslumbrante. Por la noche, la cellisca, baqueteada por el viento, resaltaba sobre las cuatro agónicas lámparas del pueblo, y parecía provenir ora de la tierra, ora del cielo.

El Nini observaba en silencio el desolado panorama. Tras él, el tío Ratero hurgaba en el hogar. El tío Ratero ante el fuego se relajaba y al avivarlo, o dividirlo, o concentrar, o aventar las brasas, movía los labios y sonreía. A veces, excepcionalmente, salía a recorrer los tesos sacudidos por la cellisca y, en esos casos, como cuando soplaba el matacabras, se amarraba la sucia boina capona con un cordel, con la lazada bajo la barbilla, como hacía en tiempos el abuelo Román.

Para poder encender fuego dentro de la cueva, el tío Ratero horadó los cuatro metros de tierra del techo con un tubo herrumbroso que le proporcionó Rosalino, el Encargado. El Rosalino le advirtió entonces: «Ojo, Ratero, no sea la cueva tu tumba». Pero él se las ingenió para perforar la masa de tierra sin producir en el techo más que una ligera resquebrajadura que apeó con un puntal primitivo. Ahora, el tubo herrumbroso humeaba locamente entre la cellisca, y el tío Ratero, dentro de la cueva, observaba las lengüetas agresivas y cambiantes de las llamas, arrullado por los breves estallidos de los brotes húmedos. La perra, alebrada junto a la lumbre, emitía, de vez en cuando, un apagado ronquido. Llegada la noche, el tío Ratero mataba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo dormían los tres sobre las pajas, el niño en el regazo del hombre, la perra en el regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero, el zorro en el regazo de la perra. El José Luis, el Alguacil, les presagiaba calamidades sin cuento: «Ratero -decía-, cualquier noche se prende la paja y os achicharráis ahí dentro como conejos». El tío Ratero escuchaba con su sonrisa socarrona, escépticamente, porque sabía, primero, que el fuego era su amigo y no podía jugársela, y, segundo, que el José Luis, el Alguacil, no era más que un mandado de Justito, el Alcalde, y que Justito, el Alcalde, había prometido al Jefe terminar con la vergüenza de las cuevas.

En estas circunstancias, el Nini respetaba el silencio del Ratero. Sabía que todo intento de plática con él resultaría inútil, y no por hosquedad suya, sino porque el hecho de pronunciar más de cuatro palabras seguidas o de enlazar dos ideas en una sola frase le fatigaba el cerebro. El niño bautizó Fa a la perra, aunque prefería otros nombres más sonoros y rimbombantes, por ahorrarle fatiga al Ratero. Tan sólo cuando el Ratero, por desentumecer la lengua, soltaba una frase aislada, el niño correspondía:

– Esta perra está ya vieja.

– Por eso sabe.

– No tiene vientos.

– Deje. Todavía las agarra.

Luego tornaba el silencio y el quedo pespuntear de la cellisca sobre el teso y el gemido del viento se entreveraban con los chasquidos de la hoguera.

Una mañana, tres después de San Aberico, el Nini se asomó a la cueva y divisó una diminuta figura encorvada atravesando la Era, camino del puentecillo:

– El Antoliano -dijo.

Y se entretuvo viéndole luchar con el viento que concentraba los diminutos copos oblicuos sobre su rostro y le obligaba a inclinar la cabeza contra la ladera. Cuando entró en la cueva se incorporó, hinchó los pulmones y se sacudió la pelliza con sus enormes manazas. Dijo el Ratero, sin moverse de junto al fuego:

– ¿Dónde vas con la que cae?

– Vengo -dijo el Antoliano, sentándose junto a la perra, que se incorporó y buscó un rincón oscuro, donde nadie la molestase.

– ¿Qué te trae?

El Antoliano extendió sus manos ante las llamas: -El Justito -dijo-. Va a largarte de la cueva. -¿Otra vez?

– En cuanto escampe subirá, ya te lo advierto. El Ratero encogió los hombros:

– La cueva es mía -dijo.

El Justito visitaba con frecuencia a Fito Solórzano, el Gobernador, en la ciudad, y le llamaba Jefe. Y Fito, el Jefe le decía:

– Justo, el día que liquides el asunto de las cuevas, avisa. Ten en cuenta que no te dice esto Fito Solórzano, ni tu Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil.

Fito Solórzano y Justo Fadrique se hicieron amigos en las trincheras, cuando la guerra, y ahora, cada vez que Fito Solórzano le encarecía que resolviese el enojoso asunto de las cuevas, la roncha de su frente se empequeñecía y se tomaba violácea y se diría que palpitaba, con unos latidos diminutos, como un pequeño corazón:

– Déjalo de mi mano, Jefe.

De regreso, ya en el pueblo, Justito, el Alcalde, le preguntaba expectante a José Luis, el Alguacil: -¿Qué piensas tú que quiere decirme el Jefe cuando sale con que lo de las cuevas no me lo dice Fito Solórzano, ni el Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil?

El José Luis respondía invariablemente: -Que te va a recompensar, eso está claro.

Mas en casa, la Columba, su mujer le apremiaba: -Justo -le decía-, ¿es que no vamos a salir en toda la vida de este condenado agujero?

La roncha de la frente de Justito se agrandaba y enrojecía como el cinabrio:

– ¿Y qué puedo hacerle yo? -decía.

La Columba se ponía de jarras y voceaba:

– ¡Desahuciar a ese desgraciado! Para eso eres la autoridad.

Pero Justito Fadrique, por instinto, detestaba la violencia. Intuía que, tarde o temprano, la violencia termina por volverse contra uno.

Por San Lesmes, sin embargo, el José Luis, el Alguacil, le brindó una oportunidad:

– La cueva esa amenaza ruina -dijo-. Si largas al Ratero es por su bien.

Volar las otras tres cuevas fue asunto sencillo. La Iluminada y el Román murieron el mismo día y el Abundio abandonó el pueblo sin dejar señas. La Sa grario, la Gitana, y el Mamés, el Mudo, se consideraron afortunados al poder cambiar su cueva por una de las casitas de la Era Vieja, con tres piezas y soleadas, que rentaba veinte duros al mes. Pero para el tío Ratero cuatrocientos reales seguían siendo una fortuna.

Por San Severo se fue la cellisca y bajaron las nieblas. De ordinario se trataba de una niebla inmóvil, pertinaz y pegajosa, que poblaba la cuenca de extrañas resonancias y que, en la alta noche, hacía especialmente opaco el torturado silencio de la paramera. Mas, otras veces, se la veía caminar entre los tesos como un espectro, aligerándose y adensándose alternativamente, y en esos casos parecía hacerse visible la rotación de la Tierra. Bajo la niebla, las urracas y los cuervos encorpaban, se hacían más huecos y asequibles y se arrancaban con un graznido destemplado, mezcla de sorpresa e irritación. El pueblo, desde la cueva, componía una decoración huidiza, fantasmal que, en los crepúsculos, desaparecía eclipsado por la niebla.

Para San Andrés Corsino el tiempo despejó y los campos irrumpieron repentinamente con los cereales apuntados; los trigos de un verde ralo, traslúcido, mientras las cebadas formaban una alfombra densa, de un verde profundo. Bajo un sol aún pálido e invernal, las aves se desperezaban sorprendidas y miraban en torno incrédulas, antes de lanzarse al espacio. Y con ellas se desperezaron Justito, el Alcalde, José Luis, el Alguacil, y Frutos, el Jurado, que hacía las veces de Pregonero. Y el Nini, al verles franquear el puentecito de tablas, tan solemnes y envarados con sus trajes de ceremonia, recordó la vez que otro grupo atrabiliario, presidido por un hombrecillo enlutado, atravesó el puentecillo para llevarse a su madre al manicomio de la ciudad El hombrecillo enlutado decía con mucha prosopopeya Instituto Psiquiátrico en lugar de manicomio, pero, de una u otra manera, la Marcela, su madre, no recobró la razón, ni recobró sus tesos, ni recobró jamás la libertad.

El Nini les vio llegar resollando cárcava arriba, mientras el dedo pulgar de su pie derecho acariciaba mecánicamente a contrapelo a la perra enroscada a sus pies. La visera negra de la gorra del Frutos, el Pregonero, rebrillaba como si sudase. Y tan pronto se vieron todos en la meseta de tomillos, el Justito y el José Luis se pusieron como firmes, sin levantar los ojos del suelo, y el Justito le dijo al Frutos, bruscamente:

– Léelo, anda.

El Frutos desenrolló un papel y leyó a trompicones el acuerdo de la Corporación de desalojar la cueva del tío Ratero por razones de seguridad. Al terminar, el Frutos miró para el Alcalde, y el Justito, sin perder la compostura, dijo:

– Ya oíste, Ratero, es la ley.

El tío Ratero escupió y se frotó una mano con otra. Les miraba uno a uno, divertido, como si todo aquello fuera una comedia.

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