Decía Matías Celemín, el Furtivo:
– ¡Qué negocio, Nini, bergante! A éste me lo zampo yo.
A las dos semanas el zorrito ya comía en la mano del niño, y cuando éste regresaba de cazar ratas el animal le recibía lamiéndole las sucias piernas y agitando efusivamente el rabo. Por la noche, mientras el tío Ratero guisaba una patata con una raspa de bacalao, el niño, el perro y el zorro jugaban a la luz del carburo, hechos un ovillo, y el Nini, en esos casos, reía sin rebozo. Por las mañanas, a pesar de que el zorrito se hizo a comer de todo, el Nini le traía una picaza para agasajarle y al verle desplumar el ave con su afilado y húmedo hocico, el niño sonreía complacidamente.
La Simeona le decía a doña Resu, el Undécimo Mandamiento, a la puerta de la iglesia, comentando el suceso de la cueva:
– Es la primera vez que veo a un raposo hacerse a vivir como los hombres.
Pero doña Resu se encrespaba:
– Querrás decir que es la primera vez que ves a un hombre y un niño hacerse a vivir como raposos.
El Nini temía que, al crecer, el zorrito sintiera la llamada del campo y le abandonase, aunque de momento el animal apenas se separaba de la cueva, y el niño, cada vez que salía, le hacía una serie de recomendaciones y el zorrito le miraba inteligentemente con sus rasgadas pupilas, como si le comprendiese.
Una mañana, el chiquillo oyó una detonación mientras cazaba en el cauce. Enloquecido, echó a correr hacia la cueva y antes de llegar divisó al Furtivo que descendía a largas zancadas por la cárcava con una mano oculta en la espalda y riendo a carcajadas:
– Ja, ja, ja, Nini, bergante, ¿a que no sabes qué te traigo hoy? ¿A que no?
El niño miraba espantado la mano que poco a poco se iba descubriendo y, finalmente, Matías Celemín le mostró el cadáver del zorrito todavía caliente. El Nini no pestañeó, pero cuando el Furtivo se lanzó a correr cárcava abajo, se agachó en los cascajos y comenzó a cantearle furiosamente. El Furtivo brincaba, haciendo eses, como un animal herido, sin cesar de reír agitando en el aire, como un trofeo, el cadáver del zorrito. Y cuando se refugió, al fin, tras el pajero del pueblo, aún se lo mostró una vez más, lamentablemente desmayado, sobre los tubos de la escopeta.