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El Rabino Grande se levantaba antes de apuntar la aurora e inmediatamente hacía sonar el cuerno desde el centro de la plaza y los vecinos, al oír la señal, tiraban, entre sueños, del cordel enganchado al picaporte de la cuadra y las ovejas y las cabras acudían por sí solas a concentrarse en torno al Pastor haciendo sonar jubilosamente sus esquilas. Por su parte, el Rabino Chico, a esas horas, ya regresaba del cauce de abrevar el ganado y ambos hermanos se cruzaban en la plaza y se saludaban levantando lentamente una mano en ademán amistoso, como si fueran dos desconocidos:

– Buenos días.

– Buenos nos los dé Dios.

Luego, el Rabino Chico se encerraba en el establo, limpiaba los pesebres y preparaba las pasturas, en tanto el Rabino Grande ascendía con el rebaño por el camino del alcor y la primera claridad del alba le sorprendía, de ordinario, faldeando los tesos. Durante el otoño y el invierno, los primeros seres que el Rabino Grande divisaba abajo en la cuenca, entre los hoscos terrones, arrimados a la tira plateada del arroyo eran el tío Ratero v el Nini. Los distinguía, claramente aunque diminutos, y por sus actitudes adivinaba cuándo escapaba la rata o cuándo la atrapaban.

Sentado en una laja, a medio teso, mientras almorzaba, seguía ahora sus evoluciones con una atención indiferente y fría.

Abajo, en la cuenca, el Ratero se apartó de la hura malhumorado:

– No está sobada -dijo.

El riachuelo, en estiaje prematuro, discurría penosamente entre los carrizos y las espadañas y, a los lados bajo un sol pugnaz, blanqueaban los barbechos sedientos, en contraste con la engañosa plenitud de los cereales apuntados.

El niño estimuló a la perra:

– ¡Tráela, Fa!

El animal, el hocico a ras de tierra, olfateaba las veredas y los pasos de las riberas y al cruzar de una orilla a otra chapoteó en el agua ruidosamente. De pronto se plantó, el muñón erecto, la pequeña cabeza ladeada, fijos los ojos, el cuerpecillo tenso e inmóvil:

– ¡Ojo, chita! -dijo el Ratero enarbolando el pincho.

La perra se arrancó ciegamente con un breve ladrido, quebrando, como una exhalación, las berreras y carrizos que se alzaban a su paso. Durante unos segundos corrió en línea recta, pero, de súbito, se detuvo, volvió sobre sus pasos, olisqueó tenazmente en todas direcciones y, al cabo, irguió la cabeza desolada y jadeó ahogadamente.

– La ha perdido -dijo el Nini.

– Es vieja ya; no tiene vientos -dijo el Ratero. El Nini le miró dubitativo. Dijo tras una pausa: -Está preñada. Eso le pasa.

El hombre no respondió. La perra ganó de un salto la ribera, se agachó y, al concluir, escarbó nerviosamente con las manos hasta cubrir de tierra la pequeña mancha de humedad. Cada vez que orinaba en el campo procuraba no dejar rastro. En la cueva bastaba que el niño la señalara la entrada con un gesto para que el animal saliera y se desahogara. De muy joven lo hacía levantando la pata junto a las esquinas, como los perros, pero tras el primer parto, el animal se asentó y adquirió consciencia de su sexo. Antes, el Antoliano la cercenó el rabo de un solo golpe con el formón. Pero, en todo caso, el muñón de la Fa era un muñón alegre y expresivo, como esos hombres sobre quienes se acumulan las desgracias y, sin embargo, sonríen. Por el muñón de la Fa sabía el Nini dónde había ratas y dónde no las había, si estaba alegre o triste, dónde anidaban la abubilla y el alcaraván o si rondaba un peligro.

– Es del perro del Centenario -aclaró el Nini, tras una pausa, sin que el hombre le hubiera pedido explicaciones.

– ¿Del Duque?

– Sí. Por la noche la Sime le da suelta.

El Ratero movió la cabeza enojado. Tenía la hirsuta barba a con-os sin afeitar, y la sucia boina capona calada hasta las orejas. Sus ojos se enturbiaron al decir:

– No hay ratas va.

Amagaba la primavera y los morrales eran cada vez más exiguos y laboriosos. Ningún año ocurrió así. Las ratas abundaban en el arroyo -a veces hasta cinco o seis en una hura- y raro era el día que el tío Ratero no conseguía un morral de tres docenas. Ahora, a duras penas lograban la tercera parte. El Ratero decía, apretando las encías deshuesadas: «Ése me las roba». Malvino, en la taberna, le malmetía cada noche: «Las ratas son tuyas, Ratero, métetelo en la cabeza. A ese granuja nadie le dio vela en este entierro». «Eso», decía el Ratero y los músculos del cuello y de los brazos se le tensaban hasta casi saltar. Aún añadía el Malvino: «Quiere quitarte el pan; no dejes a ese gandul que te pise el terreno». Luego, hasta la tarde siguiente, el Ratero no hacía más que rumiar sus palabras pese a que el Nini se esforzaba en convencerle de que las ratas eran como los trigos, que unos años vienen mejor y otros peor, y culpaba de la escasez a los hurones y las comadrejas. «Algo han de comer -decía-; conejos no hay.» A veces el niño imaginaba que las ratas podían estar afectadas por la peste de los conejos, pero por más que investigó no consiguió dar con una rata enferma. Conejos, en cambio, se hallaban con facilidad en el páramo, las trochas o los senderos del monte, la cabeza aleonada, los párpados hinchados, el hocico erizado de pústulas. El animal contagiado era un ser indefenso que moría de inanición: ciego y sin olfato era incapaz de encontrar alimento.

El Nini cavó una cueva anidada y llamó la atención del Ratero:

– Mire -dijo.

Entre las pajas se movían dos minúsculos cuerpos sonrosados. Tenían aún los ojos cerrados pero, en cambio, abrían unas bocas desproporcionadas:

– Ya ve, dos crías -añadió el niño-. Nadie tiene la culpa.

De ordinario, las camadas de las ratas eran de cinco a ocho. Dijo el Ratero, luego de observarlas atentamente:

– Son de esta noche.

El niño cubrió el nido, cuidando de no aplastarlas. Insistió:

– Es año bisiesto. Nadie tiene la culpa.

A la mañana siguiente, cuando acechaba a la nutria, en el cauce, el Nini se topó con el ratero de Torrecillórigo. Era un muchacho apuesto, de ojos vivaces y expresión resuelta, que vestía una americana de pana parda y botas claveteadas como las del Furtivo. Su perro olisqueaba sin convicción entre las berreras. El hombre sonrió al niño y dijo, acuclillándose e hincando el pincho de hierro en el suelo:

– ¿Qué pasa, que no hay ratas este año?

– Qué sé yo -dijo el niño.

– El año pasado había un carro de ellas.

– Éste, no. Las comadrejas las sangran; y los hurones.

– ¿Los hurones también?

– A ver. No hay conejos arriba. La peste acabó con ellos. Algo tienen que comer.

Luego permaneció en silencio un rato junto al cauce, observándole. La Fa también le miraba hacer y, de vez en cuando, rutaba con encono mal reprimido. El Nini reparó en la bolsa flácida, en la cintura del hombre:

– ¿No cogiste ninguna?

El otro sonrió; su sonrisa era muy blanca en contraste con su rostro atezado:

– Ni las vi tampoco -dijo.

El niño hincó los codos en las rodillas y sujetó la cara entre las manos:

– ¿Por qué lo haces? -inquirió al fin.

– ¿Por qué hago qué?

– Cazar ratas.

– Para entretenerme, mira. A mí me gustan las ratas.

– ¿Las vendes?

El otro rompió a reír francamente:

– Está bueno eso. Con sacar para merendar ya me conformo -dijo.

Entonces el niño le sugirió que cazara en el término de Torrecillórigo. El muchacho parecía muy divertido: -¿Es vedado esto?

El niño continuó mudo. El hombre, entonces, se sentó en el ribazo, lió un cigarrillo, lo prendió y se tumbó bajo el sol. Guiñaba los ojos, no se sabía si por el humo del cigarrillo o por la fuerza del sol y, de pronto, se enderezó y dijo:

– Parece que no quiere llover.

El Pruden, desde San Juan Clímaco, decía cada tarde en la taberna del Malvino: «Si no llueve para San Quinciano a morir por Dios». El Rosalino y el Virgilio, y el José Luis y el Justito y el Guadalupe y todos los hombres del pueblo no decían nada, pero cada madrugada, al despertar, alzaban los ojos al cielo y al contemplar el azul infinito barbotaban juramentos y maldecían entre dientes. No obstante, se aviaban y salían con el primer sol a aricar los sembrados o a binar los barbechos y, al terminar, se sentaban silenciosamente en la taberna a esperar el agua y, si es caso, trataban de olvidar el riesgo y decían: «Anda, Virgilio, tócate un poco; siquiera tendremos música». Y otro tanto acontecía en septiembre cuando aguardaban pacientemente que lloviera para alzar. Los hombres del pueblo trataban de acorazarse contra la adversidad y jalonaban el curso del año con fiestas y romerías. Pero el agua, o el nublado, o el pulgón, o la helada negra siempre venían a trastornarlo todo. Por las Marzas, que este año cayeron por San Porfirio, el pueblo parecía un funeral. Sin embargo, los mozos se dividieron, como de costumbre, en dos coros y ambos se peleaban por el Virgilio Morante, pero a poco de prender las hogueras se presentó la señora Clo y dijo que había relente y que el Virgilio andaba constipado y que mejor estaría en casa. Los coros, sin el Virgilio, apenas acertaban a entonar y las mozas se reían desde los balcones de sus esfuerzos disonantes. Luego, en las bodegas, no había ratas para todos y una vez más se cumplió la vieja profecía del Centenario: «Vino con holgura, tajada con mesura».

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