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Al rebasar la línea de sombra, el tío Ratero entornó los párpados, deslumbrado por los destellos del sol naciente. Desde el interior de la cueva, a contraluz, parecía más rechoncho y macizo de lo que era y su inmovilidad y la boina capona hundida hasta las orejas le daban la apariencia de una estatua. Los brazos le pendían a lo largo del cuerpo, y las manos, de dedos todos iguales como tajados a guillotina, le alcanzaban holgadamente las rodillas. Al cabo de unos segundos, el hombre abrió los ojos y posó la mirada sobre los vastos campos de cereales incendiados de amapolas. El reiterativo canto de los grillos tenía ahora un ritmo tonificante, como una energía por primera vez desplegada. Los ojos del Ratero se fueron elevando poco a poco hasta los grises tesos lejanos, como barcos con las desnudas quillas al sol y, finalmente, resbalaron por las peladas laderas hasta detenerse en el puentecillo de tablas que enlazaba la cueva con el pueblo:

– Habrá que bajar -dijo entonces con un gruñido casi inaudible.

El Nini se adelantó hasta él, seguido de los perros, y se detuvo a su lado. Sus ojos estaban aún adormilados, pero el dedo pulgar de su pie derecho acariciaba mecánicamente a la perra tuerta a contrapelo y la Fa permanecía inmóvil, complacida, mientras el Loy, el cachorro, jugueteaba alocadamente en torno suyo.

– Será peor -dijo el niño-. Desbarataremos las camadas y no adelantaremos nada.

El hombre se sonó alternativamente las ventanas de la nariz y después se pasó por ella el dorso de la mano. Dijo:

– Algo hay que comer.

Desde que las ratas empezaron a escasear se acentuó el hermetismo del tío Ratero. La sucia boina calada hasta las orejas le dibujaba la forma del cráneo y el niño se preguntaba a menudo qué es lo que se fraguaría allí debajo. Años atrás por estas fechas, tras la merienda de Santa Elena y San Casto, el Ratero había hecho los ahorros suficientes para salvar el verano, pero la temporada última fue mala y ahora, llegada la veda, el hambre se alzaba ante ellos como un negro fantasma.

– Por San Vito se abre el cangrejo. Tal vez venga buen año -insistía el niño.

El tío Ratero suspiró hondo y no dijo nada. Sus pupilas se habían elevado de nuevo y se clavaban en los mondos cerros grises que cerraban el horizonte. Agregó el Nini:

– Para el verano subiremos al monte a descortezar las encinas; el Marcelino, el de los curtidos, lo paga bien. Será mejor aguardar.

El Ratero no respondió. Silbó tenuemente y el Loy, el cachorro, acudió a su silbido. Entonces el Ratero se acuclilló y dijo sonriendo: «Éste ve bien» y comenzó a hacerle zalemas y el Loy gruñía con simulada cólera y hacía que mordía sus toscas manos. Los días de ocio eran largos y, de ordinario, el Ratero los llenaba adecentando la cueva, o adiestrando al cachorro en el cauce o charlando parsimoniosamente, al caer el sol, en el poyo de la puerta del Antoliano o en la taberna del Malvino. Algunas noches, antes de retirarse, iban todos juntos al establo a ver ordeñar al Rabino Chico. Y le decían: «Hoy sin hablar, Chico». Y cuando el Rabino Chico concluía se decían entre sí: «Dio menos leche, date cuenta». Y, al siguiente día, le decían: «Háblale a la vaca mientras la ordeñas, Chico». Y entonces el Rabino Chico iniciaba un monólogo melifluo y conseguía una herrada más y ellos se daban de codo y se decían con ademanes aprobatorios: «¿Qué te parece? Está chusco eso». A veces, mientras fumaban indolentemente en el establo o en el poyo del taller del Antoliano, la conversación recaía en el ratero de Torrecillórigo y el Antoliano decía: «Sacúdele, Ratero. ¿Para qué quieres las manos?». Entonces el tío Ratero se estremecía levemente y farfullaba: «Deja que le ponga la vista encima». Y decía el Rosalino: «Al hijo de mi madre le podían venir con ésas». Y si la tertulia era en la taberna, el Malvino se llegaba al tío Ratero y le decía:

– Ratero, si un pobre se mete en casa de un rico, ya se sabe, es un ladrón, ¿no?

– Un ladrón -asentía el Ratero.

– Pero si un rico se mete en casa de un pobre, ¿qué es?

– ¿Qué es? -repetía estúpidamente el tío Ratero. -¡Una rata!

El Ratero denegaba obstinadamente con la cabeza: -No -decía al fin-. Las ratas son buenas.

El Malvino porfiaba:

– Y yo digo, Ratero: ¿Es que sólo se puede robar el dinero?

Los ojos del tío Ratero se enturbiaban cada vez más:

– Eso -decía.

Por Santa Elena y San Casto no hubo ratas para nadie y la fiesta de despedida de la caza resultó deslucida y triste. El Ratero fue sacando del morral una a una hasta cinco piezas:

– No hay más -dijo, al cabo.

El Pruden se echó a reír displicentemente:

– Para ese viaje no necesitabas alforjas.

El Ratero giró la sombría mirada en derredor y repitió:

– No hay ratas ya. Ése me las roba.

El Malvino se adelantó hasta él y dijo encolerizado:

– Y aún da gracias, porque a la vuelta de un año no te queda una para contarlo.

Los antebrazos del tío Ratero se erizaron de músculos cuando engarfió los dedos y dijo con una voz súbitamente enronquecida:

– Si lo cojo, lo mato.

En esos casos, el Nini procuraba calmar su excitación:

– Si no hay ratas, cangrejos habrá, no haga caso.

El Ratero no respondía, y llegada la noche ascendía a la cueva y el hombre prendía el candil y se sentaba a la puerta silencioso. Los grillos se desgañitaban abajo, en los sembrados, y los mosquitos y las mariposas nocturnas giraban en círculos concéntricos alrededor de la llama. De vez en cuando, cruzaba sobre sus cabezas una ráfaga como un crujido de madera reseca. El niño levantaba los ojos y los perros rutaban.

– El chotacabras -decía el Nini a modo de explicación.

Pero el Ratero no le oía. Al día siguiente, el Nini, como cada mañana, se esforzaba por hallar una solución. Con el alba abandonaba la cueva y pasaba el día cazando lagartos, recolectando manzanilla, o cortando lecherines para los conejos. Algunos días, incluso, alcanzaba las cumbres de los tesos más adustos de la cuenca para recoger almendras silvestres. Mas todo ello, en junto, rendía poco. Los lagartos, aunque de carne delicada y sabrosa, apenas tenían qué comer; la manzanilla la adquiría don Cristino, el farmacéutico de Torrecillórigo, a tres pesetas el kilo y en cuanto a los lecherines, se los compraban la señora Clo, el Pruden o el Antoliano a real la brazada sólo por hacerle un favor. En alguna ocasión, el Nini trató de ampliar la clientela, pero la gente del pueblo se mostraba demasiado sórdida:

– ¿A real la brazada? ¡Pero, hijo, si los lecherines andan tirados por las cunetas!

Una tarde, la víspera de San Restituto, el Nini se encontró de nuevo al muchacho de Torrecillórigo en el cauce. El niño trató de rehuirle pero el muchacho se le acercó sonriente golpeándose la palma de la mano con el dorso de la pincha de hierro. La Fa olisqueaba el rabo del perro entre los carrizos. Dijo el muchacho:

– ¿Cómo te llamas, chaval?

– Nini.

– ¿Sólo Nini?

– Nini, ¿y tú?

– Luis.

– ¿Luis? Vaya un nombre más raro. -Te parece Luis un nombre raro?

– En mi pueblo no hay nadie que se llame así.

El muchacho se echó a reír y sus dientes blanquísimos destellaban en la tez oscura:

– ¿Y no serán los de tu pueblo los que son raros?

El Nini levantó los hombros y se sentó en el ribazo. El muchacho se aproximó al cauce donde el perro rastreaba entre la maleza y dijo rutinariamente:

– Dale, dale.

Luego volvió donde el niño y se sentó a su lado, sacó la petaca y el librillo y lió un cigarrillo. Al prenderlo con el chisquero de yesca le miró y, bajo el sol, sus ojos se estriaban como los de los gatos. Le dijo el Nini:

– Ya no deberías cazar.

– ¿Y eso?

– Destruyendo las camadas terminarás con las ratas.

El muchacho empinó la pincha de hierro y la sostuvo unos segundos en equilibrio sobre el dedo índice sin sujetarla. Después retiró repentinamente la mano y la atrapó en el aire como quien atrapa una mosca. Se echó a reír:

– Y aunque así fuera, chaval -dijo-, ¿quién va a llorarlas?

El sol caía tras los cerros y los grillos aturdían en derredor. A intervalos se sentía entre los juncos, muy próxima, la llamada de la codorniz en celo.

– ¿No te gusta cazar? -inquirió el Nini.

– Mira, es una manera de matar el rato. Pero también me gusta salir al campo con una chavala.

Al ponerse el sol, el Nini regresaba de sus correrías y se reunía con el Ratero en el poyo de la puerta del Antoliano, o en los establos del Poderoso, o en la taberna del Malvino. En cualquier caso, la actitud del Ratero no variaba: mudo, la mirada huidiza, los antebrazos descansando sobre los muslos, inmóviles, como acechantes. Si acaso la tertulia se celebraba en los establos, el Ratero, recostado en un pesebre, observaba al Rabino Chico y cuando éste terminaba de ordeñar movía la cabeza en un vago gesto afirmativo y murmuraba: «Está chusco eso». Y su vecino, fuese el Pruden, el Virgilio, el Rabino Grande o el Antoliano le daban de codo y le decían: «¿Qué te parece, Ratero?». Y él volvía a repetir: «Está chusco eso».

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