– Esta agua tiene gusto -dijo.
– Vaya por Dios -dijo pacientemente el Justito. -Te digo que tiene gusto -insistió la Columba. Y al arrimar la nariz a la herrada, al Justito le temblaban visiblemente los dedos:
– ¿Sabes que tienes razón? El agua esta huele a gasolina.
Prendió un fósforo y el líquido de la herrada ardió furiosamente y el Justito comenzó a golpearse el pecho con los puños y a reír con gruesas carcajadas. Parecía muy alterado al coger la bicicleta y le dijo a la Columba con muchos aspavientos:
– De esto nada, ¿oyes? Hay petróleo aquí abajo. Voy a avisar al Jefe. Esto es más importante que las cuevas. Pero mientras no venga el Jefe, ni una palabra, ¿oyes?
Por la tarde se presentó el Jefe en el coche pequeño.
El sol aún no se había ocultado pero a esas horas ya se sentían los agudos silbidos de los alcaravanes en la falda del Cerro Merino y los grillos aturdían con su canto frenético desde las tierras.
El Justito, con manos temblorosas, hizo la demostración y el Jefe, al ver arder la herrada, se sintió recorrido por un frío paralizante que, paradójicamente, le hacía sudar a chorros por la calva:
– Bueno, bueno… -dijo al fin con un nervioso guiño de complicidad- esto tiene que verlo un técnico. Esto puede ser un hallazgo. Ni yo mismo puedo prever las consecuencias. Mañana volveré. Hasta tanto, mucha discreción.
Ya anochecido, el pueblo entero se estacionó ante la casa del Justito. Rosalino, el Encargado, tomó la palabra y dijo que tenían noticias de que había estado allí de incógnito el señor Gobernador y que el Antoliano y el Rabino Chico habían visto el coche y que algo importante debía ocurrir en el pueblo y que Justo era su Alcalde y tenía el deber de informarles.
Tras su discurso, el encendido clamor de los grillos descendió de los cerros como un aroma sofocante y lo inundó todo, y Justo, el Alcalde, vaciló y, al fin, dijo:
– Nada, no ocurre nada, os lo digo yo.
Pero la señora Librada, la madre de la Sabina, la del Pruden, chilló con su vocecita estentórea:
– Vamos, Justo, no te hagas de rogar.
Y dijo la Dominica, la del Antoliano:
– Eso está muy feo, Justo.
Y Justo se volvió a ella:
– ¿Cuál está feo, Dominica?
Y Dominica dijo:
– Hacerse de rogar.
Entonces el Justito levantó las manos en actitud conciliadora y dijo: «Está bien». Y con afectada parsimonia se llegó al pozo, extrajo un acetre de agua y le prendió fuego. Las llamas ascendieron caracoleando hacia el alto ciclo oscurecido y el Justito sacó de lo hondo del pecho el vozarrón de Alcalde y dijo:
– ¡Amigos! De la Cotarra Donalcio al Pezón de Torrecillórigo hay un mar de petróleo aquí debajo. El Jefe lo ha dicho así. Mañana seremos ricos. Ahora sólo os pido una cosa: calma y discreción.
Un alarido de entusiasmo coreó sus palabras. Los hombres y las mujeres se estrujaban, volaban al aire las sucias boinas caponas y el Pruden se despojó de la raída americana de pana parda y brincaba sobre ella como enloquecido. De vez en cuando se apartaba y decía: «Pisa, Dominica. Debajo está la fortuna. Hay que abrigarla». Y Mamés, el Mudo, babeando se dirigió al Alcalde, como si fuera a echar un discurso, pero sólo dijo: «Je» y por la comisura de la boca le escurría una espuma amarillenta. Y volvió a repetir: «Je». Entonces la Sabina, como trastornada, voceó: «¡El Mudo ha hablado! ¡El Mudo ha hablado!». Y la señora Librada, negra y fruncida como una uva pasa, dijo: «Es un milagro. El Mudo ha hablado». Y el Virgilio, encaramado en los hombros del Malvino, chilló: «¡Frutos, los cohetes!». El Frutos, el Jurado, regresó del Ayuntamiento en un santiamén y los cohetes rasgaron las tinieblas del cielo con su estela iluminada y detonaban en lo alto con una explosión breve, como abortada. La señora Clo avanzaba hacia la Sabina a trompicones, abriéndose paso entre el gentío, pero al ver al Virgilio en los hombros del Malvino le voceó: «Baja, Virgilio. Te vas a caer». Luego le preguntó a la Sabina: «Sabina, ¿es cierto que habló el Mudo?», y la Sabina dijo: «Ha dicho `olé"; todos lo oyeron». Doña Resu, a sus espaldas, se santiguó. Tan sólo el Guadalupe y sus hombres parecían descentrados en aquella algarabía, cerrados en corro, cabizbajos. El Capataz, al fin, se abrió paso a empellones y se encaró con el Justito. Dijo oscuramente:
– ¿Y nosotros, Justo? ¿Qué vamos a sacar nosotros de todo esto?
El Alcalde exultaba. Le dijo:
– Os daremos una parte, claro. Aquí hay petróleo para todos. Os traeréis vuestras mujeres y vuestros hijos y viviréis con nosotros.
Nadie durmió aquella noche en el pueblo y, a la mañana, tan pronto se presentó el señor Gobernador con dos hombres graves y enigmáticos en el coche grande, la multitud excitada y soñolienta hizo corro en derredor de ellos. Mas cuando Justito prendió un fósforo y lo arrimó al acetre y el fósforo se apagó, se difundió en torno un murmullo de decepción. El Justito había empalidecido, pero aún insistió tres veces con el mismo resultado, hasta que, finalmente, el señor Gobernador le invitó a entrar en la casa con la herrada y los dos hombres graves y enigmáticos. Al salir, el gentío le rodeó expectante, y el señor Gobernador, a quien Justito empujaba por las posaderas, se encaramó torpemente al brocal del pozo y dijo con voz engolada:
– Campesinos: habéis sido objeto de una broma cruel. No hay petróleo aquí. Pero no os desaniméis por ello. Tenéis el petróleo en los cascos de vuestras huebras y en las rejas de vuestros arados. Seguir trabajando y con vuestro esfuerzo aumentaréis vuestro nivel de vida y cooperaréis a la grandeza de España. ¡Arriba el campo!
Nadie aplaudió. Al descender del arcén del pozo el señor Gobernador se pasó nerviosamente un pañuelo blanquísimo por la calva reluciente, propinó un golpecito amistoso al Justito y murmuró: «Lo siento». Luego levantó la voz y dijo: «De veras que lo siento». Y dirigiéndose a los dos señores graves y enigmáticos, dijo, señalándoles el automóvil: «Cuando gusten». Un mecánico uniformado les abrió la portezuela y el coche grande se perdió en el camino tras una nube de polvo.