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El Nini levantó los ojos espantados hacia el Ratero, pero éste, resollando aún, se aproximó al cadáver y rescató su pincho de hierro. Después se encaminó a donde los perros se revolcaban, sujetó al Lucero por la piel del cuello y de un tirón lo separó de la Fa. El animal intentó en vano morderle la muñeca, revolviéndose furioso, pero el Ratero le acuchilló tres veces el corazón sin piedad y, finalmente, lanzó su cadáver sobre el del muchacho.

La Fa gañía doloridamente y se lamía sin cesar las mataduras del lomo cuando el Ratero se acercó al cauce y lavó la sangre del pincho meticulosamente.

El Nini se sentó en el ribazo y se acodó en los muslos. La Fa se llegó a él y se alebró a sus pies temblando, en tanto el Loy miraba rutando los dos cadáveres cuyas heridas se iban llenando paulatinamente de moscas.

Al regresar el tío Ratero junto al Nini, media docena de buitres aparecieron de improviso volando muy altos sobre el Pezón de Torrecillórigo. El niño miró al Ratero que jadeaba aún y el Ratero dijo a modo de explicación:

– Las ratas son mías.

El Nini señaló con el dedo al muchacho de Torrecillórigo y dijo:

– Está muerto. Habrá que dejar la cueva. El Ratero sonrió socarronamente:

– La cueva es mía -dijo.

El niño se levantó y se sacudió las posaderas. Los perros caminaban cansinamente tras él y al doblar la esquina del majuelo volaron ruidosamente dos codornices. El Nini se detuvo:

– No lo entenderán -dijo.

– ¿Quién? -lijo el Ratero.

– Ellos -murmuró el niño.

Tras el alcor se veía flotar el campanario de la iglesia y en torno a él fueron surgiendo, poco a poco, las pardas casas del pueblo, difuminadas entre la calina.

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