Hasta la iglesia, los mozos hicieron tres posas con el ataúd y, en cada una, don Ciro rezó los oportunos responsos, mientras la Sime se impacientaba sobre el carrillo, junto al Nini, y el Duque, el perro, amarrado a la trasera, con la soga como un dogal, gañía destempladamente. Una vez en la iglesia, apenas los hombres depositaron el féretro en el carro, la Sime azuzó el borrico y éste emprendió veloz carrera entre el estupor de la concurrencia. La Sime llevaba el cabello desgreñado, la mirada brillante y las mandíbulas crispadas, pero hasta alcanzar el alcor no despegó los labios. Le dijo, entonces, al Nini:
– Y tú, qué pintas aquí, ¿di?
El niño la miró gravemente:
– Sólo quiero acompañar al viejo -dijo.
Ya en el camposanto, entre los dos, arrastraron el ataúd a la zanja y la muchacha empezó a echar sobre él paletadas de tierra con mucho brío. La caja sonaba a hueco y los ojos de la Sime se iban humedeciendo a cada paso, hasta que el Nini se encaró con ella:
– Sime, ¿es que te ocurre algo?
Ella se pasó el envés de la mano por la frente. Dijo luego, casi furiosa:
– ¿No ves la polvareda que estoy armando?
Al salir, junto a la verja, el Loy olisqueaba el rabo del Duque y sobre los tesos se extendía una indecible paz. La Sime señaló al Loy con la pala:
– Ni se da cuenta que es su padre; ya ves.
De regreso, el borrico sostenía un trotecillo cochinero que se hizo más vivo al descender del alcor. Pero la Sime condujo el carro por la senda de la Cotarra Donalcio y entró en el pueblo por la iglesia en lugar de hacerlo por el almacén del Poderoso. Le dijo el Nini:
– Sime, ¿es que no vas a casa?
– No -dijo la Sime.
Y ante la puerta del Undécimo Mandamiento detuvo el carrillo, se apeó y llamó con dos secos aldabonazos. Doña Resu al abrir, tenía cara de dolor de estómago:
– Sime, mujer -dijo-, el undécimo no alborotar.
El Nini esperaba que la Sime respondiera desabridamente, pero ante su sorpresa, la muchacha se humilló y dijo en un susurro:
– Disculpe, doña Resu; si no le importa, acompáñeme a la iglesia. Quiero ofrecerme.
El Undécimo Mandamiento se santiguó, luego se apartó de la puerta y dijo:
– Alabado sea Dios. Pasa hija. El Señor te ha llamado.