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«Un andrajoso golfillo, sin objetivo y solo, / vagaba por aquel lugar vacío; un ave / voló a resguardarse de su bien apuntada piedra: / que las muchachas sean violadas, que dos muchachos apuñalen a un tercero, / eran axiomas para él, que jamás había oído / hablar de ningún mundo en el que las promesas se cumplieran, / o en el que uno pudiera sollozar porque sollozara otra persona.»

De este modo, el recién llegado no se engañaría en cuanto a la naturaleza de este mundo; de este modo, el residente en el mundo no tomaría a los demagogos por semidioses.

No es necesario ser gitano ni un Lombroso para creer en la relación entre la apariencia de un individuo y sus actos, pues al fin y al cabo en esto se basa nuestro sentido de la belleza. No obstante, cabe preguntarse cuál sería el aspecto de un poeta que escribiera:

Altogether elsewhere, vast
Herds of reindeer move across
Miles and miles of golden moss,
Silently and very fast.

«Juntos y por doquier, vastos / rebaños de renos avanzan a través / de millas y millas de musgo dorado, / en silencio y con gran rapidez.»

¿Qué aspecto tendría un hombre tan aficionado a traducir verdades metafísicas a lo más vulgar del sentido común, como a detectar las primeras en el segundo? ¿Qué aspecto tendría el que, profundizando concienzudamente en la creación, le hable a uno más del Creador que cualquier atleta en busca de atajos a través de las esferas? ¿No debería una sensibilidad única en su combinación de sinceridad, desprendimiento clínico y lirismo controlado dar como resultado, si no una distribución única de los rasgos faciales, sí al menos una expresión específica, no común? ¿Y podrían tales facciones o esta expresión ser captadas por un pincel? ¿Registradas por una cámara?

Me agradaba muchísimo el proceso de extrapolación a partir de aquella foto del tamaño de un sello de correos. Uno siempre pugna por encontrar una cara, uno siempre desea que se materialice un ideal, y Auden estaba entonces muy próximo a equivaler a un ideal. (Otros dos eran Beckett y Frast, pero yo sabía cuál era su aspecto; por más que atemorizadora, la correspondencia entre sus caras y sus logros era obvia.) Más tarde, claro está, vi otras fotografías de Auden: en una revista entrada de contrabando o en otras antologías. No obstante, nada añadían; aquel hombre eludía los objetivos, o éstos remoloneaban tras él. Empecé a preguntarme si una forma de arte era capaz de describir a otra, si lo visual podía aprehender lo semántico.

Y entonces un día -creo que fue en invierno de 1968 o de 1969-, Nadeyda Mandelstam, al visitarla yo en Moscú, me entregó otra antología más de poesía moderna, un libro espléndido, generosamente ilustrado con grandes fotografías en blanco y negro, debidas, si no recuerdo mal, a Rolhe Mc-Kenna. Encontré en él lo que yo estaba buscando. Un par de meses más tarde, alguien me pidió prestado ese libro y nunca más volví a ver la fotografía. Sin embargo, la recuerdo con toda claridad.

La foto había sido tomada, al parecer, en algún lugar de Nueva York, en un paso elevado: o bien el que hay cerca de Grand Central o el de la Columbia University, que cruza Amsterdam Avenue. Auden estaba allí de pie, con el aspecto de haber sido captado desprevenido, de paso, alzadas las cejas con una expresión de desconcierto. Sin embargo, los ojos, penetrantes, mostraban una calma tremenda. La época era, probablemente, finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, antes de que la famosa etapa de las arrugas -la «cama deshecha»- se apoderase de sus facciones. Todo, o casi todo, me resultó entonces claro.

El contraste o, mejor dicho, el grado de disparidad entre aquellas cejas alzadas en un asombro formal y lo penetrante de su mirada correspondían directamente, para mí, a los aspectos formales de sus versos (dos cejas enarcadas = dos rimas) y a la cegadora precisión de su contenido. Lo que me contemplaba desde la página era el equivalente facial de un pareado, de una verdad mejor conocida por el corazón. Las facciones eran regulares, incluso vulgares. Nada de específicamente poético había en aquel rostro, nada byroniano, demoníaco, aguileño, aquilino, romántico, herido, etc. Era más bien el rostro de un médico interesado por la historia de su paciente, aunque sabe que éste está enfermo. Un rostro bien preparado para todo, una suma total de un rostro.

Era un resultado. Su mirada profunda era un producto directo de esa proximidad cegadora de la cara al objeto que producía expresiones tales como «gestiones voluntarias», «asesinato necesario», «oscuridad conservadora», «yermo artificial» o «trivialidad de la arena». Causaba la misma impresión que se produce cuando una persona miope se quita las gafas, excepto que la vista penetrante de ese par de ojos nada tenía que ver con la miopía ni con la pequeñez de los objetos, sino con las amenazas hondamente arraigadas en éstos. Era la mirada de un hombre sabedor de que no le sería posible desarraigar esas amenazas y que, sin embargo, estaba dispuesto a describirle a uno los síntomas, así como la propia dolencia. No era esto lo que se llama «crítica social»…, aunque sólo fuera porque la dolencia no era social: era existencial.

En general, creo que a este hombre se le tomaba, de modo terriblemente erróneo, por un comentarista social, o por un diagnosticador, o cualquier cosa por el estilo. La acusación más frecuente que se ha alzado contra él era la de que no ofrecía un remedio. Sospecho que, en cierto modo, él se buscaba tal cosa al recurrir a la terminología freudiana, después marxista y después eclesiástica. El remedio, sin embargo, radicaba precisamente en su empleo de estas terminologías, pues son, simplemente, diferentes dialectos en los que uno puede hablar acerca de una y misma cosa, que es el amor. Lo que cura es la entonación con la que uno le habla al enfermo. Este poeta discurrió entre los casos graves, a veces terminales, del mundo, no como un cirujano sino como una enfermera, y todo paciente sabe que son las enfermeras y no las incisiones las que finalmente le ponen a uno de nuevo en pie. Es la voz de una enfermera, es decir, la del amor, la que se oye en el discurso final de Alonso a Ferdinand, en The Sea and the Mirror:

But should you fail to keep your kingdom

And, like your father before yon, come

Where thought acenses and feeling mocks,

Believe your pain…

«Pero si acaso no logramos conservar tu reino / Y, al igual que tu padre antes que tú, llegaras / A donde el pensamiento acusa y el sentimiento se mofa, / Cree en tu dolor…»

Ni médico ni ángel, ni-todavía menos- nuestra persona amada o familiar dirá esto en el momento de nuestra derrota final: sólo una enfermera o un poeta, como fruto de la experiencia y del amor.

Y a mí me maravillaba ese amor. Nada sabía yo acerca de la vida de Auden: ni que fuera homosexual ni acerca de su matrimonio de conveniencia (para ella) con Erika Mann, etc. Nada. Una cosa que presentía claramente era que este amor rebasaría su objeto. En mi mente -mejor dicho, en mi imaginación- era amor expandido o acelerado por el lenguaje, por la necesidad de expresarlo; y el lenguaje -esto ya lo sabía yo- tiene su propia dinámica y tiende, especialmente en poesía, a utilizar sus dispositivos auto generado res: métricas y estrofas que llevan al poeta mucho más allá de su destino general. Y la otra verdad acerca del amor en poesía que uno capta al leerla, es que los sentimientos de un escritor se subordinan inevitablemente a la progresión lineal y sin retroceso del arte. Este tipo de cosa asegura, en arte, un grado más alto de lirismo, y en la vida un equivalente en aislamiento. Aunque sólo sea por su versatilidad estilística, este hombre debió de haber experimentado un grado poco común de desesperación, como lo demuestra gran parte de su lírica más deliciosa y más hipnotizante. Y es que en arte es más que frecuente que la delicadeza de toque surja de la oscuridad de su propia ausencia.

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