Tal vez había sólo dos cosas que tuviera en común con Pedro I: conocimiento de Europa e inhumanidad, pero en tanto que Pedro, con su variedad de intereses, su tumultuosa energía y su torpeza de aficionado en los grandes designios, era una versión, en unos aspectos al día y en otros desfasada, de un hombre del Renacimiento, Lenin era de pies a cabeza un producto de su tiempo: un revolucionario de miras estrechas, con un típico deseo petit bourgeois, monomaníaco, de poder, lo que es en sí un concepto extremadamente burgués.
Por tanto, Lenin fue a Petersburgo porque allí era donde creía que se encontraba el poder, como hubiera ido a cualquier otro lugar de haber pensado que se encontraba allí (y de hecho así
lo hizo, pues mientras vivía en Suiza intentó lo mismo en Zurich). Era, en resumen, uno de los primeros hombres para los que la geografía es una ciencia política. Pero lo cierto es que Petersburgo nunca fue, ni siquiera durante su período más reaccionario bajo Nicolás I, un centro de poder. Toda monarquía se asienta sobre el tradicional principio feudal de la complaciente sumisión o resignación al gobierno de uno solo, respaldado por la Iglesia. Después de todo, cualquiera de las dos -sumisión o resignación- es un acto voluntario, tanto como el de depositar un voto. En cambio, la idea principal de Lenin era la manipulación de la propia voluntad, el control de las mentes, y esto era nuevo para Petersburgo, ya que Petersburgo era meramente la sede del mando imperial, y no el locus mental o político de la nación, toda vez que la voluntad nacional no puede localizarse por definición. Como entidad orgánica, la sociedad genera las formas de su organización tal como los árboles generan sus distancias entre sí, y el que pasa por allí llama a esto «bosque». El concepto del poder, alias control estatal sobre el tejido social, es una contradicción de términos y revela un leñador. La propia mezcla, en la ciudad, de grandeza arquitectónica con una tradición burocrática semejante a una telaraña, burlaba la idea de poder. Lo cierto acerca de los palacios, en especial los de invierno, es que no todas sus habitaciones están ocupadas. De haberse quedado Lenin más tiempo en esta ciudad, sus ideas como estadista tal vez hubieran sido un poco más humildes, pero desde la edad de treinta años vivió casi dieciséis años en el extranjero, sobre todo en Alemania y Suiza, nutriendo sus teorías políticas. Sólo una vez, en 1905, regresó a Petersburgo, donde se quedó tres meses intentando organizar a los trabajadores contra el gobierno zarista, pero pronto se vio obligado a volver al extranjero, para reanudar sus politiqueos de café, sus partidas de ajedrez y sus lecturas de Marx. Esto no podía ayudarle a ser menos idiosincrático, pues el fracaso rara vez amplía las perspectivas.
En 1917, al enterarse en Suiza, a través de un transeúnte, de la abdicación del zar, Lenin, junto con un grupo de sus seguidores, abordó un tren que, con los vagones sellados, había facilitado el Estado Mayor alemán, que confiaba en ellos para que organizaran tareas de quinta columna detrás de las líneas rusas, y se dirigió a Petersburgo. El hombre que se apeó del tren en 1917, en la estación de Finlandia, contaba cuarenta y siete años, y ésta era, presumiblemente, su última jugada: tenía que ganar o hacer frente a la acusación de traición. Aparte de 12 millones de marcos alemanes, su único equipaje era el sueño de la revolución socialista mundial, que, una vez iniciada en Rusia, había de producir una reacción en cadena, y otro sueño que era el de convertirse en jefe del estado ruso a fin de ejecutar el primero. En aquel largo y traqueteante viaje de dieciséis años hasta la estación de Finlandia, ambos sueños se habían fusionado en un concepto de poder un tanto semejante a una pesadilla, pero, al trepar a aquel vehículo blindado, él no sabía que sólo una de estas cosas estaba destinada a convertirse en realidad.
Por consiguiente, no era tanto su ida a Petersburgo para hacerse con el poder como la idea de poder que se había adueñado de él mucho tiempo antes, lo que llevaba ahora a Lenin a Petersburgo. Lo que se describe en los libros de historia como la gran revolución socialista de Octubre fue, de hecho, un mero golpe de estado, y además incruento. Obedeciendo a la señal -un disparo de salva del cañón de proa del crucero Aurora-, un destacamento de la recientemente formada Guardia Roja entró en el Palacio de Invierno y arrestó a un puñado de ministros del Gobierno Provisional que mataban allí el tiempo, tratando en vano de ocuparse de Rusia después de la abdicación del zar. Los Guardias Rojos no encontraron ninguna resistencia, violaron a la mitad de las componentes de la unidad femenina que custodiaban el palacio, y saquearon los aposentos del mismo. En esta operación, dos Guardias Rojos fueron alcanzados por disparos y uno se ahogó en las bodegas donde se guardaba el vino. El único tiroteo que tuvo lugar en la Plaza del Palacio, con cuerpos desplomándose y el haz de un reflector surcando el cielo, fue el de Sergei Eisenstein.
Tal vez como referencia a la modestia de los hechos en aquella noche del 25 de octubre, la ciudad ha sido denominada en la propaganda oficial como «la cuna de la Revolución». Y cuna siguió siendo, una cuna vacía, y bien que le agradó ese status. Hasta cierto punto, la ciudad escapó a la carnicería revolucionaria. «No permita Dios -dijo Pushkin- que veamos el desastre ruso, insensato e inmisericorde», y Petersburgo no lo vio. La guerra civil ardió a su alrededor y en todo el país, y una grieta horrible traspasó la nación, escindiéndola en dos campos mutuamente hostiles, pero aquí, a orillas del Neva, por primera vez en dos siglos reinó la calma y la hierba empezó a brotar entre los adoquines de las plazas vacías y las losas de pizarra de las aceras. El hambre se cobró su factura y también la Cheka (el nombre de soltera de la KGB), pero, esto aparte, la ciudad se sumió en sí misma y en sus reflexiones.
Mientras el país, con su capital de nuevo en Moscú, se replegaba a su condición uterina, claustrofóbica y xenofóbica, Petersburgo, sin ningún lugar al que retirarse, hizo una pausa… como si la hubieran fotografiado en su postura del siglo XIX. Las décadas que siguieron a la guerra civil en poco la cambiaron: había nuevos edificios pero situados en su mayoría en los suburbios industriales. Además, la política general respecto a la vivienda era la de la llamada condensación, es decir, la de juntar a los desposeídos con los bienestantes. Así, cuando una familia tenía para sí todo un apartamento de tres habitaciones, 182 tenía que apiñarse en una de ellas para permitir que otras familias se acomodaran en las demás. Con ello, los interiores de la ciudad adquirieron un aspecto más a lo Dostoievski que nunca, mientras las fachadas se desconchaban y absorbían el polvo, ese bronceado de las épocas.
Quieta, inmovilizada, la ciudad seguía contemplando el paso de las estaciones. En Petersburgo, todo puede cambiar excepto su tiempo meteorológico. Y su luz. Es la luz septentrional, pálida y difusa, una luz en la que tanto la memoria como el ojo actúan con inusual nitidez. Bajo esta luz, y gracias a la rectitud y longitud de las calles, los pensamientos del caminante viajan más allá de su destino, y un hombre con visión normal puede distinguir a más de un kilómetro de distancia el número del autobús que se acerca o la edad del individuo que le viene siguiendo los pasos. En su juventud al menos, el hombre nacido en esta ciudad pasa tanto tiempo caminando como cualquier buen beduino. Y ello no se debe a la escasez o el precio de los vehículos (hay un excelente sistema de transporte público), ni a las colas de un kilómetro ante las tiendas de comestibles. Se debe a que andar bajo este cielo, a lo largo de los terraplenes de granito pardo de ese inmenso río gris, es en sí una prolongación de la vida y una escuela de visión lejana. Hay algo en la textura granular del pavimento de granito junto al curso constante de las aguas que se alejan, que instila en las suelas de cualquiera un deseo casi sensual de caminar. El viento procedente del mar, con su olor a algas, ha curado aquí muchos corazones sobresaturados de mentiras, desesperación e impotencia. Si esto es lo que conspira para esclavizar, el esclavo puede tener excusa.