"Cálese, 10 de diciembre de 193…
Querida Genoveva:
Acabaré esta semana de clasificar los papeles que se desbordan de todos los cajones. Pero mi deber es darte a conocer sin demora este extraño documento. Ya sabes que nuestro padre murió ante su mesa de trabajo y que Amelia lo encontró la mañana del 24 de noviembre frente a un cuaderno abierto. Esto es lo que te mando en paquete certificado.
Sin duda te costará tanto trabajo como a mí comprender su escritura. Ha sido una suerte que la servidumbre no haya podido descifrar la letra. Movido por un sentimiento de delicadeza, decidí en principio ahorrarte esta lectura. Nuestro padre habla de ti en términos singularmente duros. Pero, ¿tengo el derecho de hacerte permanecer en la ignorancia de algo que incumbe tanto a ti como a mí? Tú conoces mis escrúpulos en todo lo que toca de cerca o de lejos a la herencia de nuestros padres. Así, pues, lo he pensado mejor.
Además, ¿quién de los dos ha sido peor tratado en estas páginas amargas? Nada nos revelan que no sepamos ya desde hace mucho tiempo. El desprecio que inspiré a mi padre envenenó mi adolescencia. Durante mucho tiempo he dudado de mí; me he doblegado bajo su mirada implacable, y han tenido que transcurrir muchos años para que, al fin, sepa cuál es mi valor.
Le he perdonado, y añado, incluso, que el deber filial es el que me ha impulsado a enviarte este documento. Porque, cualquiera que sea el juicio que te merezca, es indudable que la figura de nuestro padre, a pesar de todos los horribles sentimientos que nos muestra, habrá de parecerte, no me atrevo a decir más noble, pero sí más humana. Pienso especialmente en su amor por nuestra hermana María y por el pequeño Lucas, de lo que encontrarás en este cuaderno conmovedoras pruebas. Me explico mucho mejor ahora el dolor que manifestó ante el ataúd de mamá y que nos dejó a todos estupefactos. Tú lo creías afectado en parte. Estas páginas no servirán más que para revelarte los sentimientos que subsistían en aquel hombre implacable y locamente orgulloso. Vale la pena que soportes su lectura, por otra parte, tan penosa para ti, querida Genoveva.
Por esto le estoy agradecido a esta confesión, y el sosiego de nuestra conciencia será el beneficio que tú misma encontrarás en ella. Soy naturalmente escrupuloso. Aun cuando posea mil razones para creerme en mi derecho, basta cualquier cosa para turbarme. ¡Ah! La delicadeza moral, desarrollada hasta el extremo en que yo lo he hecho, no hace la vida fácil. Perseguido por el odio de un padre, no he intentado la menor defensa, ni siquiera la más legítima, sin sentir inquietud, sino remordimientos. Si yo no hubiera sido cabeza de familia, responsable del honor del apellido y del patrimonio de nuestros hijos, hubiese preferido renunciar antes a la lucha que sufrir esos desgarramientos y combates interiores de los que en más de una ocasión has sido testigo.
Doy gracias a Dios de que haya querido que me justifiquen estas líneas de nuestro padre. Y, en primer lugar, confirman todo lo que ya conocíamos con respecto a las maquinaciones inventadas por él para desposeernos de nuestra herencia. No he podido leer sin avergonzarme las páginas donde describe los procedimientos que él había imaginado para tener en su poder al procurador Bourru y al llamado Roberto. Corramos un tupido velo sobre tan vergonzosas escenas. Consta que mi deber era frustrar, costara lo que costase, esos abominables proyectos. Lo hice, y con un éxito del que no me ruborizo. No dudes, hermana mía, que sólo a mí debes tu fortuna. A lo largo de esa confesión se esfuerza el desgraciado en convencerse a sí mismo de que el odio que experimentaba hacia nosotros había muerto de un solo golpe. Se vanagloria de un brusco desprendimiento de los bienes de este mundo. Confieso que no he podido contener la risa en este pasaje. Pero presta atención, si te parece, a la época en que se produjo ese inesperado cambio. Ocurrió en el instante en que sus estratagemas habían sido descubiertas y cuando su hijo natural nos había vendido el secreto. No era fácil hacer desaparecer una fortuna como la suya; un plan de movilización que ha requerido años enteros para ser llevado a efecto no puede ser sustituido en unos días. La verdad es que el pobre hombre sabía su fin próximo y no disponía de tiempo ni de medios para desheredarnos por otro método distinto del que había imaginado y que la Providencia hizo que descubriéramos.
Como abogado no ha querido perder su causa, ni ante sí mismo ni ante nosotros. Tuvo la pillería -a medias inconsciente, según veo- de convertir su derrota en una victoria moral. Ha afectado desinterés y desprendimiento… Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No, en esto no quiero engañarme y creo que con tu buen sentido juzgarás que no tenemos por qué sentir admiración ni gratitud.
Pero existe también otro punto en el que esta confesión aporta a mi conciencia un total sosiego; un punto sobre el cual me he examinado muy severamente, sin haber esperado durante mucho tiempo, te lo confieso hoy, calmar esta conciencia, inquieta. Quiero hablar de las tentativas, por otra parte vanas, de someter a examen de los especialistas el estado mental de nuestro padre. Debo decir que mi mujer ha hecho mucho para impedir todo propósito sobre este particular. Tú sabes que no estoy acostumbrado a conceder gran importancia a sus opiniones. Es la persona menos ponderada que cabe imaginar. Pero aquí no cejaba ni de día ni de noche en llenarme los oídos de argumentos, algunos de los cuales, te lo confieso, me turbaban. Había concluido por convencerme de que aquel gran criminalista, financiero socarrón y profundo psicólogo era el equilibrio mismo… Sin duda, es fácil hacer odiosos a los hijos que se esfuerzan en decir que está desequilibrado su anciano padre para no perder la herencia… Ya ves que no ando con rodeos… Bien sabe Dios que no he dormido durante muchas noches.
Pues bien, mi querida Genoveva este cuaderno, sobre todo en las últimas páginas, muestra con toda evidencia la prueba de que el pobre hombre se hallaba atacado de un delirio intermitente. Su caso me parece incluso interesante para que esta confesión sea sometida a un psiquiatra; pero creo mi deber más inmediato no divulgar estas líneas tan peligrosas para nuestros hijos. Y me apresuro a aconsejarte que debes quemarlas en cuanto hayas terminado su lectura. Importa mucho no correr el riesgo de que vayan a parar a manos de un extraño.
No ignoras, querida Genoveva, que si hemos mantenido siempre secreto todo lo que concierne a nuestra familia, si había tomado mis medidas para que nada trascendiera de nuestras inquietudes con respecto al estado mental del que, por otra parte, era el cabeza de familia, ciertos elementos extraños a nosotros no han tenido ni la misma discreción ni análoga prudencia, y, particularmente tu miserable yerno, ha contado a este respecto las historias más peligrosas. Hoy lo pagamos caro. No te descubriría nada nuevo diciéndote que muchas personas en la ciudad relacionan la neurastenia de Janine con las excentricidades que le han atribuido a nuestro padre, según los chismes de Phili.
Así, pues, desaparecido este cuaderno, que no se hable más de este asunto; que ni siquiera sea motivo de conversación entre nosotros. No digo que esto no sea penoso. Hay indicaciones psicológicas, e incluso impresiones naturales, que descubren en aquel orador un don real de escritor. Razón de más para romperlo. ¿Imaginas a nuestros hijos publicándolo más tarde? Sería terrible.
Pero entre nosotros podemos llamar a las cosas por su nombre, y, una vez terminada la lectura de este cuaderno, no tendríamos la menor duda de la semidemencia de nuestro padre.
Me explico hoy unas palabras de tu hija, que yo había considerado capricho de enferma: