En el primer asunto en que intervine en mi carrera pleiteaban unos hijos que no querían mantener a su padre. El desgraciado cambiaba cada tres meses de hogar; maldito siempre, estaba de acuerdo con sus hijos en llamar a gritos a la muerte que había de librarlos de él. ¡En cuántas alquerías había asistido yo al drama de ese viejo que, habiéndose negado durante mucho tiempo a hacer entrega de sus bienes, concluyó luego dejándose convencer, hasta que sus hijos le dejaban morir de trabajo y de hambre! Sí, aquel delgado y nudoso albañil, que a dos pasos de mí masticaba lentamente el pan entre sus encías desnudas, debía saber de esto.
Hoy día, un anciano bien vestido no asombra a nadie en una taberna. Despedazaba un blancuzco trozo de conejo y me entretenía contemplando las gotas de lluvia que se unían sobre el cristal. Descifré, al revés, el nombre del propietario de la taberna. Al buscar mi pañuelo tropezó mi mano con el paquete de cartas. Me puse los lentes y abrí al azar un telegrama: "Exequias mamá mañana veintitrés julio a las nueve iglesia San Luis". Estaba fechado aquella misma mañana. Los otros dos, expedidos la antevíspera, debían de haber sido puestos con algunas horas de intervalo. Uno decía: "Mamá peor, ven". El otro: "Mamá falleció". Los tres estaban firmados por Huberto.
Arrugué los telegramas y continué comiendo, preocupado porque era necesario hallar las fuerzas suficientes para tomar el tren de la noche. Durante algunos minutos no pensé más que en esto; luego, otro sentimiento se abrió paso en mí: el estupor de sobrevivir a Isa. Se daba por descontada mi muerte. El que yo muriera primero estaba fuera de duda para mí y para todos. Proyectos, estratagemas, conspiraciones: no tenían otro objeto que la proximidad de mi muerte. Lo mismo que mi familia, no poseía a ese respecto la menor duda. Había un aspecto de mi mujer que nunca había perdido de vista: sería mi viuda, aquella persona a quien habían de molestarle sus crespones cuando abriera el arca. Una perturbación en los astros no me hubiese causado mayor sorpresa, mayor malestar que aquella muerte. Contra mi voluntad, el hombre de negocios que había en mí comenzaba a examinar la situación y la ventaja que podría obtener sobre mis enemigos. Tales eran mis sentimientos en el instante en que el tren se ponía en marcha.
Entonces, mi imaginación entró en juego. Por primera vez vi a Isa tal como debía de haber estado en su lecho la víspera y la antevíspera. Imaginaba el cuadro, su habitación en Cálese -ignoraba que había muerto en Burdeos-. Murmuré:
– En un ataúd…
Y cedí a un ruin consuelo. ¿Cuál hubiera sido mi actitud? ¿Qué hubiera hecho bajo la mirada atenta y hostil de mis hijos? El problema estaba resuelto. Por lo demás, el lecho en el cual debería acostarme en cuanto llegara evitaría toda dificultad. Porque no había que pensar en que pudiese asistir a sus exequias: de momento, acababa de esforzarme en vano por llegar a los lavabos. No me asustaba esta impotencia. Habiendo muerto Isa, yo no tardaría en morir. Mi turno había pasado. Pero tenía miedo de un ataque, tanto más cuanto que estaba solo en mi departamento. Sin duda, Huberto me esperaría en la estación. Yo había telegrafiado…
No, no era él. ¡Qué alivio cuando vi aparecer la cara redonda de Alfredo, descompuesta por el insomnio! Pareció asustarse al verme. Me vi obligado a cogerme a su brazo y no pude subir solo al coche. Rodamos por el triste Burdeos una mañana lluviosa, a través de un barrio de mataderos y escuelas. No tenía ganas de hablar. Alfredo entraba en los más insignificantes pormenores: describía el lugar exacto del jardín público donde Isa se había desmayado: un poco antes de llegar a los invernaderos, ante el macizo de palmeras, y la farmacia adonde había sido llevada; la dificultad de conducir su cuerpo, tan pesado, para colocarlo en su cama del primer piso. La sangría, la punción… Había conservado el conocimiento durante toda la noche, a pesar de la hemorragia cerebral. Me había llamado por signos, insistentemente, y se había dormido después, en el momento en que un sacerdote llegaba con los Santos Óleos. "Pero ella había comulgado la víspera…"
Alfredo quería dejarme ante la casa, ya enlutada, y continuar su camino bajo el pretexto de que apenas tenía tiempo de vestirse para la ceremonia. Pero hubo de resignarse a ayudarme a bajar del coche. Me ayudó también a subir los primeros peldaños. No reconocí el vestíbulo. Entre las obscuras paredes ardían unos cirios en torno a un montón de flores. Parpadeé. La extrañeza que experimentaba se parecía a la de ciertos sueños. Con lo demás, habían sido facilitadas dos religiosas inmóviles. Entre aquella aglomeración de crespones, flores y luces, la escalera habitual, con su gastada alfombra, llevaba hacia la vida diaria.
Bajó Huberto por ella. Estaba vestido muy correctamente. Me tendió la mano y me habló, pero su voz llegaba a mí de muy lejos. Quise responder y ningún sonido llegó a mis labios. Su cara se acercó a la mía, se hizo enorme; después me desmayé. Supe más tarde que aquel desvanecimiento no había durado ni tres minutos. Volví en mí en una pequeña habitación que había sido la sala de espera antes de renunciar al Foro. Las sales me escocían en las mucosas. Reconocí la voz de Genoveva:
– Ya se reanima.
Mis ojos se abrieron. Todos se habían inclinado sobre mí. Sus caras me parecían diferentes, rojas, alteradas y algunas verduscas. Janine, más fuerte que su madre, parecía tener la misma edad. Las lágrimas corrían por la cara de Huberto. Tenía esa expresión fea y conmovedora a la vez de cuando era niño, de la época en que Isa lo cogía sobre sus rodillas y le decía:
– Este chiquillo mío es un picarón.
Sólo Phili, con el traje que había paseado por todas las boites de París y Berlín, volvía hacia mí su bello rostro indiferente y enojado, tal como debía de mostrarlo cuando iba a una fiesta o, sobre todo, cuando volvía de ella desaliñado y ebrio, porque aun no se había anudado la corbata. Tras él distinguí a unas mujeres con manto que debían ser Olimpia y sus hijas. Otras pecheras blancas lucían en la penumbra.
Genoveva acercó a mí un vaso del que bebí unos cuantos sorbos. Le dije que me sentía mejor. Me preguntó con voz dulce y amable si quería acostarme en seguida. Y pronuncié la primera frase que acudió a mi mente:
– Hubiese querido acompañarla hasta el final, puesto que no he podido despedirme de ella. -Y repetí como un actor que busca el tono preciso:- Puesto que no he podido despedirme de ella.
Y estas triviales palabras, que querían cubrir las apariencias y que se me habían ocurrido porque formaban parte de mi papel en la fúnebre ceremonia, despertaron en mí, con una brusca potencia, el sentimiento del cual eran ellas su expresión. No he podido discernir aún la forma en que me di cuenta de esto: no volvería a ver a mi mujer; no se produciría jamás ninguna explicación entre nosotros; no leería ella estas páginas. Las cosas quedarían para siempre en el lugar en que las había dejado al salir de Cálese. No podríamos empezar de nuevo, discutir sobre nuevos gastos; ella había muerto sin conocerme, sin saber que yo no era solamente un monstruo, un verdugo, y que existía en mí otro hombre. Incluso si hubiera llegado en el último minuto, y aun sin decir nada, ella hubiera visto las lágrimas que entonces resbalaban por mis mejillas; se hubiera ido llevándose la visión de mi desesperación.
Sólo mis hijos, mudos de estupor, contemplaban el espectáculo. Tal vez no me hubiesen visto llorar en toda su vida. Esta vieja cara huraña y tremenda, esta cabeza de Medusa cuya mirada ninguno había podido sostener, se metamorfoseaba, haciéndose humana, sencillamente. Oí decir a alguien, creo que fue a Janine:
– Si usted no se hubiera ido… ¿Por qué se fue?
Sí, ¿por qué me había ido? Pero, ¿hubiera podido llegar a tiempo? Si los telegramas no me hubiesen sido dirigidos al apartado, los hubiera recibido en la calle Bréa… Huberto cometió la imprudencia de añadir: