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– ¿Estuvo seco?

– ¿Cómo? ¿El señor no sabe? Hubo un crimen, pero no encontraban el arma. Si no hay arma, no hay condena. Se le metió en la cabeza a la policía que el arma estaba en el fondo del lago. Lo secaron. Este lago, orgullo de La Plata, se convirtió en un barrial infame, con burbujas de agua podrida y charcos donde boqueaban mojarras, una carpa que era un verdadero monstruo y bagres bigotudos, más feos que yo. No se imagina la cantidad de objetos inservibles que ocultaba este bello lago. Francamente, señor, había de todo, menos el cuchillo del crimen.

Mientras hablaba los fotografió. Entregó después una copia a cada uno.

– No está mal -comentó Julia-, aunque yo parezco de noticias de policía.

– Es un buen trabajo -dijo Almanza.

Julia preguntó si podía quedarse con la foto y agradeció el obsequio. Almanza pagó.

– Yo le voy a sacar una mejor -susurró cuando se alejaban por un sendero en el bosque, entre el jardín Zoológico y el Museo de Ciencias Naturales.

Almanza fotografió el edificio del Museo y después a Julia sentada en la escalinata, riéndose mucho, porque decía:

– Ésta es la escalinata de los enamorados. Me contaron en la pensión que a la noche la usan las parejas.

– Ahora la voy a tomar de cerca. La cara nomás.

Al mirarla a través del objetivo se dijo: “Qué linda cara. Es la primera vez que la veo. Como si yo no viera sino a través del lente de la cámara. Unos ojos extraordinarios y una nariz perfecta: algo que no se encuentra todos los días”. En voz alta comentó:

– Creo que le va a gustar la foto.

– Si me saca linda, Griselda se muere de celos.

Todavía estuvieron un rato en el bosque. Fotografiaron el planetario, para finalmente alejarse por una calle de tilos. Julia preguntó:

– ¿No sentís el aroma?

Almanza notó que lo había tuteado. Por un momento se distrajo y perdió algunas palabras de lo que Julia le decía.

– Con Griselda nos queremos, pero nos peleamos, porque es muy celosa. En cambio yo era inseparable de mi hermano Ventura.

– Don Juan me contó que se fue de la casa.

– Te habrá dicho que murió.

– No dijo eso. Por lo menos, convencido no está.

– De un tiempo a esta parte lo da por muerto. Mi padre no es malo, pero a veces parece que no tiene alma. No digo que sea desalmado, sino que no tiene alma, fijate bien. Me contaron que los artistas son así.

– No sabía.

– Hoy representan un papel, mañana otro.

– A mí, don Juan me dio a entender que siente mucho la falta de su hijo.

– No por el hijo, se me ocurre, sino por las consecuencias. Sin Ventura para aconsejarlo, se enredó en negocios raros. Nos metieron pleito y tal vez nos embarguen Brandsen.

Por la manera en que habló Julia de ese campo, Almanza comprendió que era un lugar muy querido por ella, vinculado a sus mejores recuerdos.

– Ya se las arreglará tu padre para salvarlo -dijo.

– Tal vez. No se desanima fácilmente. Es muy buscavida, aunque no trabajador.

– Me contó que la desavenencia con tu hermano fue por una póliza de seguro.

– Fijate qué raras son las cosas. Tomó esa póliza para favorecer a una señora amiga, mejor dicho al hijo de la señora, un muchacho que era agente de seguros. Poco después el muchacho dejó el trabajo y abandonó la casa de su madre.

– ¿Más o menos como Ventura?

– Con la diferencia que se metió de fraile, en un convento, a la salida del Azul. Dicen que es el llamado de la vocación. ¿Vos dejarías todo para meterte en un convento?

– Yo no, pero a lo mejor a él le da por la religión como a mí por la fotografía.

IX

Se despedían, frente a la pensión de los Lombardo, cuando apareció en la puerta Griselda y lo invitó a pasar. Se excusó, pero estuvo conversando con las dos hermanas, como si no tuviera el menor apuro. No tardó, sin embargo, en irse, porque entendía que el laboratorio quedaba lejos y quería llegar antes que cerraran.

Debió caminar un buen rato y mirar de vez en cuando el papelito en que Gentile anotó la dirección. Como algunas calles no tenían chapa en las esquinas, temió haberse pasado… A un señor que distribuía a su familia en los asientos de un automóvil, le preguntó si iba bien.

– Tres cuadras -contestó el señor y agregó que el laboratorio debía de quedar donde 24 hace esquina con la diagonal 75. El señor dijo “el diagonal”.

Por fin llegó. Abrió la puerta el propio señor Gruter, un viejo de pelambre revuelta y de expresión ansiosa.

– Te estaba esperando -dijo-. Ya creí que no venías.

– ¿Es tarde?

– Mucho me temo.

– ¿Hora de cerrar? Me voy.

– Cerramos para los clientes, no para los amigos. Pasá, pasá. Te presento a Gladys, mi ayudante.

Gladys era una muchacha rubia, con aire de inglesa o tal vez de alemanita, alta, huesuda, probablemente maternal y de buena índole. Entraron en una sala poco iluminada por una lámpara con pantalla de seda verde, en forma de cúpula, con hileras de cuentas de colores, a modo de fleco. En una mesa había infinidad de fotografías y, en la pared, una estampa de Cristo, con ropón morado. En una repisa, algunos libros se alineaban entre las estatuitas de un chino o japonés con los ojos vacíos y de una mujer desnuda con muchos brazos.

– ¿Quiere un mate? -preguntó Gladys.

– Gracias, no se moleste.

– ¿Cómo quedó Gentile?

– Bien. ¿Podría pasar al laboratorio?

– Así me gusta. Digno ayudante de mi viejo amigo Gentile. ¿Me sigue?

Lo llevó al laboratorio. Almanza contempló con admiración y un dejo de envidia la ampliadora, tanto más moderna que la de ellos. Estuvo trabajando un rato. Las fotografías salieron bien, por lo que pensó que la niebla de La Plata no era desfavorable.

Cuando se iba pidió disculpas por haberlos entretenido hasta esas horas.

– Al contrario -aseguró Gruter- me gustaría que uno de estos días te quedaras a conversar.

– Mañana me tendrá de vuelta.

– ¿No conocés a nadie en La Plata?

– A un compañero de colegio. Vino a estudiar y ahora trabaja. De nombre, Mascardi.

– Eso está bien -comentó Gruter.

– Conozco, además, a una muchacha, que me acompañó a fotografiar.

– ¿La que sacaste en la escalinata del museo?

– La misma.

– ¿Cómo la conociste?

– Por casualidad.

Contó cómo fue su encuentro con la familia Lombardo. Gruter comentó:

– Una verdadera casualidad. Es claro que si uno llega de afuera debe cuidarse.

– ¿Mascardi le estuvo hablando?

– ¿El amigo tuyo? No tengo el gusto de conocerlo.

X

A la otra mañana había la misma luz apenas atenuada por la niebla. Le dijeron que era típica de La Plata. Menos mal que esa luz favorecía el trabajo, porque las dificultades no faltaban. Para empezar, el tamaño de los edificios. Ya le previno Gentile que se encontraría con edificios tan grandes, que se vería en apuros para meterlos en una foto sin deformarlos. En Las Flores se ejercitó, aunque no bastante, con la Municipalidad, la Iglesia y la fábrica de pantalones y camisas. Menos mal que la avenida 7 de La Plata era ancha. Se entretuvo allá hasta la una pasada: fotografió el Banco de la Provincia, la Universidad, el cine Gran Rocha, que está a la vuelta, en 49. Desde el correo despachó a Gentile el material del día anterior. “Ojalá que lo dé pronto a Gabarret y que guste”, pensó. Trabajó un rato en la plaza San Martín. Cuando llegó al restaurante, Mascardi le dijo:

– Creí que no venías.

– ¿Es tarde?

– Bastante.

– Desde que llegué no oigo más que esa queja. No es por alardear, pero me tengo por puntual.

– Aunque llegues tarde, como todo el mundo. Esta mañana no te acompañé porque me llamaron del Departamento. Yo trabajo en serio y cumplo horarios. Puedo acompañarte después del almuerzo.

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