– Bueno, bueno -exclamó Lo Pietro-. Ya lo fotografiaste bastante al señor. Y sin pedirle permiso. Qué vergüenza, mi Carlota, qué vergüenza. Mientras ustedes dos hablan de fotografía, voy de una corridita hasta mi pieza, a buscar el informe que me pide el señor Lombardo.
Almanza buscó una frase para salir del incómodo silencio. Como nada se le ocurría, levantó los ojos hacia Carlota. Parpadeó en seguida, ante otro fogonazo. Innecesariamente preguntó:
– ¿Te gusta fotografiar?
Lo Pietro volvió con un gran sobre blanco, en la mano. Casi no lo advirtió Almanza, porque estaba ocupado en un proceso que ocurría en su mente. Para expresarlo retomó una conversación anterior:
– Estoy pensando -dijo con alguna exaltación- que un fotógrafo es un hombre que mira las cosas para fotografiarlas. O a lo mejor un hombre que mirando las cosas ve adonde hay buena fotografía.
– Es lo que llamo el ojo profesional -exclamó Lo Pietro-. Uno se lo hace. Yo veo por primera vez a una persona y calculo el tamaño de su cajón.
Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos. Entrevió entonces la cabeza, con el pelo engominado peinado para atrás, del gigante que parecía un mono. En cuanto se cruzaron las miradas la cabeza precipitadamente desapareció detrás del biombo.
XX
Al salir vio en la vereda de enfrente a Gladys, la auxiliar del viejo Gruter. La muchacha corrió a su encuentro y le preguntó qué hacía en ese lugar. Agregó:
– Quiero creer que nada malo te trae.
Tardó en comprender. Por último dijo con apuro:
– Vine por encargo de otros.
– ¿Otros? Los de siempre, más bien, apostaría. La santa familia ¿o estoy equivocada?
– ¿Cómo adivinaste?
– Pasemos. ¿Alguien murió? No, claro, ésos no mueren. Lo primero ahora es la purificación. Podríamos ir a un templo, pero yo prefiero otro recurso. El verdadero. El infalible. Trabajar un rato.
La miró con perplejidad. Ella dijo a modo de explicación:
– El trabajo purifica todo.
– Puede ser.
– Te acompaño a sacar algunas fotografías para tu libro.
– Don Juan Lombardo me espera. Tengo que darle este sobre.
– La santa familia, de nuevo. Por el señor ése dejaste para después las fotografías que ibas a sacar esta mañana. Parece justo que ahora te espere un rato. Nada hay más importante que tu trabajo.
– Muy justo.
Primero fueron hasta la casa de Almafuerte, en la calle 66. Pidió a Gladys que le tuviera el sobre, porque le molestaba, y se volcó en el trabajo, de muy buen ánimo. Cuando concluyó se encaminaron a la plaza Moreno, desde donde fotografió la Catedral. Cuando entraron a verla, se admiró de la altura. “Nunca pensé que hubiera un local tan alto”, comentó. Le gustaron mucho los vitrales. Tan embelesado los contemplaba que apenas oyó el murmullo de una vocecita, que le recordaba el zumbido de un moscardón. Distraídamente vio por ahí cerca una mujer en un reclinatorio y, sin pensar más, dedujo: “Es ella. Está rezando”. Seguido de Gladys caminó hasta la baranda que rodea el altar. Después de un instante descubrió algo raro. Donde él fuera, la vocecita aparecía. Cuando oyó la pregunta: “¿Quién es el diablo que está adentro?”, se hallaban detrás del coro, en un corredor en forma de herradura: por ahí no había reclinatorios ni mujeres rezando. Salieron de nuevo al cuerpo principal de la iglesia y se detuvieron debajo de una ventana con vitrales. No bien levantó la mirada para contemplarlos, oyó la vocecita. Parecía de alguien que hablaba con furia, pero sin abrir la boca. Aunque la pronunciación no era clara, oyó perfectamente unas palabras que lo sorprendieron: “A Satanás yo le ordeno que ahora mismo salga del cuerpo de Nicolasito Almanza”. Reflexionó que más valía salir cuanto antes a la plaza, porque tal vez Gladys había contraído una enfermedad y le iba a caer bien el aire libre. Al pasar junto a la pila del agua bendita Gladys mojó los dedos, le trazó en la frente una cruz y retomando su propia voz le dijo:
– Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer. -Cuando enfrentaban la luz de afuera, que les obligó a cerrar los ojos, Gladys continuó, con marcada animación-. Qué día lindo. Vas a sacar las mejores fotografías.
Almanza pensó: “No andaba errado. Salir de la iglesia le hizo bien”.
– Prefiero la niebla de ayer -contestó-. Es un poco tarde y el sol está demasiado alto.
Sin embargo, no suspendió la tarea. Cruzaron la plaza, blanquísima, y sacó el Palacio Municipal, el Palacio de Gobierno y, desandando camino, en 50, la casa de Dardo Rocha y después la plazoleta Benito Lynch, donde había un árbol en una maceta de azulejos, con nombres como La Florida, que lo dejaron pensando. Gladys explicó:
– Benito Lynch es una figura que amo, no sé por qué.
– Se hace tarde.
– No has perdido tiempo.
– Muy cierto, pero debo entregar el sobre a don Juan.
Era notable cómo Gladys lo había arrugado y hasta ensuciado. Almanza dejó ver, tal vez, su desconcierto, porque la muchacha dijo:
– No te preocupes. Me lo llevo a casa, le paso una goma de borrar, lo plancho un poco y queda como nuevo.
– No hay tiempo -dijo, preocupado-. Lo llevo como está.
– No me guardes rencor ni te hagas demasiada mala sangre. ¿Te cuento lo que dice el señor Gruter de toda esa familia?
– Ya sé, que no es una familia. Que son malandras.
– No, eso no lo dice el señor Gruter. Lo decía o lo pensaba…
– Mascardi.
– No sabía que lo dijera el señor Mascardi. Lo pensaba esta humilde personita, hasta que el señor Gruter la desengañó.
– Qué suerte.
– No, qué mala suerte. Según el señor Gruter, la familia en cuestión es el propio diablo: Satanás.
XXI
En camino a la pensión de los Lombardo pensó mucho y rápidamente, con ideas no manejadas por su voluntad. Primero se dijo que fotografiaría desde adentro los vitrales de la Catedral, tratando de evitar, en lo posible, la deformación, y que pondría 30 de velocidad y ensayaría fotografías con aberturas que irían de 2,8 a 8. Después se preguntó (lo que era raro en él, porque no solía buscar en las palabras de nadie, más interpretación que la evidente) qué habría querido decir Gruter al mentar al diablo. ¿Que los Lombardo eran de mala entraña? Tal vez, pero no solamente eso, en vista de las preguntas y de las órdenes que le oyó a la vocecita, cuando visitaban la Catedral. A renglón seguido se preguntó qué haría cuando don Juan le echara en cara el estado del sobre. Aguantar, porque en realidad el sobre estaba a la miseria y porque él no se iba a rebajar a descargar la culpa del manoseo en Gladys, aunque fuera una perfecta desconocida a quien don Juan no iba a tener en su perra vida ocasión de reprochar. Se admiró a continuación de cómo sus amigos de La Plata lo prevenían contra los Lombardo, sin conocerlos en absoluto. Si al fin de cuenta los Lombardo salían siendo unos malandrines y le traían algún perjuicio (¿qué perjuicio, háganme el favor?) ya oiría un reguero de reproches de ser terco y no hacer caso a quienes, porque lo querían bien, lo precavieron. Pero si dejaba de verlos, por la injerencia de gente que no los conocía, se portaría enteramente mal con una familia respetable, de la que recibió repetidas pruebas de afecto.
Entró en la pensión de 2 y 54 todavía atareado en tales cavilaciones. Por un movimiento de su brazo reparó en el manoseado sobre y se acordó del momento amargo que lo esperaba. En ese instante oyó un clamoreo y un golpe, como si algo pesado hubiera caído, en el piso superior, por el lado de la habitación de los Lombardo. Corrió escaleras arriba. Se encontró con la puerta entreabierta y con un cuadro inesperado y desagradable: don Juan, arrebatado por la furia, con una mano en alto y Julia gimiendo en el suelo. Segundos después (segundos que le parecieron larguísimos) don Juan se dejó caer en su silla. Pensó entonces que lo peor había pasado y que más valía retirarse. Con un poco de suerte, quizá ni el padre ni la hija se enterasen nunca de que un extraño los había visto en tal mal momento.