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XXXII

Caminaría hasta la plaza Moreno, fotografiando al azar, con la esperanza de recoger, de reproducir, la luz y el ambiente de la ciudad. Tomó así instantáneas de transeúntes y de escenas callejeras. Más tiempo le llevaron una antigua estación de tranvías, la Facultad de Ciencias Económicas, la de Derecho, la Universidad, que fotografiaba por segunda vez, el Jockey Club. De golpe comprendió que se olvidaba nuevamente de mandar el material a Las Flores. Mientras corría a la plaza Rocha, pensaba: “No tengo arreglo. Es como si quisiera darle una excusa a ese viejo agarrado, para que no mande el giro”. Ya despachado el sobre, fotografió el pasaje Rocha y, luego, en la diagonal 73, una escuela. A la altura de 9 alguien lo tomó del brazo. Era Laura.

– Te andaba buscando.

– ¿A mí? -preguntó, extrañado.

– ¿No te importa venir un momento a casa? Es acá nomás. Tengo que hablarte.

No era ahí nomás. Caminaron cuadras y cuadras. Laura iba adelante, muy derecha, y a él le costaba seguirle el paso. Entraron por fin en una casa de departamentos, que le pareció altísima y que no debía de estar lejos del café donde habían desayunado el día antes.

El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas. Mientras subían miraba con interés los números de los pisos. De pronto comprendió que se había olvidado de la chica. Pudo ver que también ella estaba atenta al paso de los números. “Qué raro que mire como yo, si para ella no es novedad.” Después de observarla, reflexionó: “Lo hace para contener el llanto. Los ojos están brillosos”.

El departamento era de un solo cuarto, con una gran cama de mimbre, muchos libros, una máquina de escribir, dos sillas. No se sentaron. Laura dijo como si riera:

– Se lo llevaron.

La risa no era más que una mueca para reprimir y, muy pronto, soltar el llanto.

– ¿Quién se lo llevó?

– ¿Te dijo tu amigo que es de la policía? ¿Y te acordás del otro que se arrimó la primera vez a nuestra mesa, en el restaurante, un mirón de ojos muy chicos?

– ¿Pedro?

– El mismo. Ése también es detective.

Ya no parecía triste sino enojada.

– Al tal Pedrito no lo conozco. A Mascardi, de toda la vida. Pongo las manos en el fuego por él.

– ¿En qué trabaja, vamos a ver? ¿Vive del aire?

– No sé de qué vive ni me importa, pero quiero que me cuentes qué le pasó a Lemonier.

Laura se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

XXXIII

Fue directamente al restaurante. En cuanto se asomó supo que Mascardi no estaba ahí. Tenía demasiada hambre para quedarse adentro, sin comer. Salió, se paró en la otra vereda. Pensaba: “Ojalá que aparezca. Apuesto que bastan cinco minutos de conversación franca, para que me aclare que él no tiene nada que ver con lo del Viejito. ¿O me equivoco?”. No se encontraba en las mejores condiciones para prolongar el plantón. “Una vergüenza”, murmuró. “Siento las piernas flojas. Ha de ser el hambre.” Cuando vio pasar, frente al restaurante, a una embarazada, pensó: “O aparece Mascardi o, a la segunda embarazada, me doy por satisfecho y me voy”. La espera fue corta. A los pocos minutos apareció Mascardi.

– ¿Juntando hambre? -preguntó-. ¿Así que no llegó el giro? Por algo los ricos son ricos.

– Quiero hablarte.

– Hablamos en el restaurante.

– No piso el restaurante hasta que el dinero llegue.

– Si es por eso, no lo vas a precisar.

– Ahora no entiendo.

– Mascardi y Almanza, esta noche, cantando bajito, se mudan de pensión. Resultado: al despertar mañana estás libre de toda deuda.

– Y mañana mismo, un suponer, llega la tan esperada carta de don Luciano Gabarret. Nunca más cobro. ¿O pretenderás que después de nuestra fuga me presente a doña Carmen, para preguntarle si hay algo?

– Desde el restaurante, mientras almorzamos, nos piden comunicación con el escritorio Gabarret, en Las Flores. Quedás bien. No llamás para reclamar nada, sino para avisarles que estás por mudarte. Si mandaron el giro no hay mudanza, pero hay almuerzo. Si no lo mandaron, también hay almuerzo, porque desaparece por arte de magia, o de Mascardi, la cuenta de la pensión.

– Si uno se atiene a tus palabras, todo es fácil.

– Lo es. Vamos a almorzar.

– Para que salgas con la tuya.

– Y no pases hambre. ¿Para qué están los amigos?

– De un amigo, quería hablarte. De Lemonier.

– ¿Qué hay con Lemonier?

– Eso te pregunto yo.

– Que yo sepa, nada, pero de seguir con la conversación, cuando entremos nos dicen que no sirven hasta la noche. -Hizo una pausa y preguntó: -¿O te has olvidado del número de Gabarret?

– Lo recuerdo.

Mascardi lo tomó de un brazo, cruzaron la calle y entraron.

– Le pedimos a la patrona que llame.

Por de pronto pidieron puchero. Como siempre, o casi, era el plato del día. No tardaron en servirlo, pero ya se habían comido una panera de felipes, pálidos y brillosos.

– El señor, acá, tiene que hablar con un número de Las Flores. ¿Podría su señora encargarse del llamado?

Almanza dio el número. Cuando el patrón se retiró, preguntó a Mascardi si estaba completamente seguro de no saber qué pasó con el Viejito.

– ¿Pasó algo?

– Se lo llevaron.

– ¿Lo metieron adentro? No pensarás que yo tengo algo que ver.

– Hay quien lo piensa.

– Se equivoca de medio a medio. ¿Qué clase de policía creen que soy? No estoy para perder el tiempo, ni tomo por peligroso activista a un charlatán de café. Te digo más: hoy mismo averiguo en la Jefatura si alguien sabe algo. Desde ya me comprometo a poner el hombro para que suelten a ese pobre farabute. Si me dan calce, ¿estamos de acuerdo?

Almorzaron, tomaron varias tazas de café y por último consiguieron la comunicación con Las Flores. Cuando Almanza volvió a la mesa, Mascardi preguntó:

– ¿Qué te dijeron los atorrantes?

– Que mandaron el giro. Me he sacado un peso de encima.

– Te sacaste un peso y te quedaste con la ansiedad.

– ¿Por qué?

– Se va a hacer esperar el giro. Si no, explicame por qué es tan rico don Luciano. Si aplicamos el método deductivo descubrimos que la plata ajena trabaja para él. Ahora está de turno la tuya.

– De todos modos voy a pasar por la pensión a ver si llegó la carta -dijo Almanza.

– Te apuesto que no llegó.

– ¿Vamos andando?

– Siento mucho. Para mí, se hizo tarde. No te olvides que yo tengo un trabajo en serio, con horarios que cumplir.

XXXIV

En la pensión encontró, por cierto, a doña Carmen en su ventana. La señora lo saludó. “Si hubiera llegado algo, me diría”, pensó. “Ahí, en la ventanita, parece una foto encuadrada.” Sintió, entonces, el impulso de fotografiarla. Este impulso de fotografiar en el acto lo que tenía delante, en ocasiones le resultaba cargoso. Lo había comentado con Gentile, que le dijo: “Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca”.

A la pregunta de si podía fotografiarla, doña Carmen respondió con una salida (“¿La máquina está asegurada? ¿No teme que se le rompa?”) que le hizo reír.

– ¿Cuándo quiere fotografiarme?

– Ahora.

– En un minutito me mudo. No me va a sacar con esta traza. Parezco una gitana.

– Está muy bien, señora, y no es necesario que se mude. Hoy le fotografío la cara, nomás.

– ¡Qué suerte! Siempre quise tener un cuadro de mi cara.

Mientras ella se pintaba la boca, se sombreaba las pestañas, se arreglaba el pelo, Almanza miraba a través del objetivo y pensaba “Qué cara grande. Cuando la señora la vea en el papel, capaz que se enoja”. Recordó un dicho de Gentile: “La salvación de nuestro gremio es el cariño de la gente por su cara”. La señora preguntó:

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