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– Venía a buscarlos -dijo-. ¿Me llevan?

En la ambulancia había dos hombres. El que manejaba, vestido de enfermero, y el acompañante, de ropa casi igual, que debía de ser el médico. Cuando estaban por llegar, el médico le preguntó:

– ¿Hepatitis? ¿Alguna enfermedad infecciosa, que recuerde? ¿Secretas?

– El enfermo es otro. Un señor mayor, don Juan Lombardo. Un amigo.

– Lo que pregunto es si usted tuvo hepatitis. ¿Infecciosas? ¿Secretas?

– ¿Yo? Ni por casualidad.

Ya en la escalera de la pensión, el médico le dijo:

– Usted no se me vaya.

Almanza le señaló la habitación de los Lombardo. Diciendo “Permiso, permiso” para apartar a los pensionistas, el médico entró y cerró. Como la espera se alargaba, Almanza empezó a desear que la puerta se abriera, que Julia se asomara y dijera que su padre estaba perfectamente. Tanta voluntad había puesto en el deseo, que al abrirse la puerta pensó que era por obra suya. Quien apareció no fue Julia, sino el médico, que salió diciendo como para él mismo:

– Perfecto, perfecto. -De pronto fijó los ojos en Almanza y le dijo: -Estaba pensando en usted.

Con satisfacción notó que le daban importancia. Preguntó:

– ¿Puedo ayudar?

– Puede.

– ¿Qué debo hacer?

– Se arremanga un bracito.

Obedeció.

– ¿Y ahora?

– Le doy un pinchacito.

El médico puso en una placa de vidrio un poco de sangre que había sacado.

– ¿Ya está? -preguntó Almanza.

– Hoy es mi día de suerte. ¡El mismo grupo! ¿Se da cuenta?

– La verdad que no, doctor.

– Los dos tienen el mismo grupo: A, positivo. La sangre más común y silvestre que se puede pedir. Por favor, venga para acá, en seguidita.

– ¿Dónde?

No podía creer que lo llevaran a la pieza del enfermo. El médico le decía por lo bajo:

– ¿Está del todo seguro que nunca se pescó unas lindas purgaciones? Entiéndame bien: no es el momento de andar con tapujos. Por amor propio o por simple vergüenza no le haga al pobre viejo semejante regalito.

A esa altura de la conversación había comprendido de qué se trataba. Nunca había dado sangre, pero tenía conocidos que lo hicieron, sin que se les notara después el menor perjuicio; de modo que no se preocupó. La parte más fea de aquella transfusión fue el hedor de la pieza, bastante raro, y el aspecto del viejo, con ojeras francamente marrones, pálido como difunto. El viejo se las arregló para sonreír y comentar:

– Yo sabía que Almanza no iba a fallarnos.

III

Pareció entonces que la culminación del suceso hubiera sido la reacción favorable de don Juan y la suculenta merienda que le sirvieron a Almanza en el café contiguo. Las hermanas Lombardo insistieron en acompañarlo, porque no querían que pasase por alto este segundo desayuno. Explicaron:

– Tiene que reponer fuerzas.

Tan agradecidas se mostraban que para agasajarlo debidamente dejaron solo al enfermo. Se despedían cuando entró la patrona de la pensión.

– ¿El señor es el señor Almanza? -preguntó-. El señor Lombardo le pide que antes de irse tenga a bien subir un minuto a su pieza.

Almanza acudió. El feo olor prácticamente había desaparecido; lo reemplazaba, eso sí, el vago aroma propio de la casa. A lo que pudo ver, el señor Lombardo estaba más animoso. En cuanto a él sintió una momentánea sensación de malestar, como si faltara el aire. Atribuyó el hecho a su disgusto porque era tarde y por seguir demorándose. Pensó: “Es una vergüenza… Por lo menos si pudiera abrir la ventana, para que entren la luz y el aire de afuera”. Don Juan lo llamó:

– Atráquese a mi cama. Usted me salvó la vida, así que yo le debo una explicación. Cuando se le dijo que lo saludamos por tomarlo por forastero, faltamos a la verdad. No se me enoje ahora, que va a oír la explicación prometida. Maliciamos que era forastero, pero a qué negarlo, yo lo encontré enteramente parecido a mi hijo. Las chicas no me desmintieron.

– ¿Vive ese hijo suyo?

– ¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.

– ¿Dónde se encuentra?

– Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama. No lo tome a mal, ni piense que soy un viejo trascordado. Si me confundo es adrede y usted permitirá que en mi tribulación lo trate de hijo. El otro no sé por dónde anda. Hará cosa de siete años, de la noche a la mañana, se fue de la casa de sus padres.

– ¿Sin motivo valedero?

– Con motivo, pobre muchacho. Es lo que más duele. Yo seré un viejo lleno de mañas, pero siento el dolor como cualquiera. Hubo una desavenencia, le levanté la mano, todo por una futesa que no merecía tanto disgusto. Quiero decir que entonces yo no veía por qué al muchacho le cayó tan mal.

– ¿Qué le cayó mal?

– Si no me explico debidamente, usted no me va a entender.

Dijo don Juan que él siempre había sido franco y abierto para la gente que lo quería, pero malo como el ají para los que le llevaban la contra. Confesó que por aquella época amigaba con una viuda. El hijo de la viuda se metió a vendedor de seguros y ella le encareció que le comprara al muchacho un seguro de vida, para apuntalarlo en el conchabo.

– Sobre mi propia vida, ni hablar, porque soy supersticioso -continuó-. Mi pobre señora ya andaba muy decaída, así que venía a quedar eliminada, porque las primas o como las llamen iban a estar por las nubes. Pensé: “¿Quién más aparente que Ventura? Un muchacho en la flor de la edad”. Al principio la operación me salió bastante acomodada. En dinero nomás, porque en aflicciones ¡ni me hable! Vaya uno a saber qué dio en figurarse Ventura, sobre aquel seguro. Que yo tenía noticias de alguna misteriosa enfermedad suya, mortal a corto plazo. O todavía peor: me prestaba tal vez una intención aviesa, que no quiero pensar. Hasta las más altas horas duró la controversia con mi pobre hijo. Al día siguiente no estaba por ninguna parte. Nunca volví a verlo.

Almanza temió que don Juan tuviera una recaída, porque parecía cansado, a punto de sofocarse. El recuerdo de la discusión de esa noche terrible tal vez fue demasiado doloroso para ese viejo que salía de una descompostura. Don Juan continuó:

– Ya no quiero hablar de aquel hijo. Me atribuyó designios por demás infames. Por suerte ahora tengo otro, que me salvó la vida.

La mano que apretó el brazo de Almanza no parecía la de un hombre enfermo y débil. Era una garra.

Como pensando en voz alta don Juan dijo:

– Ni siquiera sé que esté vivo o esté muerto. Lo más probable es que esté muerto, pero eso no basta para cobrar el seguro.

IV

Cuando pasó frente al hotel La Pérgola, pensó: “Antes de irme voy a fotografiarlo. Me gustaría parar ahí”. Al doblar por 43 divisó a su amigo Lucio Mascardi, a mitad de cuadra, recostado contra el marco de una puerta. Hasta que Almanza llegó a su lado, Mascardi no dio señales de verlo. Entonces dijo:

– Pensé que no venías.

– Te voy a explicar.

– No expliques.

– Me puse a conversar con una familia, gente de Brandsen. Tomamos el desayuno y cuando los acompañé a la pensión querían conseguirme una pieza, para que me quedara con ellos.

– Estaría bueno, después de volcar mi influencia para meterte acá.

– No sabés todo lo que me pasó.

– No te vas a excusar conmigo… Encontrar hospedaje en La Plata no es nada fácil. Las pensiones están, lo que se dice, al tope. El único arreglo posible fue poner una segunda cama en mi pieza, que es bastante grande.

– No quiero estorbar.

– ¿Cómo se te ocurre? ¿No somos amigos de toda la vida?

Por el zaguán entraron en un patio al que habían techado con una claraboya, para convertirlo en sala. A ese patio, o sala, daban media docena de puertas de dos hojas, altas y angostas, con un numerito arriba, en una chapa ovalada, blanca, con persianas de madera pintadas de gris. El piso era de baldosas coloradas. Había dos o tres alfombritas viejas, por aquí y por allá, y una mesa de mimbre, sillones desvencijados, plantas en macetas, un reloj de péndulo. En comparación, la pensión de la familia Lombardo parecía imponente y rumbosa, con aquellos vistosos vidrios de colores. Se felicitó de que no lo convencieran los Lombardo, porque en una pensión de tanto lujo quién sabe con qué extras iban a salir. Eso sí, cuando le llegara la última paga, se mudaría allá por unos días, para pasarlos a cuerpo de rey.

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