XXXVII
El rato en el hotel no había sido agradable (“Menos mal que saqué las fotografías”, pensó) y lo molestaba bastante la sospecha de que Mascardi lo seguía para protegerlo. Habían llegado a la puerta de la pensión. Griselda preguntó:
– ¿Entendiste o no por qué fui a Brandsen? Quería evitar que te complicaran en algo que no te interesa.
Atrás de la hija apareció el padre, que preguntó animosamente:
– ¿Paseando? ¿No entra?
– Le agradezco. Voy al laboratorio.
Don Juan dijo a Griselda:
– Vos y tu hermana tendrán mucho que contarse. A ver si se dan una vueltita y dejan la pieza libre. Hay un asunto de importancia que yo quiero conversar con el señor.
Entraron en la casa. Julia bajó con los chicos, hablaron todos un instante y don Juan dijo:
– Almanza, ¿me sigue?
Ya en el cuarto, don Juan cerró la puerta y se dejó caer en una silla. Señalando otra con el índice, ordenó:
– Tomala y arrimate a esta mesa.
Hubo un silencio. Por último preguntó Almanza:
– ¿Quería hablarme?
– Parece que de una manera u otra entraste en la familia.
– Usted dirá.
– Tengo entendido que un sentimiento, por cierto amistoso, te une a mis hijas. Si me equivoco, te ruego que sin más procedas a enmendarme. ¿Estamos?
– Estoy oyendo.
– Por mi parte, y no corresponde que yo lo diga, te doy un trato bastante especial.
– Lo valoro.
– Te noticié de asuntos personales, de historias de familia muy dolorosas. Fui más lejos: te puse en el lugar de mi hijo.
Con gravedad contestó Almanza:
– Tal vez antes de comprobar si yo lo merecía.
– No me digas que te has olvidado, hijo mío, de tu sangre. Me diste tu sangre. Yo lo recuerdo. La sangre une, ata -aquí el señor hizo una pausa, como para recalcar las palabras-. Entre personas de la misma sangre podemos hablar claro.
– Usted lo dice.
– ¿Cómo, yo lo digo? ¿Debo entender que, según tu mejor criterio, entre parientes hay que andar con tapujos?
– No, señor. Me expresé mal.
– Te voy a rogar, entonces, que al hablar conmigo no lo hagas. Me molesta.
– Disculpe.
– Estás disculpado. De una vez por todas, ¿puedo decir lo que pienso?
– Hable, señor.
– Una plata que me van a mandar de Brandsen no ha llegado.
Almanza pensó rápidamente: “Ya lo noté. Si a uno le pasa algo, se encuentra con otro, al que le pasa lo mismo”.
– Preciso cincuenta pesos.
Se levantó Almanza, metió una mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes y unas monedas. Abriendo la mano dijo:
– Todo lo que me queda son veintidós pesos con treinta centavos.
Pensó: “Tenerlos o no tenerlos, tanto da”. Don Juan dijo:
– Igual los agradezco.
Los agarró y lo abrazó con fuerza.
XXXVIII
Caminó con rapidez. “Ojalá que encuentre a Mascardi”, pensó. Cuanto antes quería pedirle que hiciera el favor de no seguirlo. Estaba realmente disgustado. Recapacitó, sin embargo, que si el disgusto empezó con la sospecha de que Mascardi lo seguía, se reforzó cuando el viejo le sacó hasta las monedas. “Todavía”, se dijo reprimiendo una sonrisa, “ me veré obligado a reconocer que tan descaminados no andan los que me previenen contra la familia Lombardo; pero en todo esto, vamos a ver ¿qué culpa pueden echarle a Griselda? Ninguna. ¿Y a Julia? Menos”. Un espontáneo impulso de proteger de los calumniadores a las dos mujeres le retempló el ánimo. Notó que nadie caminaba tan rápidamente como él. “Todavía”, pensó, “me voy a ver obligado a reconocer que no sólo por el disgusto me apuro. Hace un fresquete…”. En confirmación de lo dicho, un estremecimiento, como un hilo de agua helada, le recorrió la espalda.
Entró en la pensión, muy seguro de encontrar a Mascardi y resuelto a interpelarlo. Se encontró con Laura. Sentada en un sillón, en medio de la sala, mirando hacia la puerta con sus grandes ojos tristes, le pareció notablemente flaquita, ansiosa y grave. Almanza avanzaba con la mano estirada para el saludo, cuando oyó a sus espaldas:
– ¿Qué te parece, hermano? La señora no me cree.
A lo mejor la sorpresa de ver a Laura le impidió, en el primer momento, reparar en Mascardi, sentado a la derecha de la puerta de entrada. Laura dijo:
– ¿Quién le cree a un policía?
Notó Almanza que algo se movía en la pared, a su izquierda. No puso atención.
– Da la grandísima casualidad que el policía de referencia es un amigo -calmosamente contestó Mascardi.
– Tan amigo no será si nos ocultó que es policía.
De nuevo Almanza entrevió el movimiento en la pared. Doña Carmen (ojos con rimel, labios como un corazón) desde su ventanita le hacía ademanes y visajes, con marcada insistencia. Él volvió la atención a Laura y Mascardi. Éste arguyó:
– No hagamos confusiones. Una cosa es la reserva que te impone el trabajo. Otra, la amistad. Yo soy de los que no le fallan a un amigo.
– Está por verse -dijo Laura.
– No está por verse. Ya me jugué. Saqué la cara por el Viejito. Lo van a soltar.
Con furiosos ademanes, que por momentos parecían obscenos, doña Carmen señalaba con un dedo terminado en una uña colorada, primero a Laura, después la puerta de la pieza, para zarandearlo por último, de un lado a otro, en reiterada negativa. Se dijo Almanza: “Qué fe me tiene la señora”.
Laura contestó a Mascardi:
– Hiciste lo que te conviene. Más de uno quiere agarrarte a balazos.
– A tus amigos les das las gracias en mi nombre. No importa. Lo principal es que hoy, o mañana, sale libre el Viejito.
– Mejor que sea hoy.
– No te discuto. Mejor que sea hoy.
XXXIX
Cuando estuvieron solos, Almanza dijo:
– Perdón que te pregunte, ¿por qué me seguís?
– No te sigo, aunque puedo explicarte por qué debiera hacerlo.
– Por favor, no expliques nada. Hablé mal. Quería pedirte que no me sigas.
– No te sigo.
– Entonces ¿por pura casualidad fuiste al mismo hotel?
– Por pura casualidad y porque no hay otro cerca.
– Parece raro.
– Más raro sería que para seguirte, nada más, levantara a la señora de un inspector de estaciones de servicio. No me digas que te volviste engreído.
– Tal vez tengas razón, pero cuesta creer en tanta casualidad.
– Silencio por amore.
– No te entiendo.
Mascardi le guiñó un ojo y movió la cabeza para indicar que mirara. La licenciada estaba cerrando la puerta del cuarto. Cuando la vio de frente, Almanza pensó que ya sabía qué le recordaba. Pasó entre ellos, apenas murmuró un saludo. Almanza le dijo:
– Quiero fotografiarla; ¿podré alguna vez?
– No, gracias -fue la contestación, breve y clara.
– ¿Qué les ha dado hoy a las mujeres? -comentó Mascardi-. Nunca adivinarás con qué me salió la mataca. Que por favor no la moleste. Me gustaría preguntarle qué se ha creído.
Almanza pensó: “Ya sé qué me recuerda esta licenciada con esos grandes ojos, la piel blanca, las dos trenzas a los lados. La paisanita, en óvalo, del aviso de una yerba. Un motivo apropiado para una postal de fin de año. Si tengo un poco de suerte, la voy a fotografiar todavía más parecida que el dibujo”. Agregó: “Yo me entiendo”.
– ¿De qué hablábamos? -preguntó Mascardi.
– No sé… Yo te decía que costaba creer en tanta casualidad.
– Ahora me acuerdo. Cuesta creer en la casualidad, pero ¿cómo explicar que yo esté en el mismo hotel? ¿Paso a paso te seguí con la señora del inspector? O si no ¿cómo supe dónde ibas?
– Vos mismo me contaste del curso para pesquisantes, y que te enseñaron un método que no falla.
– Verdad, pero no creas que me recibí de brujo.
– Has de tener razón.
– Tengo, aunque no sirve. Nadie me cree. Primero, Laura. Después, vos. Es demasiado. Cansa un poco.