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XXII

Almanza era un muchacho tranquilo, aguantador si lo exigían, incapaz de perturbarse por el simple hecho de asistir a una discusión violenta o a una pelea. Sin embargo no se acordó de buscar a la patrona, para dejarle el sobre.

Tal vez lo que vio le pareció penoso, por envolver a un padre y a su hija. Peor todavía: a un padre anciano y a una hija que no era una criatura, sino una mujer. Una mujer joven, que ese mismo día él recordó, en más de una ocasión, como si la extrañara. Probablemente lo contrariase también el hecho de que la situación entrevista correspondiera, en apariencia al menos, a la idea que se hacían los otros sobre la familia Lombardo.

Mascardi lo esperaba en la puerta de la otra pensión. Como era de prever, dijo:

– Qué horas.

– No sabés la mañana que tuve.

– Ya me contarás. Vamos a llegar tarde a nuestro restorancito.

– Me parece mejor que hoy almuerce cada cual por su lado.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que poner cuidado en el gasto. Acá todo es carísimo y quién sabe cuándo llega el giro de Gabarret.

– Nadie tiene mujeres de arriba.

– No me cuestan plata.

– Al señor no le cuestan plata las mujeres. ¿Te habrás vuelto medio agarrado? Hay que elegir: agarrado o embustero.

– Como quieras, pero almuerzo en el café.

– Te acompaño.

– Esperame. Voy a dejar en el cuarto la cámara y este sobre.

– Te acompaño -dijo Mascardi cuando salían, y agregó: -bajo protesta.

Se metieron en el primer café que encontraron, en la misma calle 43, frente al Sindicato de Obreros de la Carne.

– Tengo que fotografiar el sindicato.

– Es una tapera.

– Basta mirarlo un poco para saber que te da una buena fotografía -dijo Almanza.

Pidieron dos cafés con leche completos.

– Agregue un especial de lomo -ordenó Mascardi, para luego bajar la voz y puntualizar: -Acordate: de acá hoy salgo con hambre.

Después de lamentar el puchero que se perdió (plato del día del restorancito) le preguntó qué lo había tenido ocupado hasta esas horas.

– Fue una mañana cargada. Don Juan, que está atrasado de salud, me pidió que le hiciera una diligencia.

– ¿Se puede saber qué diligencia?

No estaba en su ánimo dar pormenores y lo molestaba que le hicieran muchas preguntas. Por su parte, Mascardi no se conformaba así nomás. Había tomado en serio sus estudios de cómo llegar a la verdad en un interrogatorio.

Almanza adoptó la firme resolución de no decir una palabra de lo que vio en la pensión y, como quien transa, refirió su visita a la cochería Lo Pietro.

– No vas a creer, pero ahí me encontré con una colega de unos diez años, que me sacó una punta de fotografías. La hijita de Lo Pietro. Si te cuento lo que me dijo este señor muy formal y tan amable, te morís de risa. Me dijo que no bien conoce a una persona, ya calcula las medidas del ataúd.

Al salir del café, dijo Almanza:

– Voy a pasar por la pensión.

– Te acompaño. Me sobra el tiempo.

– Voy a buscar la bolsa con la cámara y la carta que me dio Lo Pietro para don Juan Lombardo.

– Apuremos el tranco -dijo Mascardi, mientras sujetaba de los brazos a su amigo, para explicar con burlesco empaque: -No hay que tener esperando a tan expectable caballero.

– Te parece gracioso, pero el pobre espera desde la mañana y ahora va a recibir un sobre manoseado y sucio.

– En tu lugar, me moría de vergüenza.

– Es claro que me da vergüenza. No viste el sobre. Voy a pasarle una goma y plancharlo un poco.

– A mi juego me llamaron. Yo me encargo. Te lo dejo como nuevo. Estudié la bolilla.

– ¿Qué bolilla?

– No se lo digas a nadie. El curso completo abarca más de veinte bolillas.

– ¿Eso qué tiene que ver?

– Tiene. Precisamente la bolilla catorce -puntualizó- trata de lo que el vulgo llama violación de correspondencia.

– Ni se te ocurra abrir el sobre.

– No se nota.

– No es por eso.

– Entonces ¿por qué? ¿Una viaraza? Bajo mi responsabilidad, el hombre no se entera. En cambio, si nosotros nos enteramos de algo sospechoso, me das la razón. En el caso (uno en mil, te juro) en que no encontremos nada sospechoso, no digo otra palabra contra esa gente. Mientras viva.

– Sería una ventaja, pero no.

– ¿Bajo ningún concepto te avenís?

– Te dije que no.

– Ya verás que nos arrepentimos. Bueno, te dejo, para siquiera una vez llegar puntualmente al trabajo.

XXIII

Salía con el sobre para don Juan. La mujer del inspector de estaciones de servicio, que estaba en la puerta, le preguntó con una sonrisa:

– ¿Dónde va tan apurado? Me gustaría que alguna vez charláramos un momento.

– Cuando mande.

– ¿Ahora?

– Si gusta.

– ¿Tomamos un cafecito?

No lo tomaron en el bar que está frente al sindicato, por quedar demasiado cerca de la pensión.

– Pueden vernos -dijo la señora-. La gente es mal pensada.

Entraron en el de 7 y 43. Ya en la mesa, explicó la señora, riendo y mirándolo a los ojos:

– Las mujeres somos como los chicos, de lo más curiosas. Cuando vemos a un hombre que tiene suerte con las mujeres nos preguntamos por qué será.

Se alegró Almanza de que fuera animosa y habladora, porque había notado que en las conversaciones con mujeres él tendía a callar, por no saber qué decir. La señora aclaró:

– Yo digo lo que se me pasa por la cabeza, porque sé que usted no va a pensar mal. Los hombres que gustan a las mujeres nunca piensan mal. Además, yo podría ser su madre.

– Usted es joven todavía.

La señora pasó a explicar que, precisamente, el hecho de querer tanto a su marido le daba una libertad que no tienen otras mujeres, menos seguras de lo que sienten. Continuó:

– Yo sé que no pasa nada si mi marido, a lo largo de sus muchos viajes, encuentra alguna mujer que le gusta. ¿De acuerdo?

– Es claro, sí, pero no estoy seguro de entender.

– Todo lo que puede pasar es un revolcón, pero después vuelve a mí, como siempre. Y si por una casualidad yo hiciera otro tanto, el resultado no varía. Es claro que para él las cosas son fáciles, porque las mujeres son más naturales. Y más vivas. No se dejan engañar por lo que dicen, no sé si me entiende. ¿Quiere una prueba de que son más vivas? Gobiernan el mundo. Los hombres se limitan a repetir lo que ellas les inculcaron. Fíjese, los hombres siempre fueron andariegos y mujeriegos, enemigos de las ataduras. Desde que se tiene memoria, las mujeres buscaban el casamiento y los hombres como podían lo evitaban. Ahora todo eso cambió. Ni les hable a los hombres de una aventura pasajera. Quieren formar pareja y construir algo, no saben qué. Repiten lo que las mujeres les dijeron. El resultado está a la vista. Hoy en día la mujer que pretende una aventura pasajera es una sobreviviente de otra época. No quedan hombres para ella. Entre los que quieren construir algo y los maricas, no quedan hombres. ¿Usted qué piensa?

– Francamente, no sé.

– Lo que sabemos es que estaba apurado. No quiero que por mí llegue tarde.

Almanza agradeció, pagó y se fue.

Porque nunca una mujer le había hablado así, lamentaba que esta conversación quedara trunca.

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