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XLIX

Cuando entró en la pensión, se encontró con la patrona, que le dijo:

– Soy adivina. Me vas a preguntar si llegó algo.

– No, señora. Quería el teléfono.

Se lo pasó doña Carmen, que pareció tener un estremecimiento, o encogerse de hombros. En todo caso, dio media vuelta, levantó el mentón y quedó con la cabeza erguida, mirando para otro lado.

Por primera vez Almanza llamó por teléfono en La Plata. Habló con Julia, para preguntarle si quería salir.

– El día está lindo. Vamos un rato al parque -dijo ella.

Minutos después pasaba a buscarla. Mientras caminaban entre el parque y el lago, comentó:

– Todavía quedan por fotografiar un vitral de la catedral y los animales antediluvianos del Museo.

Mirándolo con alguna tristeza, Julia dijo:

– El Museo está ahí.

– Ya lo sé. El día de la llegada fotografiamos el edificio. Mañana o pasado volvemos y fotografío adentro.

Se tiraron en el pasto, a la sombra. Decía bien Julia: era un lindísimo día de otoño. Si no fuera porque nada le gustaba tanto como dejarse estar al lado de la chica, hubiera sacado fotografías del parque. La variedad de colores de los árboles era extraordinaria. Sin embargo, no sentía remordimiento. Julia le bastaba, hablando o callando. En algún momento la conversación volvió al Museo y al vitral de la catedral. Almanza dijo:

– Nunca vi nada parecido al efecto de la luz a través de los colores de ese vidrio.

– Vamos a fotografiarlo -propuso Julia-. La catedral no queda lejos.

– Vamos mañana.

– ¿Qué tal salieron las fotografías del día de la llegada?

– Traje las tuyas. -Le dio más de veinte fotografías. -Ojalá que te gusten.

– Nunca pensé que me hubieras sacado tantas. Cómo no van a gustarme. Sabés mirar. Sabés mostrar lo mejor de una cara. Qué pereza la furia que va a tener.

– ¿Quién?

– Griselda. Puede ser que algún día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos, nunca. Un poco de razón tiene. Son lindísimas. ¿Qué tal salió el Museo?

– Creo que pasablemente.

– Tiene que estar en el libro. El Museo es un símbolo de La Plata. Cuando yo no sabía nada de La Plata, sabía que tenía el Museo.

– Yo también. Siempre quise verlo. En la escuela me pusieron sobresaliente, el único de mi vida, cuando hablé de animales antediluvianos. Me costaba creer que ya no existieran. Después llegó una buena noticia: había uno en el sur, o en Brasil. Una esperanza a la que tuve que renunciar.

– Vamos, entremos.

– Vamos mañana.

– ¿Cuando llegue el giro? El precio de la entrada son monedas. ¿O te parece que si yo pago, te mantengo?

– No es eso. No quiero agrandar las deudas.

– La entrada cuesta menos de un peso.

Julia las pagó, lo tomó de un brazo, lo llevó adentro.

L

Almanza caminó debajo del esqueleto de una ballena que colgaba del techo. Contó los pasos: más de treinta. Julia le preguntó si iba a fotografiar “esa preciosura”.

– No -contestó, después de leer la chapa explicativa-. A esta ballena la pescaron en el mar del sur. Voy a sacar únicamente a los animales antediluvianos.

– ¿Son más lindos?

– No, pero dan que pensar. Se pregunta uno cómo habrán sido y cómo sería el mundo de entonces.

Fotografió el esqueleto de un plesiosauro. Julia dijo:

– En lo que decís trabaja la imaginación. No creo que sirva para eso la máquina fotográfica.

– ¿Por qué? -preguntó Almanza.

– Un esqueleto se parece a otro. Todos te recuerdan la muerte.

– Puede ser.

– Caramba, te desanimo.

– Nunca me desanimás -contestó.

Salieron por el sendero que los trajo. Almanza pensaba: “Me gustaría seguir con ella. Qué desgracia que no vino el giro. Cualquier lugar donde llevarla cuesta plata”.

– Quería hablarte de mi padre.

– Si no lo mencionabas, ni me acordaba. Me está esperando.

– ¿Mi padre?

– Me llamó esta mañana. Quería verme. Cuanto antes.

– No vayas.

– No puedo hacerle eso, después de tenerlo esperándome el santo día.

– Quiere usarte.

– Sea lo que sea, me comprometí.

– No dejes que te agarre. Soy la hija y lo quiero. Por algo te digo: cuidate.

– No tengas miedo. No me va a pasar nada. Yo creo que soy un hombre con suerte.

– ¿No te da miedo decirlo?

– No, ¿por qué? ¿Vamos andando?

– Hago unas compras y voy. Llegás primero.

LI

Cuando Almanza entró en la pensión de los Lombardo, la patrona lo recibió con el comentario:

– Menos mal. Yo me decía: si no llega ¿quién lo aguanta al viejo?

– ¿Está en la pieza?

– Como un león enjaulado.

Subió la escalera, no sin detenerse a mirar los vitrales. Eran tan lindos como en el sueño, pero tal vez menos que los otros, los que vio con Gladys. Qué raro: siempre fue partidario de las figuras y ahora prefería esos cuadraditos o losanges. Tal vez porque le recordaban el arlequín de una lámina que le gustó mucho, de un libro que tenía Gentile. Golpeó a la puerta.

– Adelante -dijo, desde adentro, don Juan.

Sentado en un sillón de hamaca, tendía una mano que retiró apenas tocó la de Almanza. Éste le dio las buenas tardes.

– ¿Se puede saber qué estuviste haciendo hasta ahora?

El tono en que fueron dichas las palabras era de irritación y de cansancio.

– Primero, fotografías.

– Vaya, vaya.

Don Juan lo miraba bondadosamente y en su boca se entreveía una sonrisa de diversión.

– Trabajé bastante bien.

– ¡Qué gran noticia!

– No puedo quejarme.

– Yo sí. Ayer te hago partícipe de un plan que me afecta en lo más hondo. Hoy te digo que vengas ¡y vean la hora de llegar!

Una confusa, rápida situación ocurrió entonces. La puerta se abrió y apareció Julia. Se levantó don Juan del sillón, recogió un sobre que había sobre la mesa y lo guardó en un bolsillo. Julia tomó de un brazo a Almanza, le dio un beso, le dijo:

– No aflojes -y en voz más alta-. Ingrato, ¿cuándo te veo?

Don Juan lo tomó del otro brazo y lo condujo hasta la puerta.

– Bueno -exclamó-. No te retengo más.

Almanza balbuceó:

– Pero usted me dijo…

Interrumpió don Juan.

– No es molestia. Salgamos. Te acompaño unas cuadras. El que no se ventila, se entumece.

– Yo pensaba… -insistió Almanza.

Julia le sonreía. Don Juan le dijo:

– ¿A quién le interesa lo que pensaste? Un mozo presumido. -Volvió a tomarlo del brazo y lo empujó hacia la escalera. -Por favor, salgamos.

Almanza logró decir:

– Créame, don Juan, no sé de qué habla.

– ¿Nunca te dijeron que no eras avispado?

– Que yo recuerde, no.

– Tampoco has de recordar lo que te dije ayer. No quiero hablar delante de las muchachas. Te lo dije y te lo repito: no deben enterarse Julia y Griselda; son demasiado sensibles. Hasta capaces de ofuscarse y traer dificultades. Por ese motivo te saqué, para hablar a solas, de hombre a hombre.

– Hable, señor.

– Vamos a un café, a conversar, como gente que se respeta.

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