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– ¿Para dónde miro? ¿Quiere que sonría? Dígame si estoy linda así.

Almanza le pidió que girara despacio la cabeza, de izquierda a derecha, levantando un poco el mentón. Cuando desapareció la papada y no se notaron los pliegues debajo de los ojos apretó el disparador. Después de sacar unas buenas fotos, le pidió que se envolviera la cabeza con el mantón floreado y que se asomara a la ventanita.

– ¿Como anoche, cuando usted vino?

Estaba seguro de que la fotografía iba a ser llamativa y extraña. La señora preguntó:

– ¿Cuándo las voy a ver?

– Mañana.

Parecía contenta.

– Gracias -exclamó-. Permítame darle un beso.

Almanza pensó: “Pobre señora, va a estar menos contenta cuando le diga que no recibí la plata para pagarle la pensión”.

Antes de que llegara a la puerta, lo llamó.

– No sabía que usted era tímido. Conmigo no lo sea. Deme su palabra que siempre va a decirme lo que piensa.

Asintió, aunque no entendía del todo; lo suficiente, sin embargo, para saber que faltaba a la palabra si no preguntaba:

– ¿Llegó algo para mí?

– ¡Con la excitación de la foto, lo olvidaba! -Tragó saliva y continuó: -Llamó su Griseldita. En este preciso momento lo está esperando en la confitería de 53 entre 5 y 6.

XXXV

Al entrar en la confitería vio a Griselda en una mesa del fondo y pensó que de lejos también era linda. “Mejor así”, pensó, aunque sabía que eso no iba a servir de mucho en la conversación que lo esperaba: más de una pregunta sobre la noche anterior y quejas. Debía aguantar lo que viniera, porque Griselda se portó bien y él (sin proponérselo, es verdad) le faltó.

Por algo solía decir Gentile que las mujeres nos dan veinte vueltas. Después de saludarlo, sin dejar ver ningún enojo, Griselda quedó callada mirándolo. El silencio duró lo necesario para que Almanza de nuevo se preguntara si no debía prepararse para un interrogatorio. Entonces oyó una pregunta increíble:

– ¿Estás enojado conmigo?

Contestó que no. Griselda se puso a explicarle por qué se había demorado en Brandsen más de lo previsto. Al principio no parecía enterada de la visita de Julia, después, sí. Almanza no sabía qué pensar.

– Te aviso que yo, por mi marido, no siento nada. Me largué a Brandsen para hablar con él, porque no quedaba otro remedio. Hay que pelearlo de vez en cuando; si no el desgraciado no se acuerda de la mensualidad de los chicos.

En el acto corroboró Almanza:

– La gente no paga si no la cargosean.

– Yo no cargoseo a nadie -replicó secamente Griselda.

– Estoy seguro.

– ¿Te gusta hablar en una confitería?

Tardó en contestar porque la pregunta lo sorprendió un poco.

– No entiendo -dijo.

– A mí no me gusta. Hay gente oyendo y mirando. Te digo más: hay demasiada gente. Quisiera que estuviéramos solos.

– Vamos al parque. Es claro que no me sobra el tiempo…

– Si te esperan lo dejamos para mejor oportunidad.

– Tengo que pasar por el laboratorio, para revelar y ampliar las fotos que saqué hoy.

– Ha de haber cosas más importantes que la fotografía.

Aunque no sabía por qué, la aseveración lo enojó. Contestó con despecho:

– Es mi trabajo.

– Hay cosas más importantes que tu trabajo. ¿O no? En todo caso, yo quería que habláramos de algo que es importante para mí.

– Vamos al parque.

– ¿A caminar, a cansarnos? Nada me aburre más. Quiero creer que hay otros lugares.

– No sé.

– Hoteles, por ejemplo.

Se dijo “Francamente no tengo ganas de llevarla a un hotel”. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Griselda aclaró:

– No creas que te voy a pedir que te acuestes conmigo.

– Le voy a preguntar al mozo si hay algo por acá.

Mientras tanto se preguntó si lo que tenía en el bolsillo alcanzaría. Ir a un hotel para conversar le parecía un despilfarro. Peor todavía en tiempos de estrechez.

XXXVI

La casa, que hacía esquina, tenía la puerta en la ochava; una puerta muy alta, muy angosta, de cristal y de hierros negros. Una señora de luto los condujo hasta el salón, al que daban las piezas. Vio una mecedora de madera oscura, un costurero con agujas largas y ovillos de lana negra, una mesa cubierta por un mantel de puntillas, con un gato de porcelana, de color lila y de tamaño natural. Este adorno le trajo un recuerdo que se esfumó antes de aclararse y que por un momento le dejó nostalgias. Almanza preguntó:

– ¿Alquila piezas por hora?

La señora dio el precio y explicó:

– Dos horas. El pago a la salida.

Entraron en la pieza. Antes de cerrar la puerta, se volvió Almanza y pidió:

– Por favor, a las dos horas nos avisa.

Griselda se había echado boca abajo en la cama y hundía la cabeza en la almohada, como si tratara de cavar una cueva, para huir. De vez en cuando se estremecía. Se sentó Almanza en el borde y quedó un rato mirándola. Por último le puso una mano en el hombro. Griselda sollozó. La postura era insostenible, por lo incómoda, así que se arrodilló junto a la cabecera. De repente se volvió Griselda con la cara mojada, el botón de arriba, del vestido, desabrochado. Lo abrazó con fuerza y dijo:

– Te mentí. Fui a Brandsen para que no venga. Si viene y se entera de lo nuestro…

– ¿De lo nuestro?

– Mi padre es muy capaz de contarle todo por el simple afán de provocarlo. Dice que es un compadrón de lo último, que siempre anda buscando pelea.

– Y tu padre -dijo sonriendo Almanza- con ganas lo pelearía.

– Raúl es violento. Yo le tengo miedo.

De nuevo lo apretó entre sus brazos. “Qué raro”, pensó. “Tan fina y tan fuerte.” Le parecía lindísima, pero lo atraía menos que antes y por momentos lo irritaba un poco. Tal vez porque le mintió (sin mala intención, hay que reconocer) y también, era casi increíble, porque le confesó la mentira. Había descubierto que no se hallaba a gusto con gente complicada y nerviosa. Mientras hacía esta reflexión, un brazo durísimo lo sujetaba por el cuello; sentía algún dolor y no podía moverse. Griselda, en cambio, se refregaba contra él. De pronto, con notable ímpetu lo empujó, lo apartó. Almanza quiso pasarse el pañuelo por la frente. Todavía lo buscaba en los bolsillos del pantalón y de la campera, cuando la vio, como caída en un desmayo, con la cabeza volcada en el borde de la cama, la mirada extraviada hacia arriba, la boca entreabierta, el pecho desnudo. “Siempre lo está manejando a uno”, pensó y volvió a enojarse. Recapacitó: “No es para tanto”.

– Se te va a hacer tarde -dijo ella en un tono tan tranquilo que lo sorprendió.

La chica se levantó y se arregló frente al espejo. Almanza la miraba distraídamente, pero de pronto sintió un impulso que le era bien conocido. Abrió la bolsa, tomó la cámara y la fotografió, no menos de veinte veces. Ella entornó los ojos y sacudió la cabeza. Volvió a fotografiarla.

Salieron. La mujer del sillón de hamaca, atenta a sus agujas y a su lana negra, le previno:

– Todavía no son las dos horas.

– Ya lo sé -contestó con alguna irritación.

En el momento de pagar, le pareció ver a Mascardi, que cerraba una puerta, como quien se esconde.

– No es necesario que me acompañes -dijo Griselda.

– Te acompaño.

No hablaron en todo el trayecto. Estaban un poco tristes.

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