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LII

De nuevo estaba Almanza por sentarse en la primera mesa libre, cuando le preguntó don Juan:

– ¿Nadie te comparó con un caballo mañero?

– Yo no lo iba a permitir, señor.

– Bien contestado. Eso no quita que todo el tiempo endereces para donde no es. Me dirás que no lo haces adrede. De acuerdo, aunque al obrar así dejas ver tu desatención. ¿Y qué te he pedido, más de una vez, para contarte mis problemas? Tu atención por un miserable minuto. Ya lo sé: poner atención es el peor sacrificio que se puede pedir a hombres y bestias. Ahora, como queremos hablar sin que nos oigan, vamos a elegir una mesa alejada. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Qué van a tomar?

– Un vermouth con bitter y un café cortado -contestó don Juan-. Traiga también ingredientes: aceitunas, queso, maní, lo que tenga.

“Otro cortado tibio y ni la señora me salva”, pensó Almanza. Don Juan comentó:

– Se complicó la cosa. Todo siempre se complica.

– Lo lamento.

– No hay motivo. Precisamente porque se complicó, puedes resultar ganancioso. Pero ya me olvidaba. Traje algo para mostrarte.

Sacó de un bolsillo interior un sobre y, de éste, media docena de fotografías que esparció en la mesa: una criatura sobre un almohadón, probablemente de terciopelo, acordonado y con borlas; un escolar, de guardapolvo y mochila en la espalda; un niño teniendo del cabresto un caballo, rodeado de tres o cuatro perros ovejeros; el mismo niño a caballo; un adolescente, de bombachas, empuñando una larga horqueta, junto a un bañadero de ovejas; un hombre joven, de traje y corbata.

– ¿Ventura?

– Ventura -contestó don Juan-, desde la primera infancia hasta poco antes de su partida. Si yo no lo quise, ¿por qué guardo este montón de fotos?

– ¿Para quién el cortado? -preguntó el mozo.

– Para el señor -Almanza contestó sin apuro.

Don Juan pestañó, abrió los ojos, miró a Almanza, al cortado que le arrimaban y cuando pareció al borde de un ataque de apoplejía, sonrió con afabilidad, recogió las fotos y dijo:

– El joven aquí presente -señaló con un dedo a Almanza- ha cometido un error. Usted y yo, por esta vez, lo vamos a perdonar. ¿A quién se le ocurre que voy a pedir un cortado? Pedí vermouth con bitter. Llévese este brebaje, tenga la bondad, y tráigame el vermouth de siempre.

Innecesariamente aclaró Almanza:

– Los cortados a mí no me gustan.

– Ahora viene la yapa -dijo el viejo-. Una última foto, la más ¿cómo te diré? significativa. Una a todo color.

Trajeron el vermouth con bitter, bebió un trago don Juan y Almanza esperaba la foto que iban a mostrarle. “Por lo que me importa”, pensó, como quien se encoge de hombros. En ese momento don Juan la puso en la mesa, con el ademán del jugador que echa un triunfo.

– Soy yo -dijo Almanza-. Está fuera de foco, tengo los ojos cerrados, pero se ve a la legua que soy yo.

– Acertaste. Yo creí, lo confieso, que la ibas a tomar por otra de Ventura. Es claro que tu caso es muy especial. Un fotógrafo no mira las fotos como el resto de la gente.

– Sobre todo cuando es el fotografiado. Me la sacó la hija de su amigo, el funebrero.

– Mi amigo el funebrero, justamente, es el

hombre que trajo la inquietud que vino a complicar las cosas; pero como mi joven amigo Almanza va a salir ganancioso, no nos quejemos. Eso sí, reconocerás francamente que para un tercero esta foto completa a la perfección la serie que te mostré.

– Usted lo dice.

– Convendrás, por lo menos, que se te puede confundir con mi hijo Ventura. Una persona de afuera, imparcial, piensa como yo.

– Su amigo, el funebrero.

– Dos contra uno.

– Está bien, señor. Además, tanto da.

Don Juan habló con tristeza y lentitud:

– De medio a medio te equivocas. Dejemos de lado el hecho de que tus palabras me lastiman. Se me fue un hijo y cuando apareciste pensé que tal vez lo recuperara; pero ¿a quién se le ocurre contar sus ilusiones a uno que no entiende? Por si eso fuera poco, tus palabras perturban un plan cuidadosamente preparado.

– No fue mi intención.

– Pero lo conseguiste. De cualquier modo, habrá que seguir adelante. ¿Cuándo te vas a Las Flores?

– Calculo que dentro de dos o tres días.

– Nos queda el tiempo justo. Eso sí, no hay que dormirse. Antes de explicar nada voy a aconsejarte que no te dejes llevar por un primer impulso de rechazo. Te pido que te sobrepongas y le hagas caso a un viejo, que ha visto mucho.

– ¿El viejo sería usted, señor?

– Exactamente.

– ¿Y qué me está pidiendo?

– Que oigas con atención y me creas: la vida es una gran broma, sin ningún sentido. Claro que si enfermamos o caemos en la pobreza, la broma se vuelve aflicción. Quiero creer que ni a Griselda ni a Julia les deseas calamidad semejante.

– Bueno fuera.

– Para la familia Lombardo la miseria está ahí nomás. Tratando de esquivarla he luchado, dentro de la ley, durante años. Ahora llegué a la conclusión de que por ese lado no hay esperanza.

– ¿Y qué va a hacer?

– Por supuesto, seguir peleando.

– ¿Dentro o fuera de la ley, señor?

– No importa si es afuera o adentro. Mi deber de padre exige que salve a Griselda y a Julia. ¿Cuento o no cuento con tu ayuda?

Tras un breve silencio dijo Almanza:

– Lo que usted prepara ¿es realmente una broma?

La furia brilló en los ojos del viejo. “Quién sabe qué me dice ahora”, pensó Almanza. Don Juan no dijo nada. Bastante pronto recuperó su aire de compostura y dignidad. Almanza pensó: “Cuesta desconfiar de un señor con esa cara”. Cuando volvió a mirarlo, le pareció “que estaba ahí, pero que se había retirado”. De pronto, como quien despierta, don Juan chistó al mozo.

– ¿Cómo llaman a esto? -preguntó, señalando los ingredientes.

– Ingredientes, señor.

– ¿No los llaman basuritas?

– Hay quien los llama así.

– Ustedes tienen que llamarlos basura. Lo que me trajo es una verdadera basura. ¿Cuánto debo?

Pagó. Para hablar con Almanza pasó al tono paternal.

– Te acompaño. Me vendrá bien estirar un poco las piernas.

En cuanto salieron del café, lo tomó de las solapas del saco y levantándolo un poco hacia él, le habló de tan cerca que sintió la respiración en la cara.

– Te confieso: en el estado de ánimo en que me hallo, no aguanto un rechazo. Por tu parte, cuando me oigas, a lo mejor ni siquiera sabes qué pensar y menos qué decir. Así que me oyes por favor sin abrir la boca. Esta vez lo pido en serio. Mañana por la mañana, con toda tranquilidad, me das el contesto.

– Lo estoy oyendo.

– Voy a hacer correr la noticia de que mi hijo, el hijo de mi corazón, el pobre Ventura, cruz diablo, ha fallecido.

– Le hablo francamente. Usted se va a meter en complicaciones.

– Me hago cargo y no te discuto. Voy más lejos: no pretendo mezclarte. La víctima de mi burla, o como quieras llamarla, es la compañía de seguros. Nunca le sacaré lo que llevo pagado. He mentado el asunto porque es para bien de las chicas, que son tus amigas.

– Un paso en falso y también arrastra a las muchachas que trata de salvar.

– Por mi lado te digo que ya me estoy cansando. Creí que tus amigas Griselda y Julia te importaban. Qué golpe para ellas cuando venda Brandsen. Con un poco de buena voluntad lo evitamos. Basta que la compañía pague lo que me debe por la muerte del pobre Ventura.

– Le digo francamente, señor…

– Perdoname, pero estoy un poco harto. Qué se cree el muchachito, hablando francamente a don Juan Lombardo. Lo que hay que oír.

Antes que Almanza atinara a contestar algo, don Juan se alejó rápidamente y con marcada arrogancia.

Almanza prosiguió su camino. “Por cierto no me arrepiento de mi franqueza”, pensó con algún orgullo y entonces recordó a Julia. “Pobrecita”, se dijo. “Muy satisfecho de cumplir lo que prometí, sobre todo de haberme puesto firme y, a lo mejor, la dejo en la estacada. Qué barbaridad.”

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