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Lo que al principio le pareció un zumbido fastidioso, muy pronto fueron explicaciones que lo sobresaltaron, porque estaba dormido. Las oía de manera confusa, pero todo quedó grabado en su memoria. Lo que oyó en el camino y lo que oyó en el café.

– Estoy de lo más contento de haberte encontrado -dijo don Juan-. Tengo que hablar con alguien para saber lo que pienso. Con los otros de nada vale, porque les corre interés. Con Griselda o con Julia tampoco, porque son, como ellas dicen, muy sensibles. Si les hablo, se ofuscan y complican un asunto de por sí delicado. Yo te trato, muchachito, como si fueras un hombre. Queda claro que por ningún concepto vas a ir con el cuento a las chicas.

Cuando entraron en el café creyó sentir más frío que afuera. Había parroquianos, en algunas mesas; en las del fondo, nadie. Almanza fue a sentarse en la primera mesa desocupada. Don Juan protestó.

– Si no quiero que me oigan mis hijas, tampoco voy a querer que me oiga un desconocido. ¿Tengo que explicarte por qué?

– Como quiera.

– Un desconocido es uno que no conocemos. A lo mejor, un policía de particular. Ya te dije: el asunto es delicado, capaz de prestarse a toda clase de interpretaciones antojadizas.

– Usted dirá.

– ¿Te corre apuro?

– No, señor.

– Menos mal. En caso contrario lo archivamos y listo.

– No quise ofender.

– Estás perdonado.

Con alivio Almanza dejó en la mesa el sobre de las fotografías.

– No quiero olvidarlo -explicó.

– ¿Qué se van a servir? -preguntó el mozo.

– Una ginebra, y, para el joven, un cortadito.

– Por favor, bien caliente -pidió Almanza.

– Estás perdonado -repitió don Juan-. La verdad que tengo los nervios a flor de piel. No es fácil hablar de cosas que lo afectan a uno en la fibra. Debo hacerlo, por considerarte hombre criterioso y por estar en juego el futuro de mis hijas. ¡De las hijas de mi sangre, Almanza! También el mío, qué embromar. A lo mejor mis hijas no exageran cuando dicen que son sensibles. A lo mejor todos somos sensibles en la familia. Si no lo fuéramos, yo no tendría estos nervios. ¿Me oyes o te dormiste?

– Lo oigo perfectamente, pero seguro de entender no estoy.

– Sería más fácil decirlo no siendo el padre. Un padre, hijo mío, pronuncia algunas palabras con entera repugnancia. ¿Por qué cerraste los ojos?

– Porque no estoy bien.

– Pero ¿estás despierto? ¿Seguro que estás despierto?

– Seguro.

– ¿Hablo?

– Hable, si quiere.

– ¿No me vas a despreciar?

– ¿Por qué voy a despreciarlo?

– Porque tengo que matar a mi hijo.

El asombro lo despertó. Trajeron el pedido. Después de un trago de ginebra, don Juan hizo sonar la lengua en el paladar.

– Tenía la boca seca -explicó.

– ¿Entendí bien, señor? ¿A su hijo Ventura?

– A mi hijo Ventura. Por cierto que matarlo, quitarle la vida, no. Por favor ¿cómo se te ocurre esa barbaridad?

Almanza probó el café cortado con leche. Estaba tibio. Porque le repugnaba, lo bebió rápidamente.

– Me pareció que usted dijo…

– Habré dicho lo que quieras, pero en la inteligencia de hablar con un ser pensante.

– ¿Entonces?

– A Ventura debo darlo por muerto.

– Me hago cargo de su dolor. De todos modos me saca un peso de encima. No podía creer lo que estaba oyendo.

En verdad sentía un peso en el estómago. El café cortado le había caído mal.

– Pero, che, ¿por quién me tomaste?

– No podía creer lo que oía. Claro, es muy triste.

– ¿Qué es muy triste?

– Esa noticia. ¿Cuándo le llegó?

– ¿Qué noticia?

– La muerte de Ventura.

– Cruz diablo. Las cosas que se le ocurren a un muchacho de tierra adentro. Se figura que yo estaría acá, perdiendo tiempo con él, tranquilo si se quiere, si hubiera recibido semejante noticia. De Ventura no sé nada. Ni que esté vivo ni que no lo esté. Pero si lo declaro muerto cobro el seguro y salvo a mis hijas de la miseria. Lo malo es que para declarar eso voy a romperme el corazón.

XLV

“La ventaja de llegar a estas horas”, pensó, “es que no hay nadie en la puerta de calle”. A un paso de su cuarto doña Carmen lo tomó de un hombro y le preguntó:

– ¿Qué sucede, mi pobrecito?

Estaba envuelta en un mantón de seda, colorado y negro. Como una madre cariñosa, con recursos para todo, se ocupó de él.

– Estás volando de fiebre.

Vio dedos carnosos, con surcos oscuros, con uñas rojas, que delicadamente se contorneaban muy cerca. Sintió una mano en la frente.

– Hirviendo. ¿Qué has hecho para ponerte así?

– Un frío.

– Sabrás perdonarme si mi cuarto está un poco revuelto.

Lo tomó de un brazo y entraron. Murmuró Almanza:

– El que está un poco revuelto soy yo. Qué vergüenza.

– Te voy a sanar. ¿Crees en mí, aunque no tenga diploma? Una madre sabe más que un médico. Los remedios que voy a darte ya los usaba la finada mi madre. Leucotropina para el enfriamiento. Poción de Todd para la descompostura.

Doña Carmen abrió el ropero. Las manos de uñas rojas hurgaron entre ropa de seda con puntillas, jabones, un gran frasco de perfume y tomaron un tubito y una botella.

– La Leu-co-tro-pi-na. La poción.

Con una gran sonrisa, la señora los mostraba alternadamente.

– Con su permiso -dijo Almanza y puso en la mesa el sobre de las fotografías.

Echó a temblar. Tuvo miedo de perder el equilibrio y caer. La señora le dijo:

– Ahora mismo vas a quitarte esos pantalones y meterte en cama. Hay que abrigarte. Abrigarte.

Obedeció. Tomó las medicinas, no recordaba en qué orden. El brebaje era dulzón. Al tragarlo sintió calor en la garganta.

XLVI

Tal vez porque soñaba todavía, creyó ver a la licenciada. Su confusión aumentó al descubrir que la mujer sentada junto a la cama era Griselda. Envuelta en el mantón negro y colorado de la patrona, tomaba mate y lo miraba atentamente.

– Parece increíble. ¿Cómo estás acá?

Griselda se puso a explicarle que vino porque a la tarde se había portado como una histérica.

– La patrona me dijo que estabas mal.

– ¿Te dejó entrar en este cuarto?

– Me pidió.

– ¿En serio?

– No quería que unos pensionistas se le fueran sin pagar -dijo- y no quería dejarte solo. Entonces aparecí yo.

– ¿Y te pidió que me acompañes?

– Exactamente. Hasta que ella vuelva. No hay que dormirse.

– No, no hay que dormirse.

Miraba con asombro, sin entender quizá.

– En cualquier momento vuelve -aseguró Griselda.

Muy despacio fue poniendo el mate en la mesita, incorporándose, dejando caer primero el mantón y, tras desabrochar una larga hilera de botones, la pollera y la blusa. Estaba desnuda. Apenas le dejó tiempo de confirmar que era muy linda y apagó la luz, entró en la cama, lo abrazó. Llevado por un impulso incontenible la apretó contra él.

Después pensó en Julia y por un recuerdo retomó el hilo de la conciencia. Recordó la noche anterior, cuando esperaba a Griselda y llegó Julia. “Aquello fue distinto”, razonó y cerró los ojos. El tiempo que estuvo así le pareció corto, pero no debió de serlo. De golpe se dijo: “Por algo habré pensado en lo que pasó anoche”. Encendió la lámpara. Se llevó entonces una segunda sorpresa. Junto a la cama, envuelta en el mantón, estaba doña Carmen, con ruleros. Quién sabe por qué reparó en el detalle, porque no podía pensar en otra cosa que en la desaparición de Griselda.

– Perdón por los ruleros -explicó la señora, con desacostumbrada timidez-. ¡Tenía mi cabello tan enmarañado!

– Comprendo -respondió Almanza.

En realidad, se forzaba por comprender. En tono de aprobación, dijo la señora:

– Estás con otra cara.

Era evidente que ella había recuperado el aplomo. Almanza miró el mate en la mesita, como quien encuentra un rastro revelador. “¿De qué?”, se preguntó. Comentó la señora:

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