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– He olvidado todo.

Gauna murmuró rápidamente.

– Era un tigre para el tango.

Antúnez lo miró con aparente incomprensión. Volvió a enjugarse la cara con el pañuelo; también se lo pasó por los labios resecos. Con dificultad, con rígida, con agónica lentitud, abrió la boca. El canto se desató suavemente:

¿Por qué me dejaste, mi lindo Julián?
Tu nena se muere de pena y afán.

Gauna pensó que había cometido un error, ¿cómo le había sugerido ese tango al pobre Antúnez? El doctor no perdería la oportunidad de vejarlo. Casi con tedio, presintió las bromas. («Che, decínos francamente: ¿quién es tu lindo Julián?», etcétera.) Levantó los ojos, resignado. Valerga escuchaba con inocente beatitud; pero, al rato se incorporó y, con un leve ademán, indicó a Gauna que lo siguiera.

El canto se interrumpió.

– Se te acaba pronto la cuerda, por lo que veo -lo interpeló el doctor-. Si no cantás hasta que nosotros volvamos, te voy a sacar las ganas de hacerte el mozo gramófono. -Se dirigió a Gauna-: Por lo dulzón debería conchabarse de violinista de madamas.

Antúnez acometió Mi Noche Triste: los muchachos permanecieron donde estaban, en actitud de escuchar al cantor; Gauna, con vacilante aplomo, siguió a Valerga. Éste lo llevó al cuarto vecino; estaba amueblado con una mesita de pinotea, un ropero de madera rubia, barnizada, un catre cubierto con mantas grises, dos sillas con asiento de paja y -lo que entre esa austeridad parecía una inconsistencia, un lujo casi afeminado- un sillón de Viena. En medio de una pared descascarada colgaba, pequeña, redonda, con marco, sin vidrio, con rastros de moscas, una fotografía del doctor, tomada en su increíble juventud. Sobre la mesita de pinotea había una jarra, de vidrio azulado, con agua, un tarro de yerba Napoleón, una azucarera, un mate con virola de plata en la boca, una bombilla con adornos de oro y una cuchara de estaño.

El doctor se volvió hacia Gauna y poniéndole una mano en el hombro -lo que era un acto insólito, porque Valerga parecía tener una instintiva repugnancia de tocar a la gente- anunció:

– Ahora le haré ver, sin que usted chiste, unas cuantas pertenencias que yo muestro solamente a los amigos.

Abrió una caja de galletitas Bellas Artes, que sacó del ropero, y sobre la mesa volcó su contenido: tres o cuatro sobres llenos de fotografías y algunas cartas. Señalando con el índice las fotografías, dijo:

– Mientras las repasa, tomaremos unos verdes.

Sacó, también, del ropero, una pavita enlozada, la llenó con el agua de la jarra y la puso a calentar en un Primus. Gauna pensó con envidia que el de ellos era más chico.

Había un número considerable de fotografías del doctor. Algunas, con plantas en jarrones y con balaustres, firmadas por el fotógrafo y otras, menos compuestas, menos rígidas, que eran la obra fortuita de aficionados anónimos. Había, asimismo, gran abundancia de fotografías de viejos, de viejas, de nenes (vestidos y de pie o desnudos y acostados): personas, todas ellas, plenamente ignoradas por Gauna. En ocasiones, el doctor explicaba: «Un primo de mi padre», «mi tía Blanca», «mis padres, el día de las bodas de oro»; pero, en general, sometía los retratos al examen de Gauna, sin ofrecer más comentario que un silencio lleno de respeto y una mirada vigilante. Si alguna fotografía pasaba con rapidez al mazo de las ya estudiadas, aconsejaba en un tono en que se confundían la reconvención y el estímulo:

– Nadie te corre, muchacho. Así no vas a llegar a ninguna parte. Mirálas con calma.

Gauna estaba muy emocionado. No comprendía por qué Valerga le mostraba todo eso; comprendía, con aturdida gratitud, que su maestro y su modelo estaba honrándolo con una solemne prueba de aprecio y, tal vez aun, de amistad. Su espontáneo reconocimiento siempre hubiera sido conmovido y extremo, pero le parecía que esa noche alcanzaba una particular vehemencia, porque se imaginaba que él no era el de antes, no era el que Valerga creía conocer, no era un hombre con una sola lealtad. O tal vez lo fuera. Sí, estaba seguro de que no había cambiado; pero lo fundamental en ese momento era saber que para el exigente criterio del doctor habría cambiado.

Después matearon, Gauna sentado en una silla, el doctor en el sillón de Viena. Casi no hablaban. Si alguien de afuera los hubiera visto, habría pensado: padre e hijo. Así también lo sentía Gauna.

En el cuarto continuo, Antúnez acometía, por tercera vez, La Copa del Olvido.

Valerga observó:

– Hay que cerrarle el pico a ese ruidoso. Pero antes quiero mostrarte otra cosa.

Estuvo un rato hurgando en el ropero. Volvió con una palita de bronce y declaró:

– Con esta pala, el doctor Saponaro puso la mezcla a la piedra fundamental de la capilla de aquí a la vuelta.

Gauna tomó el objeto piadosamente y lo contempló maravillado. Antes de guardarlo, Valerga, con rápidas frotaciones de manga, restituyó el brillo a las partes del bronce en que el muchacho había aplicado sus dedos inexpertos y húmedos. Valerga sacó algo más de ese ropero inagotable: una guitarra. Cuando su joven amigo, con apremiada obsecuencia, trató de examinarla, Valerga lo apartó diciendo:

– Vamos al escritorio.

Antúnez, quizá con menos animación que otras veces, cantaba Mi Noche Triste. Blandiendo victoriosamente la guitarra, el doctor preguntó con voz atronadora y sorda:

– Pero díganme, ¿a quién se le ocurre ponerse a cantar en seco habiendo guitarra en la casa?

Todos, incluso Antúnez, recibieron la ocurrencia con sinceras carcajadas, estimuladas quizá por la intuición de que la tirantez había concluido. Por lo demás, bastaba mirar a Valerga para advertir su buen humor. Los muchachos, ya libres de temores, lloraban de risa.

– Ahora verán ustedes -anunció el doctor, apartando de un empujón a Antúnez y sentándose- lo que puede hacer con la guitarra este viejo.

Sonriendo, sin premura, empezó a templarla. De tarde en tarde, sus diestros y nerviosos rasguidos dejaban asomar una incipiente melodía. Entonces, con voz muy suave, canturreaba:

A la hueya, hueya,

la infeliz madre,

cebando mates,

si por las tardes.

Se interrumpía para comentar:

– Nada de tangos, muchachos. Queden para los malevos y los violinistas de madamas. -Añadiendo con voz más ronca-: O los matarifes de legumbres.

Con beatífica sonrisa, con amorosas manos, calmosamente, como si el tiempo no existiera, volvía a templar la guitarra. En estas partidas, que no lo cansaban, se entretuvo hasta pasada la medianoche. Había un sentimiento general de cordialidad, de amistosa y emotiva alegría. Antes de pedirles que se fueran, el doctor ordenó a Pegoraro que trajera de la cocina la cerveza y los vasos. Brindaron por la dicha de todos.

Habían bebido poco, pero tenían una exaltación que parecía propia de la embriaguez. Se alejaron juntos. Por las calles vacías resonaron los pasos, los cantos, los gritos. Ladró un perro, y un gallo, al que sin duda despertaron, extáticamente cacareó, trayendo a la noche un rapto de auroras y de lejanías agrestes. Primero, Antúnez se fue a su casa; después, Pegoraro y Maidana. Cuando se quedaron solos, Larsen aventuró la pregunta:

– Francamente, ¿no te parece que el doctor se encarnizó demasiado con Antúnez?

– Sí, hombre -contestó Gauna, sintiendo que era prodigioso cómo se entendía con Larsen-. Yo quería decirte lo mismo. ¿Y qué te parece lo de la guitarra?

– Es para morirse -Larsen declaró, temblando de risa-. ¿Cómo el pobre individuo podía adivinar que había una guitarra en la casa? ¿Vos lo sabías?

– Yo, no.

– Yo tampoco. Y no me digas que las bromas con la palabra seco no resultaron un poquito asquerosas.

Para reírse mejor, Gauna se apoyó en la pared. Conocía el prejuicio de Larsen contra las bromas sucias; no lo defendía, pero de algún modo simpatizaba con él. Además, le daba risa.

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