– No se me ha ocurrido nada más. Parecía tan excitado… Dijo que estaba tan preocupado que no podía dormir.
– ¿Preocupado por qué?
– Por mí.
– Mira -le digo, porque ya he empezado a escuchar en su voz la influencia de Curry-, ese tipo no sabe de qué habla.
– «Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma.» Eso es lo último que me ha dicho.
Siento deseos de arremeter contra Curry, pero me obligo a recordar que el hombre que ha dicho estas cosas es lo más parecido a un padre que tiene Paul.
– ¿Qué te ha dicho la detective? -pregunta Paul, cambiando de tema.
– Ha tratado de asustarme.
– ¿Pensaba lo mismo que Richard?
– Sí. ¿Han tratado de que lo admitieras?
– El decano ha llegado antes de que me pudieran hacer preguntas y me ha dicho que no respondiera a nada.
– ¿Qué harás ahora?
– Me ha aconsejado que busque un abogado.
Lo dice como si fuera más fácil encontrar un basilisco o un unicornio.
– Ya nos las arreglaremos -le digo. Cuando he terminado el papeleo del alta, nos dirigimos al exterior. Cerca de la entrada hay un agente de policía que nos mira cuando caminamos hacia él. Un viento frío nos envuelve en cuanto ponemos un pie fuera del edificio.
Emprendemos solos la breve caminata de vuelta al campus. Las calles están desiertas, el cielo se oscurece, y ahora una bicicleta pasa por la acera llevando un pedido a domicilio de una pizzería. El repartidor deja tras de sí un rastro de olores, una nube de almidón y vapor y al levantarse de nuevo el viento, que remueve la nieve como si fuera polvo, me suenan las tripas, recordatorio de que nos encontramos nuevamente en el mundo de los vivos.
– Acompáñame a la biblioteca -dice Paul al acercarnos a Nassau Street-. Quiero enseñarte algo.
Se detiene en el cruce. En el otro extremo del patio blanco está Nassau, y me viene a la cabeza la imagen de los pantalones aleteando en la cúpula, del badajo que no estaba allí.
– ¿Enseñarme qué?
Paul tiene las manos en los bolsillos y camina con la cabeza gacha, enfrentándose al viento. Atravesamos la puerta Fitz-Randolph sin mirar atrás. Dice la leyenda que puedes cruzar la puerta cuantas veces quieras para entrar al campus, pero si la cruzas para salir, aunque sólo sea una vez, nunca te graduarás.
– Vincent me decía que nunca confiara en los amigos -dice Paul-. Decía que los amigos eran inconstantes.
Un guía turístico cruza con su pequeño grupo frente a nosotros. Parecen un coro de villancicos. Nathaniel Fitz-Randolph donó los terrenos en los que se construyó Nassau, explica el guía. Está enterrado en el lugar que ahora ocupa el patio de Holder.
– Cuando ha estallado ese tubo, no he sabido qué hacer. No me he dado cuenta de que Charlie sólo había entrado en el túnel para ir a buscarme.
Cruzamos hacia East Pyne de camino a la biblioteca. A lo lejos se levantan los salones de mármol de las antiguas sociedades de debates. Whig, el club de James Madison, y Cliosophic, el de Aaron Burr. La voz del guía perdura en el aire una vez lo hemos dejado atrás. De repente tengo la sensación creciente de ser un visitante en este lugar, un turista, de que he caminado en la oscuridad de un túnel desde mi primer día en Princeton, al igual que lo hicimos por las entrañas de Holder, rodeados de tumbas.
– Luego he escuchado que ibas tras él. No te importaba qué hubiera allá abajo. Sólo sabías que Charlie estaba herido. -Paul me mira por primera vez-. Yo te oía pedir ayuda, pero no podía ver nada. No podía moverme, tenía demasiado miedo. Lo único que me pasaba por la cabeza era esto: ¿qué clase de amigo soy? Yo soy el amigo inconstante.
– Paul -le digo, parándome en seco-. No tienes por qué hacer esto.
Estamos en el patio de East Pyne, un edificio en forma de claustro. La nieve cae por el espacio abierto del centro. Mi padre ha vuelto a mi lado inesperadamente, como una sombra en las paredes, porque me doy cuenta de que él caminó por estos senderos antes de que yo naciera, y vio estos mismos edificios. Sigo sus pasos sin siquiera saberlo, porque ninguno de los dos ha dejado la más mínima impronta en este lugar.
Paul se da la vuelta cuando ve que me detengo, y durante un instante somos los únicos seres vivos entre estas paredes de piedra.
– Sí, sí que tengo -dice, volviéndose hacia mí-. Porque cuando te diga lo que he encontrado en el diario, todo lo demás va a parecer pequeño. Y no todo lo demás es pequeño.
– Sólo dime que es algo tan grande como lo que habíamos esperado.
Porque si así es, por lo menos la sombra que mi padre proyecta será una sombra larga.
Mira hacia delante, me dice la voz del fisioterapeuta. Siempre hacia delante. Pero ahora, igual que entonces, me veo rodeado de paredes.
– Sí -dice Paul, perfectamente consciente de lo que quiero decir-. Lo es.
Hay en su rostro una chispa que me transmite el significado de esas tres palabras, y de nuevo me siento golpeado, sacudido por la misma sensación que había esperado encontrar. Es como si mi padre hubiera atravesado un obstáculo inconcebible, como si hubiera regresado y logrado reivindicarse de un solo golpe.
Ignoro lo que me dirá Paul, pero la idea de que su revelación pueda ser más grande de lo que he imaginado es suficiente para hacerme sentir algo que ha estado ausente durante más tiempo del que hubiera creído. Me hace mirar hacia delante otra vez y ver frente a mí algo real, algo distinto de una pared. Me hace sentir esperanzado.
Capítulo 21
De camino a Firestone nos cruzamos con Carrie Shaw, una estudiante de tercero que reconozco por una clase de Literatura a la que fuimos juntos el año pasado. Carrie pasa frente a nosotros, nos saluda. Durante semanas, antes de que yo conociera a Katie, ella y yo intercambiamos miradas de un lado al otro de la mesa del seminario. Me pregunto cuánto habrá cambiado su vida desde entonces. Me pregunto si podrá ver cuánto ha cambiado la mía.
– Me parece tan accidental la forma en que me absorbió la Hypnerotomachia -dice Paul mientras seguimos hacia el este, hacia la biblioteca-. Todo fue tan indirecto, tan fortuito. Igual que le ocurrió a tu padre.
– Te refieres a lo de conocer a McBee.
– Y a Richard. ¿Qué habría pasado si ellos dos no se hubieran conocido? ¿Y si no hubieran ido juntos a esa clase? ¿Y si yo no hubiera cogido nunca el libro de tu padre?
– No estaríamos aquí.
Paul toma esto como un comentario informal, pero enseguida se da cuenta de lo que quiero decir. Sin Curry, sin McBee, sin El documento Belladonna, Paul y yo nunca nos habríamos conocido. Nos habríamos cruzado en el campus igual que nos acabamos de cruzar con Carrie, saludándonos, preguntándonos dónde nos hemos visto antes, pensando de manera distante: es una lástima que hayan pasado cuatro años y siga habiendo tantas caras desconocidas.
– A veces -dice- me pregunto: ¿por qué tuve que conocer a Vincent? ¿Por qué tuve que conocer a Bill? ¿Por qué siempre tengo que tomar el camino más largo para llegar a donde quiero?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Te has fijado en que tampoco las indicaciones del capitán de puerto van directamente al grano? Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Se mueven en un gran círculo. Uno casi acaba llegando al punto de partida.
Al final entiendo la conexión: la extensa curva de las circunstancias, la manera en que su viaje con la Hypnerotomachia ha serpenteado en el tiempo y en el espacio, a partir de los dos amigos de Princeton en la época de mi padre, llegando a los tres hombres en Nueva York, y ahora de vuelta a otros dos amigos en Princeton: todo se parece al extraño acertijo de Colonna, a las indicaciones que se curvan sobre sí mismas.
– ¿No crees que tiene sentido que fuera tu padre quien me inició en la Hypnerotomachia?-pregunta Paul.