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– Sabía que estarías aquí -le digo, frotándome las manos. Me acerco a ella, y su abrazo es cálido y grato.

– Déjame ver: hoy es el día en que nací y tú has venido como naciste -dice, mirándome de arriba abajo con ojos resplandecientes-. Por eso no me has llamado antes.

Mientras Katie nos invita a pasar, me doy cuenta de que Paul no le quita los ojos de encima a la cámara que lleva en la mano, una Pentax con un teleobjetivo casi tan largo como su brazo.

– ¿Y eso para qué es? -pregunta Gil cuando Katie se da la vuelta para poner la cámara sobre una estantería.

– Estoy tomando fotos para el Prince -dice-. A ver si esta vez me publican una.

Por eso no ha ido a correr. Durante todo el año, Katie ha intentado colocar una foto en la portada del Daily Princetonian, pero la jerarquía ha jugado en su contra. Ahora le ha dado vuelta al asunto: sólo los estudiantes de los primeros cursos tienen habitaciones en Holder, y desde la de Katie se puede ver todo el patio.

– ¿Y Charlie? -pregunta.

Gil se encoge de hombros mientras mira por la ventana.

– Allá abajo, jugando al pilla pilla con Will Clay.

Katie, sonriendo todavía, vuelve a fijarse en mí.

– ¿Cuánto tiempo te ha llevado planear esto?

Dudo un instante.

– Varios días -improvisa Gil cuando me revelo incapaz de explicarle que esta función no estaba pensada para ella-. Casi una semana.

– Muy impresionante -dice Katie-. Los hombres del tiempo sólo han sabido que nevaría esta mañana.

– Varias horas -corrige Gil-. Casi un día.

Los ojos de Katie no se despegan de mí.

– Déjame adivinar. Necesitas cambiarte de ropa.

– Los tres lo necesitamos.

Katie se dirige a su armario mientras dice:

– Debe de hacer un frío horrible allá afuera. Parece que ya os estaba empezando a hacer mella.

Paul la mira como si no diera crédito a sus oídos.

– ¿Puedo usar el teléfono? -dice tras recuperarse de la sorpresa.

Katie señala un inalámbrico que hay sobre la mesa. Yo cruzo la habitación, la estrecho contra mi cuerpo y la empujo al interior del armario. Katie trata de liberarse, pero la abrazo con más fuerza y caemos sobre las hileras de zapatos y los tacones se me clavan donde no deberían. Tardamos un rato en desenredarnos y me pongo de pie esperando las quejas de Paul y de Gil, pero su atención está en otra parte. Paul está en la esquina, hablando por teléfono en susurros, mientras Gil mira por la ventana. Al principio creo que busca a Charlie; enseguida veo al vigilante que surge de repente en su campo visual, hablando por walkie-talkie mientras se acerca al edificio.

– Oye, Katie -dice Gil-, que no vamos a una fiesta. Cualquier cosa nos sirve.

– Relájate -dice ella, que regresa portando varias perchas con ropa colgada. Nos muestra tres pares de pantalones de chándal, dos camisetas y una camisa de vestir azul que no encontraba desde marzo-. No puedo ofreceros nada mejor, no os esperaba.

Nos ponemos la ropa. De repente nos llega de la entrada el susurro de un walkie-talkie. La puerta exterior del edificio se cierra de un golpe.

Paul cuelga el teléfono.

– Tengo que ir a la biblioteca.

– Salid por detrás -dice Katie con voz acelerada-. Yo me encargo.

Mientras Gil le da las gracias por la ropa, la cojo de la mano.

– ¿Nos vemos luego? -me dice con una mirada evocadora. Se trata de una mirada que siempre acompaña con una sonrisa, porque Katie todavía no comprende que yo siga rindiéndome ante ella.

Gil gruñe y me arrastra del brazo hacia la puerta. Al salir del edificio escucho la voz de Katie llamando al vigilante.

– ¡Oficial! ¡Oficial! Necesito su ayuda…

Gil se da la vuelta. Mira fijamente hacia la habitación de Katie; cuando ve al vigilante aparecer en el marco de la ventana emplomada, su expresión se llena de alivio. Nos ponemos en camino en medio del viento cortante, y no pasa mucho tiempo antes de que Holder se desvanezca tras una cortina de nieve. El campus, cuando descendemos hacia Dod, está casi desierto, y los residuos del calor de los túneles parecen evaporarse entre las perlas de nieve que me resbalan por las mejillas. Paul se nos ha adelantado un poco; camina con más resolución que nosotros. En todo el trayecto no pronuncia una sola palabra.

Capítulo 4

Conocí a Paul gracias a un libro. Probablemente nos hubiéramos conocido de todas formas en la Biblioteca Firestone, o en un grupo de estudio, o en una de las clases de literatura que ambos seguimos el primer año, así que tal vez lo del libro no tenga nada de especial. Pero si se considera que éste en particular tenía más de quinientos años de antigüedad, y era además el mismo que mi padre había estado estudiando antes de morir, el acontecimiento parece más trascendental.

La Hypnerotomachia Poliphili, que en latín significa «La búsqueda del amor de Polifilo entre sueños», fue publicada alrededor de 1499 por un veneciano llamado Aldus Manutius. La Hypnerotomachia es una enciclopedia disfrazada de novela: una disertación sobre todo lo existente, desde la arquitectura hasta la zoología, escrita en un estilo que a una tortuga le parecería lento. Es el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que sueña y hace que Marcel Proust, que escribió el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que se come una magdalena, parezca Ernest Hemingway. Y me atrevería a sugerir que los lectores del Renacimiento opinaban lo mismo. La Hypnerotomachia fue un dinosaurio en su propia época. Aunque Aldus era el mayor impresor del momento, la Hypnerotomachia es un enredo de tramas y personajes que no tienen nada en común salvo su protagonista, un hombre arquetípico y alegórico llamado Polifilo. En líneas generales, el asunto es éste: Polifilo tiene un sueño extraño en el cual busca a la mujer que ama. Pero la forma en que está contado es tan complicada que incluso la mayoría de estudiosos del Renacimiento -esa gente que lee a Plotino en la parada del autobús- consideran que la Hypnerotomachia es dolorosa, tediosamente difícil.

La mayoría con excepción de mi padre, quiero decir. Él se movía entre los estudios históricos del Renacimiento a su aire y cuando la mayoría de sus colegas le dio la espalda a la Hypnerotomachia, él la puso en su punto de mira. Quien lo sedujo para la causa fue un profesor llamado McBee, que enseñaba historia europea en Princeton. McBee, que murió un año antes de que yo naciera, era un hombre menudo con orejas elefantiásicas y dientes diminutos, que debía todo su éxito a su personalidad efervescente y astuta percepción de las razones por las cuales la historia valía la pena. Su aspecto no era gran cosa, pero aquel hombrecillo estaba muy bien considerado en el mundo académico. Cada año, su conferencia de clausura sobre la muerte de Miguel Ángel llenaba el auditorio más grande del campus, y dejaba a los demás académicos con los ojos húmedos y el pañuelo en la mano. Pero sobre todo, McBee era el gran promotor del libro que todos sus colegas ignoraban. Creía que la Hypnerotomachia tenía algo especial, quizás algo de gran importancia, y convenció a sus estudiantes para que investigaran el verdadero significado del libro.

Uno de ellos investigó con más avidez de la que McBee había esperado. Mi padre era hijo de un librero de Ohio, y había llegado al campus un día después de cumplir los dieciocho años, casi cincuenta después de que F. Scott Fitzgerald pusiera de moda estudiar en Princeton y ser del Medio Oeste. Pero mucho había cambiado desde entonces. La universidad se estaba deshaciendo de su pasado de club campestre, y, de acuerdo con el espíritu de la época, comenzaba a repudiar sus tradiciones. Los estudiantes de la promoción de mi padre fueron los últimos obligados a ir a misa los domingos. El año después de su partida, llegaron al campus las primeras mujeres. WPRB, la emisora de radio de la universidad, les dio la bienvenida al son del Aleluya de Handel. A mi padre le gustaba decir que nada describía el espíritu de su juventud mejor que el ensayo «¿Qué es la ilustración?», de Emmanuel Kant. Kant, para él, era una especie de Bob Dylan de 1790.

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