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– ¿Y por qué no funciona? -pregunté, al tiempo que me miraba el reloj.

– No lo sé. No funciona como clave.

– Porque no existe en los humanos -dijo Charlie.

– ¿Qué quieres decir?

Charlie levantó la cara y dio un último mordisco a su manzana.

– Galeno sólo diseccionó animales. La rete mirabile la encontró en un buey, o en una oveja.

La expresión de Paul se apagó.

– También armó un lío con la anatomía cardiaca -continuó Charlie.

– ¿No hay septum? -dijo Paul, como si supiera a qué se refería Charlie.

– Sí que hay. Pero no tiene poros.

– ¿Qué es el septum? -pregunté.

– La pared de tejido entre las dos mitades del corazón. -Charlie se acercó al libro de Paul y pasó las páginas hasta encontrar un diagrama del sistema circulatorio-. Galeno se equivocó de cabo a rabo. Dijo que había en el septum unos hoyos pequeñitos por los que la sangre pasaba de una cámara a la otra.

– ¿Y no los hay?

– No -ladró Paul, que parecía haber trabajado en todo esto más tiempo del que yo creía-. Pero Mondino cometió el mismo error acerca del septum. Lo descubrieron Vesalio y Serveto, pero eso no ocurrió hasta mediados del siglo dieciséis. Leonardo siguió a Galeno. Harvey no describió el sistema circulatorio hasta el siglo diecisiete. Este acertijo es de finales del quince, Charlie. Tiene que ser la rete mirabile o el septum. Nadie sabía que el aire se mezclaba con la sangre en los pulmones. Charlie soltó una risita.

– Nadie en Occidente. Los árabes lo averiguaron doscientos años antes de que tu amigo escribiera este librito.

Paul comenzó a buscar entre sus papeles. Creí que el asunto quedaba cerrado, y me di la vuelta para salir.

– Tengo que irme. Os veo más tarde, chicos.

Pero justo cuando me dirigía a la puerta, Paul encontró lo que había estado buscando: el latín que había traducido semanas atrás, el texto del tercer mensaje de Colonna.

– El médico árabe -dijo-, ¿no se llamaría Ibn al-Nafis?

– El mismo -asintió Charlie.

Paul estaba emocionado.

– Francesco debió de recibir el texto de Andrea Alpago.

– ¿De quién?

– El hombre que menciona en el mensaje. «Discípulo del venerable Ibn al-Nafis.» -Antes de que cualquiera de nosotros pudiera hablar, Paul había comenzado a hablar solo-. ¿Cómo se dice pulmón en latín? ¿Pulmo?

Me encaminé hacia la puerta.

– ¿No te esperas para ver lo que dice?

– Tengo que ver a Katie en diez minutos.

– Sólo tardaré quince. Tal vez media hora.

Creo que fue justo en ese momento cuando se dio cuenta de cómo habían cambiado las cosas.

– Os veré por la mañana -dije.

Charlie, que lo entendía todo, sonrió y me deseó buena suerte.

Fue una noche especial para Paul, me parece. Se dio cuenta de que me había perdido definitivamente. También intuyó que no importaba cuál fuera el mensaje final de Colonna: era imposible que contuviera el secreto entero de aquel hombre, tan poco había sido revelado en las primeras cuatro partes. La segunda mitad de la Hypnerotomachia que, según habíamos asumido siempre, no era más que relleno, debía contener en realidad más textos cifrados. Y el poco consuelo que Paul recibió de los conocimientos médicos de Charlie se disipó rápidamente, cuando vio el mensaje de Colonna y se dio cuenta de que tenía razón.

Temo por ti, lector, como temo por mí mismo. Como has percibido hasta ahora, ha sido mi intención desde el comienzo de este texto revelarte mis secretos, sin importar cuan profundamente los envolviera en sus cifras. He deseado que encuentres lo que buscas, y he actuado para ti como guía.

Ahora, sin embargo, encuentro que no tengo fe suficiente en mi propia creación para continuar de este modo. Quizá no estoy en capacidad de juzgar la verdadera dificultad de los acertijos aquí contenidos, aun si sus creadores me aseguran que sólo un verdadero filósofo logrará resolverlos. Quizá también estos sabios envidian mi secreto, y me han engañado de manera que puedan robar después lo que por derecho nos pertenece. Nuestro predicador es hombre en verdad astuto, y sus seguidores se encuentran por doquier; temo que envíe a sus soldados contra mí.

Es pues para defenderte, lector, que emprendo mi curso presente. Entre mis capítulos, allí donde te has acostumbrado a encontrar un acertijo, en adelante no encontrarás ninguno, y no habrá soluciones que puedan guiarte. Emplearé tan sólo mi Regla de Cuatro durante el viaje de Polifilo, pero no te ofreceré sugerencia alguna acerca de su naturaleza. Sólo tu intelecto te guiará de ahora en adelante. Que Dios y el genio, amigo mío, te lleven por el buen camino.

Sólo la confianza en sí mismo impidió que Paul sintiese su propio abandono hasta que hubieron transcurrido varios días. Yo lo había abandonado; Colonna lo había abandonado; ahora, navegaba solo. Trató, al principio, de volver a involucrarme en el proceso. Juntos habíamos resuelto tantas cosas que le pareció egoísta permitir que me ausentase en el último minuto. Estábamos tan cerca de lograrlo, pensó; nos quedaba tan poco por hacer.

Pasó una semana, y luego otra. Mi relación con Katie empezaba de nuevo: volví a aprenderla; la amaba sólo a ella. Tanto había sucedido en las semanas que habíamos pasado separados, que mis intentos por ponerme al día me absorbían totalmente. Alternábamos las comidas entre el Cloister y el Ivy. Ella tenía nuevos amigos; ambos teníamos nuevos hábitos. Empecé a interesarme en sus asuntos familiares. Sentía que estaba deseosa de contarme cosas, y que lo haría cuando hubiera recuperado por completo la confianza en mí.

Todo lo que Paul había aprendido a través de los acertijos de Colonna, mientras tanto, comenzó a fallarle. Como un cuerpo cuyas funciones comienzan lentamente a decaer, la Hypnerotomachia se resistía a las medicinas más fiables. La Regla del Cuatro era esquiva; Colonna no había dado indicación alguna de su origen. Charlie, el héroe del quinto acertijo, pasó algunas noches en vela acompañando a Paul y preocupado por el efecto de mi partida. Nunca me pidió ayuda, sabedor de lo que el libro me había hecho antes, pero era evidente que se movía alrededor de Paul como un médico que vigila a un paciente cuya salud, se teme, empeora gravemente. Le sobrevenía una cierta oscuridad -el corazón roto de un amante libresco- y Paul era impotente frente a ella. Sufriría, sin mi ayuda, hasta el fin de la Semana Santa.

Capítulo 19

En el camino de vuelta a Dod, barajo las fotografías del Princeton Battlefield. Foto tras foto he sorprendido a Katie en pleno movimiento, corriendo hacia mí con el pelo flotando en el aire y la boca medio abierta, con las palabras atrapadas en el registro de la experiencia que la cámara es incapaz de capturar. La alegría de estas fotos consiste en el placer de imaginar su voz en ellas. Dentro de doce horas la veré en el Ivy; la llevaré al baile que ha estado esperando casi desde que nos conocimos, y sé lo que quiere que le diga. Que he tomado una decisión y soy capaz de cumplirla; que he aprendido la lección. Que no regresaré a la Hypnerotomachia.

Cuando llego a la habitación, esperando encontrar a Paul en su escritorio, su litera sigue vacía, y ahora los libros de su tocador han desaparecido. Pegada con celo a la parte superior del marco de la puerta hay una nota redactada en letras grandes y rojas: Tom,

¿Dónde estás? He vuelto para buscarte. ¡He resuelto 4S-10E-2N-6O! Voy a buscar un topógrafo en Firestone, luego a McCosh. Vincent dice tener el plano. 10.15.

P.

Leo el mensaje de nuevo, tratando de hacer encajar las piezas. El sótano de McCosh Hall es donde está el despacho de Taft. Pero la última línea me deja paralizado: Vincent dice tener el plano. Levanto el teléfono y llamo a la sede de los servicios médicos. Charlie se pone al teléfono en cuestión de segundos.

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