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Nos apresuramos a través del pasillo hacia las oscuras escaleras del sótano cuando una bocanada de aire frío llega desde arriba. Dos oficiales del campus han llegado al pie de la escalera, encima de nosotros.

– ¡Quédense donde están! -grita uno de ellos a través de la estrecha escalera.

Nos paramos en seco.

– ¡Policía del campus! ¡No se muevan!

Paul mira por encima de mi hombro hacia el extremo

Un momento después llego al umbral del armario. La alcantarilla es pura oscuridad, de manera que doy un salto al vacío. Cuando toco tierra, la adrenalina atraviesa mis venas, viva como un relámpago, y el dolor de la caída se desvanece antes de expandirse. Me obligo a levantarme. Charlie gime a lo lejos, y al hacerlo me conduce a donde está, mientras los vigilantes gritan desde arriba. Uno de los agentes tiene la sensatez de percatarse de lo que ha pasado.

– Llamaremos una ambulancia -grita al interior del túnel-. ¿Me oyen?

Me muevo a través de una niebla densa como la sopa. El calor se hace más intenso, pero sólo puedo pensar en Charlie. El silbido del tubo ahoga los demás sonidos a intervalos regulares.

Los gemidos de Charlie se han vuelto más claros. Avanzo intentando llegar hasta él, y al final, tras una curva de los tubos, lo encuentro. Está doblado sobre sí mismo, inmóvil. Tiene la ropa destrozada y el pelo pegado a la cabeza. Desde lejos, mientras mis ojos se ajustan a la luz, alcanzo a ver un hoyo abierto en un tubo del tamaño de un barril que hay cerca del suelo.

– Hum -gime Charlie.

No le entiendo.

– Hum…

Me doy cuenta de que trata de decir mi nombre.

Tiene el pecho empapado. El vapor lo ha golpeado en pleno estómago.

– ¿Puedes ponerte en pie? -pregunto, tratando de poner su brazo alrededor de mi hombro.

– Hum… -murmura, y enseguida pierde el conocimiento.

Aprieto los dientes y trato de levantarlo, pero es como tratar de mover una montaña.

– Vamos, Charlie -le ruego, levantándolo un poco-. No te desmayes.

Pero intuyo que a cada segundo me escucha menos. Su peso es más mortecino.

– ¡Socorro! -Gritó al vacío- ¡Ayúdenme!

Tiene la camisa hecha jirones en el lugar en el que ha recibido el impacto del vapor y la piel empapada. A duras penas lo oigo respirar.

– Mmm… -gorjea, tratando de enroscar un dedo alrededor de mi mano.

Lo cojo por los hombros y lo sacudo de nuevo. Al final oigo pasos. Un rayo de luz penetra la niebla y logro ver a un médico -dos, en realidad- apresurándose hacia mí.

Un segundo después están tan cerca que puedo distinguir sus rostros. Pero cuando los rayos de luz de las linternas pasan sobre el cuerpo de Charlie, uno de ellos dice:

– Dios mío.

– ¿Está herido? -me dice el otro, dándome pequeñas palmadas en el pecho.

Lo miro fijamente, pero no puedo entender lo que dice. Enseguida, cuando miro el círculo de mi estómago iluminado por la linterna, lo entiendo todo. El agua que cubría el pecho de Charlie no era agua. Estoy cubierto con su sangre.

Ambos enfermeros están con él, tratan de reanimarlo. Un tercero llega y trata de moverme, pero lo rechazo para quedarme junto a Charlie. Lentamente siento que me desvanezco. En medio de la oscuridad y del calor, comienzo a perder la noción de la realidad. Un par de manos me conducen fuera del túnel, y veo a los dos agentes, acompañados ahora de otros dos policías: todos observan mientras el equipo de enfermeros me saca a la superficie.

Lo último que recuerdo es la expresión del rostro del vigilante que me observa surgir de la oscuridad, ensangrentado desde la cara hasta la punta de los dedos. Al principio parece aliviado de verme salir a trompicones del desastre. Enseguida su expresión cambia, y el alivio desaparece de sus ojos cuando se da cuenta de que la sangre no es mía

Capítulo 20

Recobro el conocimiento en una cama del Centro Médico Princeton varias horas después del accidente. Paul está sentado a mi lado, contento de verme despertar, y afuera hay un policía. Alguien me ha cambiado la ropa y me ha metido en una bata de papel que cruje como un pañal cuando me siento en la cama. Tengo sangre debajo de las uñas, negra como la tierra, y hay en el aire un olor familiar, algo que recuerdo de mi pasado hospitalario. El olor de la enfermedad limpiada con desinfectante. El olor de la medicina.

– ¿Tom? -dice Paul.

Me yergo para darle la cara, pero una punzada de dolor me recorre el brazo.

– Con cuidado -dice, inclinándose-. El doctor dice que te has hecho daño en el hombro.

Ahora, a medida que recupero la conciencia, siento el dolor bajo el vendaje.

– ¿Qué os ha pasado allá abajo? -le pregunto.

– Ha sido estúpido. Una simple reacción. Después de la explosión del tubo, no he podido volver con Charlie. Todo el vapor venía hacia mí. He regresado por la salida más cercana y la policía me ha traído aquí.

– ¿Dónde está Charlie?

– En urgencias. No dejan que lo vea nadie.

Su voz se ha vuelto llana. Tras frotarse un ojo, echa una mirada por la puerta. Una vieja pasa en su silla de ruedas, ágil como un niño en un cochecito. El policía la observa, pero no sonríe. En el suelo hay un pequeño triángulo amarillo que dice cuidado: superficie resbaladiza.

– ¿Está bien?

Paul mantiene la mirada en la puerta.

– No lo sé. Will ha dicho que estaba justo enfrente del tubo roto cuando lo han encontrado.

– ¿Will?

– Will Clay, el amigo de Charlie. -Paul pone una mano sobre la barandilla de la cama-. Es él quien te ha sacado.

Trato de recordarlo, pero no veo más que siluetas en los túneles, iluminadas en los bordes por las linternas.

– Charlie y él cambiaron de turno cuando decidisteis ir a buscarme -añade Paul.

Hay una gran tristeza en su voz. Cree que todo esto es culpa suya.

– ¿Quieres que llame a Katie?

Le indico que no. Antes quiero estar más consciente.

– La llamaré después -digo.

La anciana pasa por segunda vez, y ahora veo la escayola de su pierna izquierda, entre la rodilla y los dedos de los pies. Está despeinada y lleva los pantalones arremangados por encima de la rodilla, pero en sus ojos hay un brillo leve, y al pasar le muestra al agente una sonrisa desafiante, como si hubiera quebrado la ley en lugar de haberse quebrado un hueso. Charlie me dijo una vez que a los pacientes geriátricos les gusta sufrir una caída pequeña o una enfermedad menor de vez en cuando. Perder una batalla les recuerda que aún están ganando la guerra. Y de repente me golpea la ausencia de Charlie, el vacío existente donde tendría que estar su voz.

– Debe haber perdido mucha sangre -digo.

Paul se mira las manos. En el silencio, oigo a alguien que respira con dificultad al otro lado de la mampara que separa mi cama de la siguiente. En ese momento una doctora entra en la habitación. El agente le toca el codo de la bata blanca; cuando la doctora se detiene, los dos intercambian frases en voz baja.

– ¿Thomas? -dice, acercándose a la cama con una carpeta y el ceño fruncido.

– ¿Sí?

– Soy la doctora Jansen. -Se dirige al lado opuesto de la cama para examinarme el brazo-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. ¿Cómo está Charlie?

Me palpa el hombro levemente, lo suficiente para hacerme reaccionar.

– No lo sé. Ha estado en urgencias desde su llegada.

No tengo la cabeza lo bastante clara para saber qué puede significar el hecho de que reconozca a Charlie por su nombre de pila.

– ¿Se pondrá bien?

– Es demasiado pronto -dice, sin levantar la mirada.

– ¿Cuándo podremos verlo? -pregunta Paul.

– Cada cosa a su tiempo -dice ella, poniendo una mano entre mi espalda y la almohada, y luego levantándome-. ¿Duele?

– No.

– ¿Y esto?

Me pone dos dedos sobre la clavícula.

– No.

La presión de los dedos continúa en mi espalda, mi codo, mi muñeca, mi cabeza. La doctora hace uso del estetoscopio, por si acaso, y finalmente se sienta. Los médicos son como la gente que hace apuestas: siempre andan buscando la combinación correcta. Los pacientes son como las máquinas tragaperras: si les tuerces el brazo lo suficiente, acaban dando el premio gordo.

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