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Llega la ambulancia. Las puertas traseras se abren, dos enfermeros bajan, ponen al hombre en una camilla y aseguran su cuerpo con correas. Hay movimientos bruscos y espectadores que entran y salen de mi vista. Cuando las puertas se han cerrado, veo claramente la huella que el cuerpo ha dejado al caer. El trozo de losa tiene algo indecoroso, como un rasguño en la piel de una princesa de cuento. Comienzo a ver más claramente lo que en el momento del impacto he tomado por una salpicadura de barro. El negro es rojo; el barro es sangre. Arriba, en el despacho, todo está oscuro.

La ambulancia se aleja, y sus luces y sirenas se apagan a medida que avanza hacia Nassau Street. Vuelvo a mirar la huella, deforme como la silueta quebrada de un ángel sobre la nieve. El viento silba y me cruzo de brazos para protegerme. Sólo cuando la multitud del patio empieza a dispersarse me percato de que Charlie no está. Se ha ido con la ambulancia, y un silencio desagradable se produce allí donde yo esperaba encontrar su voz.

Los estudiantes abandonan el patio lentamente, entre voces sofocadas.

– Espero que esté bien -dice Gil, poniéndome una mano en el hombro. Durante un segundo creo que se refiere a Charlie-. Vamos a casa. Te llevo.

Agradezco la calidez de su mano, pero me quedo allí, mirando absorto. Vuelvo a ver al hombre cayendo y estrellándose contra el suelo. La secuencia se fragmenta, y escucho cómo estalla el cristal y luego el disparo.

Se me revuelve el estómago.

– Vamos -dice Gil-. Larguémonos de aquí.

El viento se levanta de nuevo y entonces acepto. Katie ha desaparecido en medio de la confusión de la ambulancia, y una amiga suya me dice que ha vuelto a Holder con sus compañeras de cuarto. Decido llamarla cuando llegue.

Gil me pone una mano amable en la espalda y me conduce al Saab, que espera bajo la nieve, cerca de la entrada del auditorio. Siguiendo su instinto infalible para hacer siempre lo mejor, Gil pone la calefacción a la temperatura adecuada, ajusta el volumen de una vieja balada de Frank Sinatra hasta que el viento no es más que un recuerdo, y emprende el camino hacia el campus con un breve acelerón que me confirma nuestra impunidad frente a los elementos. A nuestra espalda, todo se funde gradualmente con la nieve.

– ¿Qué crees que ha sucedido allá arriba? -pregunta en voz baja cuando estamos ya en camino.

– Ha sonado como un disparo.

– Charlie ha dicho que había alguien más arriba.

– ¿Y qué hacía?

– No estoy seguro.

– Me ha parecido ver que trataba de salir -le digo.

Gil tiene el rostro lívido.

– Nunca había visto nada semejante. ¿Crees que ha sido un accidente?

– No me lo ha parecido.

– ¿Has reconocido a la persona que ha caído?

– No he podido ver nada.

– ¿Crees que ha sido…? -Gil se acomoda en su asiento.

– ¿Que ha sido quién?

– ¿Crees que deberíamos llamar a Paul y asegurarnos de que está bien?

Gil me pasa su móvil, pero no hay cobertura.

– Seguro que está bien -dice.

– Seguro que sí -digo yo, jugueteando con el aparato.

Nos quedamos así, en el silencio del interior del coche, durante unos minutos, intentando alejar de nuestras mentes esa posibilidad. Al final, Gil desvía la conversación hacia otro tema.

– Cuéntame de tu viaje -dice. A principios de semana, fui a Columbus para celebrar la entrega de mi tesina-. ¿Cómo te ha ido en casa?

Logramos mantener una conversación fragmentaria, saltando de tema en tema, intentando sobreponernos a la corriente de nuestros pensamientos. Le cuento las últimas noticias de mis hermanas mayores -una veterinaria; la otra, a punto de comenzar un doctorado en empresariales- y Gil me pregunta por mi madre, cuyo aniversario acaba de recordar. Me dice que, a pesar del tiempo que ha dedicado a planear el baile, se las arregló para terminar su tesina mientras yo no estaba, pocos días antes de la fecha de entrega impuesta por el departamento de Economía. Poco a poco llegamos a preguntarnos en voz alta en qué facultad de medicina habrán aceptado a Charlie e intentamos adivinar adonde tiene intención de ir, puesto que acerca de estos asuntos Charlie guarda un silencio modesto, incluso con nosotros.

Nos dirigimos al sur. En la oscuridad de la noche, los dormitorios parecen estar acuclillados a ambos lados de la calle. La noticia de lo ocurrido en la capilla debe de estar propagándose por el campus, porque no hay peatones y los únicos coches que vemos, aparte del nuestro, duermen silenciosamente sobre el arcén. El trayecto hacia el aparcamiento, a un kilómetro de Dod, me parece casi tan largo como el lento camino a pie. A Paul no se le ve por ningún lado.

Capítulo 12

Entre los estudiosos de Frankenstein, hay un viejo dicho según el cual el monstruo es una metáfora de la novela. Mary Shelley, que tenía diecinueve años cuando empezó a escribirla, alentó esa interpretación al llamarla su «horrorosa progenie», como si fuera un ser muerto con vida propia. Teniendo en cuenta que Mary Shelley perdió un hijo a los diecisiete y causó la muerte de su madre al nacer, puede pensarse que sabía de qué estaba hablando.

Durante un tiempo pensé que Mary Shelley era lo único que mi tesina tenía en común con la de Paul. Mary hacía una hermosa pareja con Francesco Colonna (que según algunos académicos tenía apenas catorce cuando escribió la Hypnerotomachia): dos adolescentes más sabios de lo que su edad sugería. Antes de que conociera a Katie, Mary y Francesco eran para mí amantes contrariados, igualmente jóvenes, pero en épocas distintas. Para Paul, obligado a enfrentarse de igual a igual con los eruditos de la generación de mi padre, eran un emblema del poder de la juventud contra la obstinada inercia de la edad.

Paradójicamente, fue al sostener que Francesco Colonna era un hombre de edad, no un joven, cuando Paul logró su primer gran progreso con la Hypnerotomachia. Había llegado a la clase de Taft como un simple novato y el ogro alcanzó a oler en él la influencia de mi padre. Aunque sostuviera que había abandonado el estudio del libro, Taft se mostró muy dispuesto a demostrarle a Paul la insensatez de las teorías de mi padre. Todavía se inclinaba por la hipótesis de un Colonna veneciano, y a partir de ella explicó la prueba más fuerte que había a favor del Pretendiente.

La Hypnerotomachia fue publicada en 1499, dijo Taft, cuando el Colonna romano tenía cuarenta y dos años de edad. Hasta ahí, ningún problema. Pero la última página de la historia, que compuso el propio Colonna, afirma que el libro fue escrito en 1467, cuando el Francesco de mi padre habría tenido tan sólo catorce años. Por muy improbable que fuera la posibilidad de que el autor de la Hypnerotomachia fuera un monje criminal, la de que lo fuera un adolescente era francamente imposible.

Y así, como el rey canoso que inventaba nuevos trabajos para el joven Hércules, Taft dejó la carga de la prueba en manos de Paul. Hasta que su nuevo protegido pudiera sacarse de encima el problema de la edad de Colonna, Taft se negaría a asesorar cualquier investigación que tuviera como premisa la autoría del romano.

La manera en que Paul se negó a doblegarse bajo la lógica de esos datos desafía toda explicación. El reto de Taft lo inspiró, pero también lo hizo el propio Taft: aunque Paul rechazara la rígida interpretación que hacía aquel hombre de la Hypnerotomachia, decidió ser igual de implacable con sus fuentes. Si mi padre se había permitido seguir su intuición e inspiración, investigando sobre todo en lugares exóticos como monasterios y bibliotecas papales, Paul adoptó los métodos de Taft, mucho más exhaustivos. Ningún libro era demasiado humilde; ningún lugar, demasiado aburrido. Empezó a registrar el sistema bibliotecario de Princeton de arriba a abajo. Y lentamente, su antigua concepción de los libros, como la concepción del agua que tiene un niño que ha pasado toda su vida junto a una laguna, quedó destronada por aquel repentino encuentro con el océano. El día en que entró a la universidad, su colección de libros contaba con poco menos de seiscientos ejemplares. La de Princeton, que sólo en la Biblioteca Firestone incluía más de ochenta kilómetros de estanterías, contaba con más de seis millones.

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