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Y aunque la historia de los dos mensajeros pasaría final-mente al olvido, permanece más allá de toda duda. El lacayo cumplió con su deber. Sea cual fuere, el secreto de su señor nunca salió de San Lorenzo. La mañana siguiente al asesinato de Rodrigo y Donato, mientras los basureros amontonaban tripas e inmundicias en sus carretillas, nadie prestó demasiada atención a la muerte de aquellos hombres. El lento progreso que transforma la belleza en podredumbre y la podredumbre en belleza siguió su curso y, como los dientes de la serpiente que Cadmo sembró, la sangre del mal regó tierras romanas y produjo renacimientos. Pasarían quinientos años antes de que alguien descubriera la verdad. Cuando esos cinco siglos hubieron pasado, y la muerte hubo encontrado un nuevo par de mensajeros, yo estaba terminando mi último año de universidad en Princeton.

Capítulo 1

El tiempo es una cosa extraña. Pesa más sobre quienes menos lo tienen. Nada es más leve que ser joven y llevar el mundo a las espaldas; la sensación de lo posible es tan seductora que tienes la certeza de que podrías dedicarte a algo más importante que estudiar para un examen.

Ahora puedo verme en la noche en que todo empezó. Estoy en la residencia de estudiantes, acostado en el viejo sofá rojo de nuestra habitación, luchando con Pavlov y sus perros en mi libro de Introducción a la Psicología y preguntándome por qué no habré hecho las asignaturas de ciencias durante el primer año, como todo el mundo. Frente a mí, sobre la mesa, hay dos cartas; cada una ellas contiene una idea de lo que podré hacer el año que viene. Ha caído la noche del Viernes Santo; abril es frío en Princeton, Nueva Jersey, y ahora, a tan solo un mes de terminar la universidad, nada me distingue de los demás estudiantes de la promoción de 1999: me cuesta dejar de pensar en el futuro.

Charlie está sentado en el suelo, junto a la nevera, jugando con el Shakespeare Magnético que alguien dejó en nuestra habitación la semana pasada. La novela de Fitzgerald que debería estar leyendo para su trabajo final de Literatura 151w está en el suelo, abierta de par en par, con el lomo quebrado como una mariposa pisoteada, y Charlie está formando y volviendo a formar frases con los imanes que llevan las palabras de Shakespeare. Si se le pregunta por qué no está leyendo a Fitzgerald, gruñirá y responderá que no tiene sentido hacerlo. Para él, la literatura no es más que un juego de trileros para hombres cultos, un truco de cartas para universitarios: las apariencias siempre engañan. Para una mente científica como la de Charlie, no hay perversidad mayor. En otoño, Charlie empezará los estudios de Medicina y, sin embargo, los demás seguimos obligados a oírlo hablar del Aprobado que sacó en marzo pasado en el parcial de Literatura.

Gil nos echa una mirada y sonríe. Ha estado fingiendo que estudia para un examen de Economía, pero están dando Desayuno con diamantes y Gil es aficionado a las películas viejas, especialmente a las de Audrey Hepburn. El consejo que le dio a Charlie fue muy simple: si no quieres leer el libro, alquila la película. Nadie se enterará. Acaso tenga razón, pero para Charlie hay algo deshonesto en ello, y de todas formas hacerlo le impediría quejarse de la gran estafa que es la literatura; de manera que en vez de Daisy Buchanan estamos viendo, una vez más, a Holly Golightly.

Me inclino y reorganizo algunas de las palabras de Charlie hasta formar, en la parte superior de la nevera, la frase suspender o no suspender: ésa es la cuestión. Charlie levanta la cara para lanzarme una mirada de desaprobación. Sentado en el suelo, Charlie es casi tan alto como yo en el sofá. Cuando se pone a mi lado, parece un Otelo atiborrado de esteroides: un negro de noventa y cinco kilos que roza el techo con sus dos metros de estatura. Yo, en cambio, mido un metro setenta con zapatos. A Charlie le gusta llamarnos Gigante Rojo y Enano Blanco, porque una gigante roja es una estrella desproporcionadamente grande y brillante, mientras que una enana blanca es una pequeña y apagada. Tengo que recordarle que Napoleón medía menos de uno sesenta, aunque es cierto, como dice Paul, que al convertir los pies franceses al sistema inglés resulta que el Emperador era un poco más alto.

Paul es el único de nosotros que no está presente en la habitación. Desapareció esta mañana y nadie lo ha visto desde entonces. Durante el último mes, nuestra relación se ha enfriado un poco y con la presión académica que ha recibido últimamente ha preferido irse a estudiar al Ivy, el club restaurante del cual son miembros Gil y él. Ahora mismo Paul está enfrascado en su tesina de fin de carrera, que todos los alumnos de Princeton deben escribir para poder graduarse. Charlie, Gil y yo estaríamos haciendo lo mismo si no fuera porque la fecha de entrega impuesta por nuestros departamentos ya ha pasado.

Charlie identificó una nueva interacción proteínica en ciertas vías de señales neuronales; Gil investigó algo relacionado con las ramificaciones del impuesto sobre la renta. Yo entregué mi trabajo a última hora, entre solicitudes y entrevistas, y estoy seguro de que el mundo de los estudios sobre Frankenstein no ha cambiado en lo más mínimo desde entonces.

La tesina de fin de carrera es una institución que casi todo el mundo desprecia. Los ex alumnos hablan de ella con nostalgia, como si no pudieran recordar nada más placentero que escribir un trabajo de cien páginas mientras asisten a clases y deciden su futuro profesional. Pero lo cierto es que es una tarea miserable en la que te tienes que dejar la piel. Es una introducción a la vida adulta, según nos dijo una vez un profesor de Sociología, con esa forma molesta que tienen los profesores de dar lecciones una vez ha terminado la lección: un peso tan grande que no hay manera de quitárselo de encima. «Cuestión de responsabilidad -dijo-. Pruébenlo, a ver qué les parece.» Poco importaba que lo único que él estuviera probando, para ver qué le parecía, fuera una hermosa estudiante llamada Kim Silverman cuya tesina dirigía. Era cuestión de responsabilidad. Sí, me parece que estoy de acuerdo con lo que dijo Charlie en aquel momento. Si Kim Silverman es el tipo de cosas que un adulto no puede quitarse de encima, cuenten conmigo. Si no es así, correré el riesgo de seguir siendo joven.

Paul será el último de nosotros en terminar la tesina, y no hay duda de que la suya será la mejor del grupo. En realidad, la suya puede ser la mejor tesina de toda la promoción, tanto en el departamento de Historia como en los demás. Ésta es la magia de su inteligencia: nunca he conocido a nadie más paciente que Paul. Y frente a su paciencia los problemas simplemente se dan por vencidos. «Contar cien millones de estrellas -me dijo una vez-, a un ritmo de una por segundo, parece una labor que nadie podría realizar en el transcurso de una vida.» En realidad, llevaría sólo tres años. La clave está en concentrarse, en tener voluntad para no distraerse. Ése es su don: intuye todo lo que una persona puede hacer si lo hace lentamente.

Tal vez por eso todos esperan tanto de su tesina: saben cuántas estrellas podría contar Paul en tres años, pero él ha trabajado en la tesina de final de carrera casi cuatro. Mientras que al estudiante medio se le ocurre un tema de investigación en el primer semestre del último curso y logra terminarlo en primavera, Paul ha estado dándole vueltas a su tema desde primero. Pocos meses después de comenzar el primer curso, decidió concentrarse en un raro texto renacentista titulado Hypnerotomachia Poliphili, un nombre laberíntico que sé pronunciar porque mi padre se dedicó a estudiarlo durante la mayor parte de su carrera como historiador del Renacimiento. Tres años y medio más tarde y a menos de veinticuatro horas de la fecha de entrega, Paul ha recogido material suficiente para poner a salivar al más exigente programa de estudios de postgrado.

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