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Charlie, incapaz de ver adonde puede conducir todo aquello, o simplemente inmune a las imágenes tras los horrores que ha visto con el equipo de ambulancias, se da la vuelta hacia mí.

– ¿Y qué quería Stein? -pregunta.

En la pantalla aparece la imagen oscura de un hombre desnudo (salvo por un taparrabos) a quien obligan a acostarse sobre una superficie de metal. Debajo de él han encendido un fuego.

– San Lorenzo -continúa Taft, tan familiarizado con los detalles que no necesita recurrir a ningún apunte-. Sufrió el martirio en el 258. Fue quemado vivo sobre unas parrillas.

– Ha encontrado un libro que Paul necesita para su tesina -digo.

Charlie señala el atado que Paul lleva en la mano.

– Debe ser importante -dice.

Me quedo esperando una agudeza, un recordatorio de la forma en que Stein interrumpió nuestro juego, pero Charlie ha hablado con respeto. Tanto él como Gil siguen equivocándose cinco de cada diez veces al pronunciar el título de la Hypnerotomachia, pero Charlie, al menos, sabe lo duro que Paul ha trabajado, cuánto significa esta investigación para él.

Taft aprieta de nuevo un botón detrás del atril y aparece una imagen aun más extraña. Un hombre yace sobre un tablón de madera con un hoyo en el costado de su abdomen. Dos hombres, uno a cada lado del cuerpo, van sacando del hoyo una cuerda y la enrollan sobre un asador.

– San Erasmo -dice Taft-. También conocido como Elmo. Fue torturado por el emperador Diocleciano. Aunque lo azotaron con látigos y palos, sobrevivió. Aunque lo cubrieron de alquitrán y le prendieron fuego, sobrevivió. Después de ser encarcelado, escapó. Fue capturado de nuevo y le obligaron a sentarse en una silla de hierro candente. Finalmente lo mataron abriéndole el estómago y enrollando sus intestinos en un cabestrante.

Gil se gira hacia mí.

– Esto es toda una novedad.

Una cara de la última fila se gira para pedirnos que nos callemos, pero al ver a Charlie parece pensárselo dos veces.

– Los vigilantes ni siquiera quisieron escuchar lo del mosquitero -le dice Charlie a Gil en susurros, aún buscando conversación.

Gil vuelve a fijarse en el escenario. No está dispuesto a volver al tema.

– San Pedro -continúa Taft-, por Miguel Ángel, alrededor de 1550. Pedro sufrió el martirio en la época de Nerón; fue crucificado cabeza abajo a petición propia. Era demasiado humilde para ser crucificado como Cristo.

Sobre el escenario, la profesora Henderson parece incómoda, y se toquetea nerviosamente un lunar de la manga. Sin ningún hilo argumental que conecte una diapositiva con la siguiente, la presentación de Taft comienza a parecer menos una conferencia que el espectáculo voyeurista de un sádico. El acostumbrado murmullo que suele haber en el auditorio de los Viernes Santos se ha transformado en un silencio excitado.

– Oye -dice Gil, llamando a Paul con un golpecito en la manga-, ¿Taft siempre habla de esto?

Paul asiente.

– Es un poco raro, ¿no? -susurra Charlie.

Los dos, que han pasado mucho tiempo alejados de la vida académica de Paul, se dan cuenta de ello por primera vez.

Paul asiente de nuevo, pero no dice nada.

– Y así llegamos -dice Taft- al Renacimiento. Hogar del hombre que adoptó el lenguaje de la violencia que he tratado de transmitiros. Lo que quiero compartir con vosotros esta noche no es una historia que ese hombre creara con su muerte, sino una parte de la misteriosa historia que creó mientras vivió. El hombre era un aristócrata de Roma llamado Francesco Colonna. Escribió uno de los libros más extraños jamás impresos: la Hypnerotomachia Poliphili.

Los ojos de Paul -las pupilas dilatadas en la oscuridad- están fijos en Taft.

– ¿De Roma? -susurro.

Paul me mira, incrédulo. Antes de que pueda contestarme, sin embargo, hay un escándalo detrás de nosotros, en la entrada del auditorio. Una discusión repentina y violenta ha estallado entre la chica de la puerta y un hombre corpulento que todavía está en la sombra. Sus voces inundan la sala de conferencias.

Para mi sorpresa, cuando el hombre se asoma a la luz, lo reconozco de inmediato.

Capítulo 10

Mientras siguen las airadas protestas de la rubia de la puerta, Richard Curry entra en el auditorio. Docenas de cabezas se giran en la parte posterior de la sala. La mirada de Curry recorre la audiencia y enseguida se dirige al escenario.

– Este libro -continúa Taft al fondo, totalmente ajeno a la conmoción- es quizás el más grande misterio de la impresión occidental.

De todas partes surgen miradas incómodas que escrutan al intruso. El aspecto de Curry es desordenado: la corbata suelta, la americana en la mano, la mirada dislocada en sus ojos. Paul comienza a abrirse paso a través de una pequeña multitud de estudiantes.

– Fue publicado por la imprenta más famosa de toda la Italia renacentista, pero incluso la identidad de su autor sigue debatiéndose fuertemente.

– ¿Qué hace ese tipo? -susurra Charlie.

Gil sacude la cabeza.

– ¿No es Richard Curry?

Ahora Paul está en la fila posterior, tratando de llamar la atención de Curry.

– Muchos lo consideran no sólo el libro más malinterpretado del mundo, sino también, acaso superado sólo por la Biblia de Gutenberg, el más valioso.

Paul se detiene junto al hombre. Le pone una mano sobre la espalda, casi con cautela, y le dice algo en voz baja, pero el viejo niega.

– He venido -dice Curry, en voz tan alta que la gente de la primera fila se da la vuelta para echar un vistazo- para dar mi opinión.

Taft ha dejado de hablar. Todos los espectadores miran al extraño. Curry se pasa una mano por el pelo. Mirando desafiante a Taft, vuelve a hablar.

– ¿El lenguaje de la violencia? -Dice con voz aguda y desconocida-. Yo ya he escuchado esta conferencia. Hace treinta años, Vincent, cuando me tenías por un espectador. -Se gira hacia el público y abre los brazos, dirigiéndose a todos los presentes-. ¿Os ha hablado de san Lorenzo? ¿De san Quintín? ¿De san Elmo y el cabrestante? ¿Es que no ha cambiado nada desde hace treinta años, Vincent?

Los murmullos recorren la sala de butacas a medida que la gente conoce la burla de Curry. En una esquina, alguien ríe.

– Este hombre, amigos míos -dice Curry, señalando el escenario-, es un pirata. Un estúpido y un ladrón. -Se gira para concentrarse en Taft-. Hasta un charlatán puede engañar dos veces a la misma persona, Vincent. Pero ¿tú? Tú te aprovechas de los inocentes. -Se lleva los dedos a la boca y da un beso-. Bravissimo, il Fraudolento! -Con los brazos levantados, anima al público a que se ponga de pie-. Por favor, amigos míos, una ovación. Tres hurras por san Vicente, santo patrón de los ladrones.

Taft se enfrenta a la intrusión con tono forzado.

– ¿Por qué has venido, Richard?

– ¿Se conocen? -susurra Charlie.

Paul intenta distraer a Curry diciéndole que se detenga, pero Curry continúa.

– ¿Por qué has venido tú, viejo? ¿Qué es todo esto, un montaje o una conferencia erudita? ¿Qué robarás esta vez, ahora que el libro del capitán se te ha ido de las manos?

Ante esto, Taft se inclina hacia delante y grita:

– No sigas. Pero ¿qué haces?

Pero a Curry se le escapa la voz como un espíritu exorcizado.

– ¿Dónde has puesto el pedazo de cuero del diario, Vincent? Dímelo y me iré. Podrás seguir adelante con esta farsa.

Las sombras de la sala de conferencias se reflejan angustiosamente en el rostro de Curry. Al fin, la profesora Henderson se incorpora de un salto y ruge:

– ¡Que alguien llame a los de Seguridad!

Un vigilante llega a tener a Curry al alcance de la mano, pero Taft le hace la señal de que se aleje. Ha recuperado el dominio de sí mismo.

– No -gruñe el ogro-. Dejad que se marche. Se irá solo, ¿no es así, Richard? ¿Antes de que se te lleven a rastras?

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