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Ahora que Gil, Paul y yo nos acercamos al patio que hay entre la capilla de la universidad y la sala de conferencias, una extraña imagen nos da la bienvenida. Más de una docena de carpas se levantan sobre la nieve y debajo de cada una de ellas hay una larga mesa de comida. Comprendo inmediatamente lo que esto significa; es sólo que no lo puedo creer. Los organizadores de la conferencia se proponen servir el refrigerio al aire libre.

Como en una comida campestre antes del huracán, las mesas están totalmente desiertas. Bajo las carpas, la tierra dispareja está cubierta de barro y matas de hierba. La nieve se mete por los bordes y el intenso viento sacude los manteles blancos anclados gracias a los grandes dispensadores de lo que pronto será chocolate caliente o café, y bandejas cubiertas de galletas y petit-fours envueltos en capullos de plástico. En el silencioso patio, la imagen resulta peculiar, como una ciudad extinguida de repente por una catástrofe, como una Pompeya de cartón piedra.

– ¿Están de broma? -dice Gil mientras aparcamos. Salimos del coche y se dirige a la sala de conferencias, deteniéndose para revisar los postes que sostienen la carpa más cercana. Toda la estructura se sacude-. Esperad a que Charlie vea esto.

Como si lo hubieran llamado, Charlie aparece en la puerta de la sala de conferencias. Por alguna razón está preparándose para irse.

– Hola, Chuck -le digo al acercarnos, señalando el patio-. ¿Qué te parece todo esto?

Pero Charlie tiene otras cosas en mente.

– ¿Cómo querías que entrara al auditorio? -Le dice bruscamente a Gil-. Tú y tus idiotas han puesto a no sé qué chica en la entrada, y se niega a dejarme pasar.

Gil abre la puerta para que entremos los demás. Sabe que Charlie, con ese «idiotas», se refiere a los miembros de Ivy. En su calidad de copresidentes del grupo cristiano más importantes del campus, tres miembros del club son las encargadas de coordinar las ceremonias de Semana Santa.

– Cálmate -dice Gil-. Han pensado que los de Cottage tratarían de preparar alguna broma. Sólo intentan cortar el problema de raíz.

Charlie se coge de forma bastante expresiva.

– ¿Sí? Pues he estado a punto de enseñarles la raíz de este problema.

– Muy bonito -digo, dirigiéndome, con los zapatos ya empapados, a la calidez de la sala de conferencias-. ¿Podemos entrar?

En el descansillo, una estudiante con el pelo rubio teñido y bronceado de esquiadora está sentada detrás de una mesa larga, y ya ha comenzado a llevarse las manos a la cabeza. Pero todo cambia cuando Gil sube la escalera, detrás de nosotros.

La estudiante mira tímidamente a Charlie.

– No sabía que estuvieras con Gil… -empieza.

Del interior nos llega la voz de la profesora Henderson, del departamento de Literatura Comparada, que presenta a Taft a la audiencia.

– Olvídalo -dice Charlie, pasando frente a la mesa y dirigiéndose a la entrada. Los demás lo seguimos.

El auditorio está completamente lleno. A lo largo de las paredes y junto a la entrada, en la parte posterior del salón, los que no pudieron encontrar lugar permanecen de pie. Veo a Katie en una de las últimas filas junto a otras dos alumnas del Ivy, pero antes de que pueda llamarle la atención Gil me empuja hacia delante, buscando un lugar donde quepamos los cuatro. Se lleva un dedo a los labios y señala el escenario. Taft camina hacia el podio.

La conferencia del Viernes Santo es una tradición muy arraigada en Princeton, la primera de las tres celebraciones de Pascua que se han convertido en acontecimientos ineludibles en la vida social de muchos estudiantes, sean cristianos o no. Dice la leyenda que estas celebraciones fueron inauguradas en la primavera de 1758 por Jonathan Edwards, el fogoso clérigo de Nueva Inglaterra que en sus ratos libres hacía de tercer presidente de Princeton. La noche del Viernes Santo, Edwards pronunciaba un sermón frente a los estudiantes, seguido de una cena religiosa la noche del sábado y una misa a medianoche, justo al empezar el Domingo de Pascua. De alguna manera, estos rituales han pervivido hasta el día de hoy, gracias a esa inmunidad al tiempo y a la fortuna que la universidad, como un viejo pozo de brea, confiere a cualquier cosa que involuntariamente caiga en ella y muera.

Una de esas cosas fue el mismo Jonathan Edwards. Poco después de su llegada a Princeton, Edwards recibió una potente inoculación contra la viruela, y el resultado fue que en cuestión de tres meses el viejo había muerto. A pesar del hecho de que probablemente Edwards era un hombre demasiado débil para inventar las ceremonias que se le han atribuido, las autoridades de la universidad recrean las tres, año tras año, en lo que eufemísticamente ha dado en llamarse «un contexto moderno».

Sospecho que Jonathan Edwards nunca tuvo muy alta opinión de los eufemismos ni de los contextos modernos. Considerando que su más famosa metáfora de la vida humana incluía una araña balanceándose sobre el infierno, colgada allí por un Dios iracundo, cada primavera el viejo debe revolverse en la tumba. El sermón del Viernes Santo ya no es más que una conferencia pronunciada por un miembro de la Facultad de Humanidades en la que lo único que se menciona menos veces que Dios es el infierno. La cena religiosa, que era austera y calvinista en su concepción original, es ahora un banquete en el más bello de los comedores estudiantiles. Y la misa de medianoche, que en otra época seguramente hacía temblar las paredes, es ahora una celebración aconfesional de la fe, en la cual ni siquiera ateos y agnósticos se sienten fuera de lugar. Tal vez por eso, a las festividades de Pascua asisten estudiantes de todas las extracciones posibles, y todos parten después alegremente, con sus expectativas confirmadas y sus sensibilidades respetadas.

Taft está en el podio, gordo y desaliñado como siempre. Al verlo pienso en Procusto, el mitológico bandolero que torturaba a sus víctimas estirándolas sobre una cama si eran demasiado bajitas o cortándolas si eran demasiado altas. Cada vez que lo veo pienso en lo contrahecho que es, en que su cabeza es demasiado grande y su tripa demasiado redonda, en que la grasa le cuelga de los brazos como si le hubieran arrancado la carne de los huesos. Aun así, el papel que Taft asume sobre el escenario tiene cierta cualidad operística. Vestido con su camisa blanca y arrugada y su raído abrigo de tweed, Taft es más imponente de lo que su aspecto haría pensar, un cerebro que presiona desde dentro y amenaza con reventar las costuras. La profesora Henderson se acerca a él, tratando de ajustar el micrófono sobre su solapa, y Taft se queda quieto, como un cocodrilo cuando un pájaro le limpia los dientes. Éste es el gigante que le sirve las lentejas a Paul. Al recordar la historia de Epp Lang y el perro, el estómago se me revuelve de nuevo.

Cuando encontramos un espacio en la parte posterior del auditorio, Taft ha empezado a hablar, y de inmediato se desmarca de las habituales bobadas de Viernes Santo. Ha traído una presentación de diapositivas, y sobre la blanca y ancha pantalla de proyección aparece una serie de imágenes, cada una más terrible que la anterior. Santos torturados. Mártires asesinados. Taft está diciendo que es más fácil dar la fe que la vida, pero más difícil de quitar. Ha traído ejemplos para probar lo que dice.

– San Denis -dice su voz, latiendo a través de los altavoces colocados encima del escenario-, fue sometido al martirio de la decapitación. Según la leyenda, su cuerpo se levantó y se llevó consigo su propia cabeza.

Sobre el atril aparece la pintura de un hombre ciego con la cabeza sobre un tajo. El verdugo blande un hacha enorme.

– San Quintín -continúa, avanzando a la imagen siguiente-. Pintado por Jacob Jordaens, 1650. Fue llevado al potro de tortura y luego azotado. Rogó a Dios que le diera fuerza, y sobrevivió, pero después fue llevado a juicio por brujería. Volvió al potro, volvió a ser azotado, y le perforaron la piel con cables de hierro de los hombros a los muslos. Le clavaron clavos de hierro en los dedos, en el cráneo, en el cuerpo. Al final, fue decapitado.

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