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– ¿Es eso? -dice Paul débilmente.

Sin embargo, cuando Taft lo abre y le entrega algo a Paul, se trata sólo de una página con el membrete del Instituto, mecanografiada y fechada hace dos semanas.

– Quiero que conozcas el estado de las cosas -dice Taft-. Lee.

Cuando me doy cuenta del efecto que el papel tiene sobre Paul, me inclino para leerlo también.

Estimado Meadows:

De conformidad con nuestra conversación del 12 de marzo relacionada con Paul Harris, le envío la información solicitada. Como sabe, el señor Harris ha solicitado varias prórrogas del día de entrega, y ha sido altamente reservado en lo concerniente al contenido de su trabajo. Sólo la semana pasada, cuando presentó, por insistencia mía, un informe final de sus progresos, comprendí la razón. Por favor encuentre adjunta una copia de mi artículo de próxima publicación, «El misterio desvelado: Francesco Colonna y la Hypnerotomachia Poliphili», programado tentativamente para la edición de otoño de la Renaissance Quarterly. También adjunto una copia del informe del señor Harris para efectos de comparación. Por favor contácteme en caso de cualquier duda. Atentamente,

Prof. Vincent Taft

Nos quedamos sin habla.

El ogro se vuelve hacia nosotros.

– He trabajado treinta años en esto -dice, con una extraña serenidad en la voz-. Y ahora los resultados ni siquiera llevan mi nombre. Nunca me has agradecido nada, Paul. Ni cuando te presenté a Steven Gelbman. Ni cuando recibiste acceso especial a la sala de Libros Raros y Antiguos, ni cuando te concedí múltiples prórrogas para tu inútil trabajo. Nunca.

Paul está demasiado sorprendido para responder.

– No aceptaré que me quites esto -continúa Taft-. He esperado demasiado tiempo.

– Tienen mis otros informes -tartamudea Paul-. Tienen los registros de Bill.

– Nunca han visto ninguno de tus informes -dice Taft, abriendo un cajón y sacando un fajo de impresos-. Y mucho menos los registros de Bill.

– Sabrán que no es tuyo. No has publicado nada sobre Francesco en veinticinco años. Ya ni siquiera trabajas en la Hypnerotomachia.

Taft se acaricia la barba.

– La Renaissance Quarterly ha visto tres borradores preliminares de mi artículo. Y he recibido varias llamadas felicitándome por mi conferencia de anoche.

Recordando las fechas de las cartas de Stein, me doy cuenta de que el plan se remonta a hace mucho tiempo, a meses de sospechas entre Stein y Taft sobre quién robaría primero la investigación de Paul.

– Pero él ya ha llegado a algunas conclusiones -digo cuando veo que Paul no parece percatarse de ello-. No le ha hablado a nadie de ellas.

Espero que Taft reaccione de mala manera, pero parece divertido.

– ¿Conclusiones tan pronto, Paul? -dice-. ¿A qué podemos atribuir este repentino éxito?

Taft sabe lo del diario.

– Dejaste que Bill lo encontrara -dice Paul.

– Pero tú todavía no sabes lo que Paul ha encontrado -insisto.

– Y tú -dice Taft, volviéndose hacia mí- eres tan iluso como tu padre. Si un chico puede resolver el significado del diario, ¿crees que yo no puedo?

Paul está aturdido. Sus ojos dan vueltas por la habitación.

– Para mi padre, usted no era más que un imbécil -digo.

– Tu padre se murió esperando que una Musa le susurrara al oído -ríe Taft-. La erudición es rigor, no inspiración. Nunca quiso escucharme y sufrió las consecuencias.

– Él tenía razón sobre el libro. Tú estabas equivocado.

El odio baila en sus ojos.

– Sé muy bien lo que hizo, niño. No estés tan orgulloso.

Miro a Paul, sin entender, pero él ha dado varios pasos hacia la estantería.

Taft se inclina hacia mí.

– Pero ¿cómo juzgarlo? Había fracasado, caído en desgracia… El rechazo de su libro fue el coup de grace.

Me doy la vuelta, estupefacto.

– Y lo hizo con su propio hijo en el coche -continúa Taft-. Qué significativo.

– Fue un accidente… -digo.

Taft sonríe, y en su sonrisa hay mil dientes.

Doy un paso hacia él. Charlie me pone una mano en el pecho, pero me la sacudo de encima. Lentamente, Taft se levanta de su silla.

– Fue culpa tuya -digo, vagamente consciente de estar gritándole.

La mano de Charlie está de nuevo sobre mí, pero me aparto, caminando hacia delante hasta que la esquina de la mesa me roza la cicatriz de la pierna.

Taft rodea el escritorio y se pone a mi alcance.

– Te está provocando, Tom -dice Paul en voz baja desde el otro extremo de la habitación.

– No, se lo hizo él solo -dice Taft.

Y lo último que recuerdo, antes de empujarlo con todas mis fuerzas, es la sonrisa de su rostro. Taft cae -se desploma sobre su propio peso- y en el suelo de la habitación resuena un trueno. Todo parece escindirse: las voces que gritan, las imágenes que se hacen borrosas, y en ese momento las manos de Charlie están de nuevo tirando de mí.

– Vamos -dice. Trato de zafarme, pero Charlie es más fuerte. -Vamos -le repite a Paul, que sigue mirando a Taft, que está tirado en el suelo.

Pero es demasiado tarde. Taft se levanta, tambaleante, y avanza hacia mí.

– No te acerques -dice Charlie, extendiendo una mano en dirección a Taft.

Taft me mira fijamente desde el otro extremo del brazo de Charlie. Paul, ajeno a ellos, mira alrededor de la habitación, buscando algo. Finalmente, Taft recobra la cordura y coge el teléfono.

Un golpe de terror se registra en el rostro de Charlie.

– Vámonos -dice, dando un paso atrás-. Ahora.

Taft pulsa tres números, tres números que Charlie ha visto demasiado a menudo para no reconocerlos.

– Policía -dice, mirándome a los ojos-. Vengan de inmediato, por favor. Me están atacando en mi despacho.

Charlie me empuja hacia fuera.

– Vamos -dice.

En ese momento, Paul se lanza hacia la caja abierta y saca todo lo que queda en su interior. Luego empieza a sacar papeles y libros de las estanterías, arrancando sujetalibros, dándole la vuelta a todo lo que encuentra a su paso.

Cuando tiene en su mano una pila de papeles de Taft, retrocede y sale disparado por la puerta, sin ni siquiera mirarnos a Charlie o a mí.

Lo perseguimos. El último sonido que sale del despacho es el de Taft al teléfono, anunciando nuestros nombres a la policía. Su voz sale por la puerta y hace eco en el pasillo opuesto del pasillo, aferrado a los papeles que lleva en la mano izquierda.

– Obedece -le dice Charlie.

Pero sé bien lo que ha llamado la atención de Paul. Hay un armario de conserje. Y dentro, una de las entradas a los túneles.

– No es seguro -dice Charlie en voz baja, poniéndose delante de Paul para impedir que siga corriendo-. Están construyen…

Los vigilantes interpretan el movimiento como un intento de huida y uno baja la escalera a toda velocidad mientras Paul se dirige a la puerta.

– ¡Deténganse! -grita el vigilante-. ¡No entren allí!

Pero Paul ya está en la entrada, abriendo de un tirón el panel de madera. Luego, desaparece.

Charlie no lo duda. Antes de que cualquiera de los policías se dé cuenta, se adelanta y se dirige con rapidez hacia la puerta. Oigo un golpe seco cuando Charlie salta al suelo del túnel, tratando de detener a Paul.

Enseguida su voz, gritando el nombre de Paul, hace un eco que me llega desde abajo.

– ¡Salgan! -ruge el vigilante, pero su voz no hace más que empujarme hacia delante.

El agente se inclina hacia dentro y vuelve a llamar, pero sólo hay silencio.

– Llámalo… -comienza a decir el primero, pero entonces un ruido atronador sube rugiendo desde los túneles, y la caldera, junto a nosotros, comienza a silbar. De inmediato me doy cuenta de lo que ha ocurrido: un tubo de vapor ha estallado. Y en ese instante oigo a Charlie gritar

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