– ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Qué está pasando?
– Me ha llamado Will Clay. Me ha dicho lo que ha ocurrido. ¿Cómo está tu hombro?
– Bien. ¿Ha dicho algo de Charlie?
– Un poco.
– ¿Está bien?
– Mejor de lo que estaba al llegar.
Hay algo en su forma de decirlo.
– ¿Qué pasa? -pregunto.
– Nada -dice Gil finalmente-. ¿Han hablado contigo los polis?
– Sí. También con Paul. ¿Lo has visto allá fuera?
– Está en la sala de espera. Richard Curry está con él.
Intento salir de la cama.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
Gil se encoge de hombros mientras mira la comida.
– ¿Necesitas ayuda?
– ¿Para qué?
– Para vestirte.
No estoy seguro de que esté bromeando.
– Creo que me las puedo arreglar.
Gil sonríe mientras yo lucho por sacarme de encima la bata de hospital.
– Vamos a ver a Charlie -digo, acostumbrándome poco a poco a estar de pie.
Pero Gil vacila.
– ¿Qué pasa? -digo.
Hay una curiosa expresión en su rostro, avergonzada y llena de furia al mismo tiempo.
– Anoche tuvimos una pelea muy fuerte, Tom.
– Lo sé.
– Quiero decir, después de que tú y Paul os fuerais. Le dije algunas cosas que no debería haberle dicho.
Recuerdo lo limpia que estaba la habitación esta mañana. Por eso Charlie no ha dormido.
– No importa -digo-. Vamos a verlo.
– No creo que él quiera verme ahora mismo.
– Claro que sí.
Gil se pasa un dedo por la nariz y luego dice:
– De todas formas, los médicos no quieren que lo molesten. Volveré más tarde.
Se saca las llaves del bolsillo. Hay algo triste en su mirada. Finalmente, pone una mano sobre el pomo de la puerta.
– Llámame al Ivy si necesitas algo -dice. La puerta se abre, girando calladamente sobre sus goznes, y Gil sale al pasillo.
El agente se ha ido, e incluso la anciana de la silla de ruedas ha desaparecido ya. Alguien se ha llevado el pequeño triángulo amarillo. Espero a que Gil mire hacia atrás, pero no lo hace. Antes de que pueda decirle otra palabra, ha doblado la esquina hacia la salida, y desaparece.
Una vez, Charlie me describió lo que las epidemias causaban en las relaciones humanas en siglos pasados, la forma en que las enfermedades llevaban a los hombres a evitar a los infectados y temer a los sanos, hasta tal punto que padres e hijos dejaban de sentarse en la misma mesa y las reglas de cortesía de la sociedad comenzaban a pudrirse. «Pero si estás solo no caes enfermo», le dije, simpatizando con aquellos que huían a las montañas. Luego Charlie me miró y en seis palabras me dio el mejor argumento que he oído jamás a favor de los médicos. Me parece que también puede aplicarse a las amistades. «Tal vez no -me dijo-. Pero tampoco mejoras.»
La sensación que tuve al ver a Gil marcharse -y que me hizo pensar en lo que Charlie había dicho- es la misma que tengo al entrar en la sala de espera y ver a Paul sentado y solo: ahora, todos nosotros estamos solos en este asunto, y todo puede empeorar. Allí, la figura de Paul es extraña: una silueta solitaria en una fila de sillas de plástico blanco, con la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo. Es una postura que siempre adopta cuando está hundido en pensamientos profundos: inclinado hacia delante con los dedos entrelazados sobre la nuca y ambos codos sobre las rodillas. Varias noches, más de las que puedo recordar, lo he encontrado, al despertar, sentado de esta forma frente a su escritorio, con un bolígrafo entre los dedos y una vieja lámpara arrojando un poco de luz sobre las páginas de su cuaderno.
Mi primer instinto, al pensar en eso, es preguntarle qué ha encontrado en el diario. Aun después de todo lo ocurrido, quiero saberlo; quiero ayudar; quiero recordarle la existencia de nuestra vieja camaradería, para que no se sienta solo. Pero viéndolo así doblado, luchando consigo mismo por una idea, recapacito. Tengo que recordar la disciplina de esclavo con que se dedicó a su tesina después de mi partida, recordar cuántas mañanas se sentó a desayunar con los ojos enrojecidos, cuántas noches le llevamos tazas de café solo del WaWa. Si alguien pudiera contar los sacrificios que ha hecho por el libro de Colonna, si alguien pudiera ponerles un número igual que un preso deja muescas en la pared, ese número eclipsaría por completo el mínimo esfuerzo que yo he añadido al balance. Hace meses, lo que Paul quería era camaradería, y me negué a dársela. Ahora sólo puedo ofrecerle mi compañía.
– Hola -digo en voz baja cuando llego a su lado.
– Tom… -dice, poniéndose de pie.
Tiene los ojos enrojecidos.
– ¿Estás bien? -pregunto.
Se pasa una manga por la cara.
– Sí. ¿Y tú?
– Estoy bien.
Me mira el brazo.
– Me pondré bien.
Antes de que pueda hablarle de Gil, un médico joven con barba recortada entra en la sala de espera.
– ¿Cómo está Charlie? -pregunta Paul.
Mientras miro al médico siento una especie de golpe fantasma, como si estuviera de pie en medio de la vía en el momento en que pasa el tren. Lleva guantes de color verde claro, el mismo color de las paredes del hospital en que hice la rehabilitación después del accidente. Es un color amargo, como de olivas mezcladas con limas. El fisioterapeuta me decía que dejara de mirar al suelo, que nunca volvería a aprender a caminar si no dejaba de mirarme los tornillos de la pierna. Mira hacia delante, decía. Siempre hacia delante. Así que me concentraba en el verde de las paredes.
– Su estado es estacionario -dice el hombre de los guantes verdes.
«Estacionario», pienso. Una palabra de médico. Yo estuve «estacionario» durante los dos días posteriores a la interrupción de la hemorragia de mi pierna. Sólo significaba que me estaba muriendo más despacio que antes.
– ¿Podemos verlo?
– No -dice el hombre-. Charlie está inconsciente todavía.
Paul vacila, como si «estacionario» e «inconsciente» fueran excluyentes.
– Pero ¿se pondrá bien?
El médico inventa una especie de mirada amable pero llena de certidumbre y dice:
– Creo que lo peor ya ha pasado.
Paul le sonríe débilmente. Prefiero no explicarle a Paul lo que eso quiere decir en realidad. En la sala de Urgencias están lavándose las manos y fregando los suelos, esperando que bajen otra camilla de la ambulancia. Para los médicos, lo peor ha pasado. Para Charlie, está apenas comenzando.
– Gracias a Dios -dice Paul casi para sí mismo.
Y viéndolo ahora, observando la manera en que el alivio le llena el rostro, me doy cuenta de algo. Nunca creí que Charlie pudiera morir a consecuencia de lo que ha ocurrido allá abajo. Nunca creí que eso fuera posible.
Mientras me doy de alta en el hospital, Paul no dice gran cosa, excepto algo acerca de la crueldad de lo que Taft me ha dicho en su despacho. Apenas si hay papeles que llenar, tan sólo hay que firmar uno o dos impresos y enseñar mi carnet del campus. Mientras me esfuerzo por escribir mi nombre con el brazo herido, intuyo que el decano ya ha estado aquí, ejerciendo su influencia. Me pregunto de nuevo qué le habrá dicho a la detective para lograr que nos dejen marcharnos.
En ese momento recuerdo lo que Gil me ha contado.
– ¿Ha venido Curry?
– Se ha ido justo antes de que salieras. No tenía buen aspecto.
– ¿Por qué no?
– Llevaba el mismo traje que anoche.
– ¿Sabía lo de Bill?
– Sí. Era casi como si pensara… -Paul deja la frase incompleta-. Me ha dicho: «Tú y yo nos entendemos, hijo mío».
– ¿Y eso qué significa?
– No lo sé. Creo que me estaba perdonando.
– ¿Perdonándote? ¿A ti?
– Me dijo que no me preocupara. Que todo iba a salir bien. No sé qué decir.
– ¿Cómo ha podido pensar que tú habías hecho algo semejante? ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho que no lo había hecho. -Paul vacila-. No sabía qué más decirle, así que le he explicado lo que encontré. – ¿En el diario?