– ¿Cuánto?
– Cincuenta millones de dólares.
Escupió de nuevo.
– ¿Para nosotros solos?
– Sí.
Volvió a cerrar los ojos. Por encima del ruido desgarrador del tiroteo, de minuto en minuto, el tren blindado disparaba.
Si los amigos de Liu se decidían, todavía habría que luchar; si no se decidían, el comunismo triunfaría, sin duda, en China. «He aquí uno de los instantes en que el destino del mundo cambia…», pensó Ferral, con un orgullo en el que había exaltación e indiferencia. No quitaba la mirada de su interlocutor. El viejo, con los ojos cerrados, parecía dormir; pero, sobre el dorso de sus manos, las venas azules, enmarañadas, temblaban como nervios. «Será preciso, también, un argumento individual», pensó Ferral.
– Chiang Kaishek -dijo- no puede dejar que se despoje a sus oficiales. Y los comunistas están decididos a asesinarlo. Lo sabe.
Se decía eso desde hacía algunos días; pero Ferral lo dudaba.
– ¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó Liu.
E inmediatamente, con un ojo cerrado y el otro abierto, astuto el derecho, vergonzoso el izquierdo:
– ¿Está usted seguro de que no tomará el dinero sin ejecutar sus promesas?
– También existe nuestro dinero, y no es de promesas de lo que se trata. No puede obrar de otro modo. Y, compréndame bien: no es porque usted lo pague por lo que debe destruir a los comunistas: porque debe destruir a los comunistas es por lo que usted le paga.
– Voy a reunir a mis amigos.
Ferral conocía la costumbre china y la influencia del que habla.
– ¿Cuál será su consejo?
– Chiang Kaishek puede ser combatido por la gente de Han-Kow. Allí hay doscientos mil obreros sin trabajo.
– Si no le ayudamos, lo será, seguramente.
– Cincuenta millones… Es… mucho…
Por fin miró de frente a Ferral.
– Menos de lo que usted se verá obligado a dar a un gobierno comunista.
El teléfono.
– El tren blindado está aislado -pronunció Ferral-. Aunque el gobierno quisiera enviar nuevas tropas del frente, ya no podría hacer nada.
Tendió la mano.
Liu se la estrechó y abandonó el aposento. Desde la alta ventana, cubierta de jirones de nubes, Ferral vio alejarse el auto, cubriendo por un momento el ruido del motor al de las descargas. Aunque resultase vencedor, el estado de sus empresas le obligaría quizá a solicitar la ayuda del gobierno francés, que rehusaba tan a menudo, que acababa de rehusar al Banco Industrial de China; pero ahora era de aquéllos a través de los cuales se jugaba la suerte de Shanghai. Todas las fuerzas económicas, casi todos los consulados hacían el mismo juego que él: Liu pagaría. El tren blindado continuaba disparando. Sí; por primera vez, había una organización del otro lado. Le hubiera gustado conocer a los hombres que la dirigían. Y mandarlos fusilar también.
La tarde de guerra se perdía en la noche. A ras del suelo se encendían las luces, y el río invisible llamaba hacia sí como siempre la poca vida que quedaba en la ciudad. Venía de Han-Kow, aquel río. Liu tenía razón, y Ferral lo sabía: allí estaba el peligro. Allí se formaba el ejército rojo. Allí, los comunistas dominaban. Desde que las tropas revolucionarias, como las máquinas quitanieves, rechazaban a los nordistas, toda la izquierda soñaba con aquella tierra prometida: la patria de la Revolución estaba en la sombra verdosa de aquellas fundiciones, de aquellos arsenales, aun antes de que los hubieran tomado; ahora, la poseían, y aquellos mercaderes miserables, que se perdían en la bruma pegajosa donde las linternas se hacían cada vez más numerosas, avanzaban en dirección al río, como si todos hubiesen llegado también de Han-Kow con sus fauces de derrota, como presagios expulsados hacia él por la noche amenazadora.
Las once. Desde la salida de Liu, antes y después de la comida, los jefes de guildas, los banqueros, los directores de las compañías de seguros y de transportes fluviales, los importadores y los jefes de las hilanderías. Todos dependían, en alguna medida, del grupo Ferral o de uno de los grupos extranjeros que habían unido su política a la del Consorcio Francoasiático: Ferral no contaba más que con Liu. Corazón viviente de la China, Shanghai palpitaba al paso de todo cuanto le hacía vivir; hasta de lo último de los campos -la mayor parte de los propietarios terratenientes dependían de los bancos-, los vasos sanguíneos confluían, como canales, hacia la capital donde se jugaba el destino chino. El tiroteo continuaba. Ahora, había que esperar.
Al lado, Valeria estaba acostada. Aunque era su querida desde hacía una semana, nunca había pretendido amarla: ella habría sonreído, con insolente complicidad. Tampoco ella le había dicho nada, por la misma razón, quizá. Los obstáculos de que estaba hecha su vida presente la lanzaban hacia el erotismo, no hacia el amor. Él sabía que ya no era joven, y se esforzaba por persuadirse de que su leyenda suplía a la juventud. Él era Ferral y conocía a las mujeres. A tal punto, en efecto, que no creía una palabra de cuanto se decía. Se acordaba de uno de sus amigos, inteligente, enfermizo, al que había envidiado sus queridas. Un día en que, a tal respecto, había interrogado a Valeria, ésta le había dicho: «No hay nada más atractivo en un hombre que la unión de la fuerza y la debilidad.» Persuadido de que ningún ser se explica simplemente por medio de su vida, retenía esta frase con mayor intensidad que todo cuanto ella le había confiado acerca de la suya.
Aquella gran modista rica no era venal (todavía, al menos). Afirmaba que el erotismo de muchas mujeres consistía en ponerse desnudas delante de un hombre escogido, y no actuaba plenamente más que una vez. ¿Pensaba en sí misma? Era aquélla, no obstante, la tercera vez que se acostaba con él. Ferral apreciaba en ella un orgullo semejante al suyo. «Los hombres tienen los viajes, y las mujeres tienen a sus amantes», había dicho Valeria la víspera. ¿Le gustaba, como a muchas mujeres, por el contraste entre su dureza y las atenciones que le prodigaba? No ignoraba que comprometía en aquel juego su orgullo -lo esencial de su vida-. No dejaba de haber peligro en una compañera que decía: «Ningún hombre puede hablar de las mujeres, querido, porque ningún hombre comprende que todo nuevo maquillaje, todo nuevo vestido y todo nuevo amante proponen una alma nueva…», con la sonrisa necesaria.
Entró en la habitación. Acostada, con los cabellos en el hueco del brazo, bien torneado, le contempló sonriendo.
La sonrisa le proporcionaba la vida, a la vez intensa y abandonada, que proporciona el placer. Durante el descanso, la expresión de Valeria era de tristeza tierna, y Ferral recordaba que la primera vez que la había visto había dicho que tenía un semblante turbio -el semblante que convenía a lo que sus ojos grises tenían de dulces-. Pero cuando la coquetería entraba en juego, la sonrisa que entreabría su boca en forma de arco, más en las comisuras que en el centro, armonizando de una manera imprevista con sus cabellos, cortos y ondulados a trozos, y con sus ojos, entonces menos tiernos, le daba, a pesar de la fina regularidad de sus facciones, la expresión compleja del gato en el abandono. A Ferral le gustaban los animales, como a todos aquellos cuyo orgullo es demasiado grande para acomodarse a los hombres; los gatos, sobre todo.
La besó. Ella tendió la boca. ¿Por sensualidad o por horror a la ternura? -se preguntaba él, mientras se desnudaba en el cuarto de baño-. La bombilla se había roto y los objetos del tocador aparecían rojizos, iluminados por los incendios. Miró por la ventana: en la avenida, una multitud en movimiento, millones de peces bajo el temblor de un agua negra; le pareció, de pronto, que el alma de aquella multitud la había abandonado, como el pensamiento a los durmientes que sueñan, y que ardían con una energía alegre en aquellas llamas abundantes que iluminaban los límites de los edificios.