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Estaba claro que había pedido el mismo favor a la policía internacional.

– Con mucho gusto -respondió Martial-. Envíeme al jefe de su policía. ¿Sigue siendo König?

– Sí. Dígame, señor director, ¿usted ha estudiado historia romana?

– Naturalmente.

«En la escuela nocturna», pensó Ferral.

El teléfono, de nuevo. Martial tomó el receptor.

– Los puentes están tomados -dijo, con calma-. Dentro de un cuarto de hora la insurrección ocupará la ciudad.

– Mi opinión -prosiguió el chino, como si no hubiera oído nada- es que la corrupción de las costumbres perdió al Imperio romano. ¿No cree usted que una organización técnica de la prostitución y una organización occidental como la de la policía podrían acabar con los jefes del Han-Kow, que no valen lo que valían los del Imperio romano?

– Es una idea… Pero no creo que sea aplicable. Habría que reflexionar mucho sobre eso…

– Los europeos no comprenden nunca a la China, sino por lo que se les asemeja.

Un silencio. Ferral se divertía. El chino intrigaba: aquella cabeza echada hacia atrás, casi desdeñosa, y, al mismo tiempo, aquella dificultad… «Han-Kow, sumergido bajo los trenes de prostitutas… -pensó-. Conoce a los comunistas. Y de que tenga un conocimiento exacto de la economía política, no cabe duda. ¡Asombroso!…» Acaso los soviets se preparasen en la ciudad, y aquél pensaba en las sagaces enseñanzas del Imperio romano. «Gisors tiene razón; siempre buscan los trucos.»

Otra vez el teléfono.

– Los cuarteles están bloqueados -dijo Martial-. Los refuerzos del gobierno no llegan más.

– ¿Y la estación del Norte? -preguntó Ferral.

– Todavía no ha sido tomada.

– ¿Pero el gobierno puede traer tropas del frente?

– Tal vez, señor -dijo el chino-; sus tropas y sus tanques se repliegan sobre Nankín. Puede enviarlas aquí. El tren blindado puede combatir todavía seriamente.

– Sí; alrededor del tren y de la estación, desde luego -pronunció Martial-. Todo cuanto se ha tomado está organizado poco a poco. Seguramente, la insurrección tiene cuadros rusos y europeos; los empleados revolucionarios de cada administración guían a los insurrectos. Hay un comité militar que lo dirige todo. La policía entera está ya desarmada. Los rojos tienen puntos de reunión, desde donde las tropas son dirigidas contra los cuarteles.

– Los chinos tienen un gran sentido de la organización -dijo el oficial.

– ¿Cómo está protegido Chiang Kaishek?

– Su auto siempre va precedido del de su guardia personal. Y nosotros tenemos nuestros indicadores.

Ferral comprendió, por fin, la razón de aquella actitud desdeñosa de la cabeza, que comenzaba a excitarle (al principio le parecía siempre que el oficial, por encima de la cabeza de Martial, miraba su boceto erótico): una nube en el ojo derecho obligaba al oficial a mirar de arriba abajo.

– No basta -respondió Martial-. Hay que arreglar eso. Lo mejor será cuanto antes. Ahora, tengo que salir volando: se trata de elegir el comité ejecutivo que tomará el gobierno en sus manos. Allí quizá pueda hacer algo. También se trata de la elección del prefecto, que no es poco…

Ferral y el oficial se quedaron solos.

– Entonces, señor -dijo el chino, con la cabeza hacia atrás-, ¿podemos, desde ahora, contar con usted?

– Liu-Ti-Yu espera -respondió.

Jefe de la asociación de los banqueros shanghayeses; presidente honorario de la Cámara de Comercio china; aliado con todos los jefes de guildas, aquél podía obrar en aquella ciudad china que, sin duda, comenzaban a ocupar las secciones insurrectas mejor aún que Ferral las concesiones. El oficial se inclinó y se despidió. Ferral subió al primer piso. En un rincón de un despacho moderno, adornado por todas partes con esculturas de remotas épocas chinas; con un traje blanco, sobre un chaleco de punto, blanco también, como sus cabellos hirsutos; sin cuello; con las manos adheridas a los tubos niquelados de su sillón, Liu-Ti-Yu esperaba, en efecto. Toda su fisonomía estaba en la boca y en las mandíbulas: una enérgica rana vieja.

Ferral no se sentó.

– Usted está decidido a acabar con los comunistas -no interrogaba, afirmaba-. Nosotros también, evidentemente. -Comenzó a pasearse por el cuarto, con los hombros hacia adelante-. Chiang Kaishek está dispuesto a la ruptura.

Ferral nunca había encontrado la desconfianza en el semblante de un chino. ¿Aquél le creía? Le tendió una caja con cigarrillos. Aquella caja, desde que había decidido no volver a fumar, estaba siempre abierta sobre su mesa, como si, viéndola sin cesar, afirmase la fuerza de su carácter, confirmando así su decisión.

– Hay que ayudar a Chiang Kaishek. Para usted, eso constituye una cuestión de vida o muerte. No es cosa de que la situación actual se mantenga. En la retaguardia del ejército y en el campo, los comunistas comienzan a organizar las uniones campesinas. El primer decreto de las uniones será la desposesión de los prestamistas. -Ferral no decía los usureros-. La enorme mayoría de sus capitales están en los campos; el más saneado de los depósitos de sus bancos está garantizado por sus tierras. Los soviets campesinos…

– Los comunistas no se atreverán a formar soviets en China.

– No juguemos con las palabras, señor Liu. Uniones o soviets, las organizaciones comunistas van a nacionalizar la tierra y a declarar ilegales los créditos. Estas dos medidas suprimen lo esencial de las garantías, en nombre de las cuales les han sido concedidos los créditos extranjeros. Más de mil millones, contando a mis amigos japoneses y americanos. No es cosa de garantizar esta suma con un comercio paralizado. Y aun sin hablar de nuestros créditos, esos decretos bastan para que quiebren todos los bancos chinos. Evidente.

– El Kuomintang no dejará que se haga eso.

– No hay Kuomintang. Hay azules y rojos. Hasta aquí han colaborado, aunque mal, porque Chiang Kaishek no tenía dinero. Tomada Shanghai mañana, Chiang Kaishek casi puede pagar su ejército con las aduanas. No por completo. Cuenta con nosotros. Los comunistas han predicado por todas partes la vuelta a la posesión de las tierras. Se dice que se esfuerzan por retrasarlo: demasiado tarde. Los campesinos han oído sus discursos, y no son miembros de su partido. Harán lo que quieran.

– Nada puede detener a los campesinos, como no sea la fuerza. Ya se lo he dicho al señor cónsul general de la Gran Bretaña.

Encontrando casi el tono de su voz en el de su interlocutor, Ferral recibió la impresión de que le ganaba.

– Ya han tratado de recuperar las tierras. Chiang Kaishek está dispuesto a no dejarlos obrar. Ha dado orden de que no se toque ninguna de las tierras que pertenecen a oficiales o a parientes de oficiales. Es preciso…

– Todos nosotros somos parientes de oficiales. Liu sonrió.

«¿Existe una sola tierra en China cuyo propietario no sea pariente de un oficial?…»

Ferral conocía el parentesco chino.

Otra vez el teléfono.

– El arsenal está bloqueado -dijo Ferral-. Todos los establecimientos gubernamentales están tomados. El ejército revolucionario entrará en Shanghai mañana. Es preciso que la cuestión quede resuelta ahora. Compréndame bien. A consecuencia de la propaganda comunista, numerosas tierras les han sido tomadas a sus propietarios; Chiang Kaishek debe aceptarlo o dar la orden de que se fusile a los que las han cogido. El gobierno rojo de Han-Kow no puede aceptar semejante orden.

– Contemporizará.

– Ya sabe usted en lo que se convirtieron las acciones de las sociedades inglesas, después de la toma de la concesión de Han-Kow. Ya sabe en lo que se convertirá su situación cuando las tierras, cualesquiera que sean, hayan sido arrancadas legalmente a sus poseedores. Chiang Kaishek sabe y dice que está obligado a romper ahora. ¿Quiere usted ayudarle? ¿Sí o no?

Liu escupió, con la cabeza hundida entre los hombros. Cerró los ojos; los volvió a abrir, y contempló a Ferral con la mirada desplegada del viejo usurero de no importa qué lugar sobre la tierra:

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