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– Veo que ya se ha recuperado de su pesar -comentó el señor Hawkins mirando a la dama con el ceño fruncido.

Era un comentario extraño para un vicario; al oírlo Georgiana sintió que recuperaba su ingenio.

– Quizá el caballero le esté extendiendo su consuelo -la respuesta del señor Hawkins fue un bufido muy poco apropiado para un hombre de la iglesia-. ¿Quién es? -preguntó ella, observando al otro con interés. Era alto y atractivo e iba vestido de manera elegante pero discreta.

– Solo uno de los hombres más ricos y arrogantes del país -respondió el señor Hawkins con voz despectiva-. Está emparentado con la mitad de la nobleza, pero tiene más dinero que todos.

– Ah, quizá entonces sea familia de lady Culpepper.

– Eso dicen. Al parecer ha traído a alguien de Londres para que intente recuperar el collar, ¡cómo si le importara! Sin duda para él es calderilla. Si quiere saberlo, me parece un asunto raro.

– ¿Y a quién ha traído de Londres? -inquirió, mirando de repente a su acompañante.

– A un detective de Bow Street -repuso el señor Hawkins-. Aunque imagino que no tardará en lamentar haber venido cuando tenga que tratar con gente como esos dos -añadió con su tono más pomposo.

Pero Georgiana ya no le prestaba atención. Sólo podía pensar en el detective de Bow Street y en la expectación que le producía, después de tantos años de seguir sus hazañas, conocer al fin en persona a uno de los investigadores criminales de la elite. Miró alrededor en busca de Ashdowne, pero no lo vio por ninguna parte, y dedicó un momento de irritación a sus frecuentes desapariciones.

Pensó que quizá había ido en pos de lord Whalsey. Le habría gustado hablar con el detective esa misma noche, pero saber que Ashdowne vigilaba a su principal sospechoso la relajó.

A primera hora de la mañana iría a buscar al investigador. Si todo salía bien, podría plantearle su caso y entregarle a los culpables a mediodía. Con suerte, el collar aún seguía en manos de Whalsey, y en ese caso, tal vez pudiera devolvérselo en persona a lady Culpepper.

Entonces esa noble tan poco cortés tendría que cambiar de opinión sobre ella. Encantada, pensó que todo el mundo la tomaría en serio. ¡Y al fin comenzaría su tan anhelada carrera como afamada investigadora capaz de solucionar cualquier misterio!

Cuatro

Georgiana se hallaba en la acera de enfrente de la residencia de lady Culpepper, tratando de parecer poco conspicua. Resultaba algo difícil, ya que llevaba en su puesto desde que a primera hora de la mañana logró escabullirse de su casa, y empezaba a recibir miradas raras de los criados de las casas lujosas que había en la zona. Sin embargo se negaba a alejarse, ya que era una mujer con una misión.

Tarde o temprano, el detective de Bow Street que había llegado la noche anterior tendría que presentarse en el escenario del crimen, y cuando lo hiciera, su intención era intercambiar algunas palabras con él. Pero los hábitos de lady Culpepper de levantarse tarde parecían demorar demasiado la inevitable entrevista. Hasta ese momento, las únicas personas que habían pasado a la casa eran los criados y un hombre de mediana edad que lo había hecho por la entrada de servicio.

Cuando el mismo individua salió media hora más tarde, Georgiana no le prestó atención… hasta que cruzó la calle y se dirigió directamente hacia ella. Frunció el ceño, reacia a perder el tiempo conversando con un hombre que lo más probable fuera que deseara venderle algo.

– Perdone, señorita -dijo el hombre con educación. Se había detenido delante de ella, obligándola a ladear el cuello para poder ver las puertas de la casa de lady Culpepper-. Parece estar interesada en esa residencia. ¿Le importaría decirme por qué?

Sorprendida por su modo directo, lo estudió con más atención. Aunque la ropa que llevaba era de corte malo, resultaba decente. Contuvo un gemido de impaciencia y trató de mostrarse cortés.

– ¿No se ha enterado? Se ha llamado a un detective de Bow Street para que investigue el hurto de las esmeraldas de lady Culpepper -explicó.

El sujeto pareció desconcertado. Exhibía un semblante cansado, con más arrugas de las que podría justificar su edad.

– Disculpe que se lo pregunte, señorita, pero, ¿eso qué tiene que ver con usted? -preguntó con auténtica curiosidad.

– ¡Lo estoy esperando a él! -exclamó Georgiana, con la esperanza de que el hombre aceptara su tono de voz como una despedida.

Pero no fue así. Para su irritación, el desconocido continuó obstruyendo su campo de visión con su forma más bien robusta y compacta. Inclinó la cabeza en un amago de saludo.

– Winston Jeffries, a su servicio, señorita -vio que ella se movía para intentar mirar por encima de su hombro-. ¿Señorita? ¿Para qué deseaba verme?

– ¿Usted? -parpadeó sorprendida.

– Sí, señorita -asintió con una leve sonrisa-. Soy de Bow Street.

Georgiana respiró hondo al centrar su atención en él. Debía reconocer que experimentaba un poco de decepción, pues Wilson Jeffries no era lo que su mente había imaginado. Había pensado que el experto londinense sería un espécimen joven y viril, a rebosar de músculos necesarios para sojuzgar a su presa y con un leve aire desalmado… de su asociación con todos esos criminales.

Pero ahí estaba ante un hombre de estatura y complexión medias, con hombros redondos que hacían que pareciera desgarbado y cansado, algo que también se reflejaba en sus ojos castaños. Con la ropa arrugada y esa apariencia inofensiva, parecía más un tendero que un investigador profesional.

Tampoco parecía demasiado inteligente, y entonces llegó a la conclusión de que era una suerte que se hubiera encontrado con él, ya que sin duda necesitaría mucho su ayuda. Complacida, le sonrió y se acercó.

– Señor Jeffries, no es lo que usted pueda hacer por mí, sino lo que yo pueda hacer por usted -manifestó. Al ver que la observaba con curiosidad, se explicó con cierta dosis de confianza-: Verá, yo misma soy una especie de investigadora y he estudiado este caso de forma exhaustiva. Estaba presente cuando tuvo lugar.

– ¿Y posee alguna información sobre el robo? -preguntó con escepticismo.

Pero eso no la detuvo. Formaba parte de la naturaleza de los hombres dudar de su capacidad, aunque ese en particular no podría permitirse el lujo de mantener mucho tiempo esa actitud. Bajó la voz en un murmullo.

– Desde luego; ya he estrechado el campo de los sospechosos a tres -aseveró.

– ¿De verdad? -inquirió al tiempo que la analizaba con la mirada.

– ¡Sí! Será un placer comunicarle mis deducciones, ¡incluyendo la identidad del propio ladrón!

– ¿En serio?

Era evidente que se trataba de un hombre de pocas palabras. Georgiana se preguntó su aprovecharía eso en el transcurso de sus interrogatorios o si no terminaría por ser un estorbo. Quizá no solo pudiera auxiliarlo en ese caso, sino darle algunas sugerencias para mejorar su técnica en el futuro.

– Me encantaría dedicarme a una carrera como la suya, pero lamentablemente, soy una víctima de mi género -reconoció ella-. Sin embargo, eso no me impide solucionar todos los misterios que puedo, pequeños en su mayor parte, ¡aunque este de lady Culpepper es un delito con mayúsculas! Será un placer para mí poner a su disposición mi pericia para su pronta resolución.

– Comprendo -indicó Jeffries, aunque no daba la impresión de entenderlo.

“Quizá es lento”, reflexionó Georgiana, dándole el beneficio de la duda.

– ¿Quiere que demos un paseo? -preguntó ella, pues aunque el detective parecía ajeno al entorno en el que se hallaban, Georgiana miraba con ojos cautelosos a todos los transeúntes que por allí pasaban. Jeffries se mostró impasible, pero cuando tiró de la manga de su chaqueta, la siguió-. ¿Ha interrogado a los criados?

– Señorita, yo…

– No importa -hizo un gesto con la mano-. Estoy convencida de la identidad del ladrón.

9
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