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Curioso. Georgiana miró fijamente a su acompañante. Comprobar que era mucho más hermoso de cerca le provocó un nudo en el estómago. Mientras estaba boquiabierta, él la soltó y dio un paso atrás; su rostro exhibió una expresión de extrema irritación al tiempo que alzaba una mano para quitarse el polvo de su elegante chaqueta de seda. Para desmayo de Georgiana, el marqués la miraba como si fuera un bicho que preferiría aplastar.

Sobresaltada por esa comprensión, musitó unas disculpas en un tono que pareció el jadeo insensato de una admiradora. Ruborizada, calló ante la llegada de su madre junto con dos criados, que se apresuraron a recoger la tierra vertida.

– ¡Georgie! -incómoda al oír su diminutivo pronunciado en voz alta, no captó las palabras de Ashdowne. Antes de que pudiera interrogarlo, ladeó la cabeza y se alejó, como si se sintiera aliviado de separarse de su compañía. Para su desgracia, Georgiana se encontró rodeada por su madre y sus hermanas-. ¡Georgie! ¿Qué demonios hacías inspeccionando… las plantas?

– Es una joven adorable, pero me temo que no demasiado grácil -atronó su padre.

– ¿Se encuentra bien, señorita Bellewether? -Como si las cosas no estuvieran lo suficientemente mal, el señor Nichols la había vuelto a encontrar-. Uno apenas puede moverse en esta terrible aglomeración, y encima llenan el suelo de obstáculos… -sacudió la cabeza y bajó la vista por su ropa arrugada hasta llegar a su tobillo.

En el acto Georgiana se alisó el vestido y suspiró cuando su madre la condujo a una silla cercana y el señor Nichols la obligó a aceptar el refresco que ya estaba caliente.

Exasperada, apartó a su madre y con la vista buscó entre la multitud cualquier rastro de lord Whalsey y su secuaz, pero solo vio a Ashdowne. Aunque daba la impresión de hablar con la anfitriona, tenía los ojos clavados en ella, con una mueca de condena en la boca, como si la considerara responsable de la reciente debacle.

Se le encendieron las mejillas y pensó que la habría ido mejor sin él; tuvo ganas de decírselo, pero la oportunidad de diálogo se había vuelto a desvanecer, y eso sí era por su culpa.

Una detective de Bow Street no se habría quedado boquiabierta como una colegiala ante un rostro bonito, sino que habría aprovechado al máximo ese encuentro fortuito, preguntándole a Ashdowne qué hacía en Bath, evaluando sus respuestas y obligándolo con astucia a reconocer… algo. No estaba segura de qué, pero pensaba averiguarlo.

Sorprendida, comprobó que lady Culpepper en ese momento hablaba con una señora mayor. Movió la cabeza. El hombre parecía aparecer y desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Menos mal que no era dada a las fantasías, o de lo contrario habría sospechado que poseía habilidades sobrenaturales.

Le indicó a su madre que necesitaba ir a refrescarse después del incidente, y a cambio se dedicó a recorrer el salón en busca de Whalsey y Cheever, aunque sin éxito. Al vislumbrar al señor Hawkins avanzar hacia ella con expresión decidida, huyó en dirección al jardín, donde suspiró con alivio.

Habría podido quedarse en esa atmósfera fragante y fresca para siempre, perdida en pensamientos placenteros, de no ser por una risita sonora que surgió a su espalda desde uno de los matorrales cercanos. Decidió que ya era hora de regresar a la fiesta antes de descubrir el tipo de misión que carecía de interés para ella, la romántica. Sin duda su madre andaría buscándola, ya que se hacía tarde y los Bellewether querrían irse a casa pronto.

Atravesó los ventanales y entró de nuevo en la recepción, preparada para encontrar a su familia, cuando un grito desgarrador atravesó el aire. Aturdida, giró hacia la dirección del sonido y vio a la anfitriona, lady Culpepper, bajando la escalera principal a toda carrera acompañada de la mujer con la que la había visto antes.

Ambas parecían angustiadas; Georgiana avanzó hacia ellas. Llegó al pie de los escalones justo a tiempo de oír a la otra mujer farfullar algo sobre un collar; entonces la noticia corrió entre los invitados más veloz que un incendio.

– Las famosas esmeraldas de lady Culpepper han sido robadas.

Mientras la noticia del hurto recorría el salón, el resto de la casa y, posiblemente, todo Bath, Georgiana, que se había negado a apartarse hasta no haber oído toda la historia, fue testigo del primer informe que sin resuello emitió la mujer que más adelante se identificó como la señora Higgott.

Cribando la información, Georgiana se enteró de que las dos mujeres habían estado hablando de las joyas de lady Culpepper cuando la señora Higgott expresó su admiración por el collar de esmeraldas, bien sabido entre la nobleza que era el orgullo de su colección. Lady Culpepper, motivada por la amabilidad o la vanidad, se ofreció a mostrárselo y las dos subieron a su dormitorio, donde encontraron el joyero abierto sobre la cama, la pieza en cuestión ausente y la ventana abierta.

Como durante toda la noche había habido un criado delante de la puerta, se dio por hecho que el ladrón había conseguido, de algún modo, subir por la fachada del edificio, una proeza que provocó tantos comentarios como el mismo robo. Aunque luego Georgiana obligó a su hermano Bertrand a acompañarla en su recorrido del terreno, en la oscuridad no pudieron ver nada, y todos sus esfuerzos por interrogar a las dos mujeres fueron rechazados. La fiesta no tardó en disolverse por consideración a la terrible pérdida de lady Culpepper, mientras todo el mundo manifestaba su asombro porque en la tranquila Bath pudiera cometerse semejante delito.

Es decir, todo el mundo menos Georgiana.

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Entusiasmada por el primer desafío de verdad a sus habilidades, Georgiana se levantó a primera hora de la mañana después del incidente y se sentó ante el escritorio en el salón, donde trasladó al papel todos los detalles que pudo recordar sobre la velada y la compañía. Por desgracia, no había podido inspeccionar el escenario del delito ni cuestionar los principios.

El propio misterio era magnífico, no el típico hurto habitual, sino un acto bien planeado y realizado con osadía. Sonrió mientras apuntaba lo que consideraba importante. La hora, desde luego, lo era. ¿Cuándo había estado lady Culpepper por última vez en la habitación antes de regresar con la señora Higgott? ¿Y quién era el criado que había estado ante la puerta del cuarto? ¿No había oído nada? ¿De verdad había permanecido allí sin moverse o abandonó su puesto en algún momento?

¿Y el cuarto… daba a alguna otra habitación? Le encantaría buscar alguna pista que hubiera podido dejar el ladrón, incluyendo el mismo joyero. Por lo que había podido entender de los balbuceos de las dos mujeres, no se había llevado más joyas.

Frunció el ceño. ¿Por qué robar solo el collar? ¿El ladrón iba justo de tiempo o se veía limitado a lo que podía cargar en su persona? Un hombre que escalara la pared exterior no podía verse estorbado por un bulto grande, aunque le costaba creer que alguien se hubiera tomado tantas molestias para conseguir acceso al dormitorio. Pensó que quizá había empleado una cuerda. Tenía que ver el edificio a la luz del día.

¡Si pudiera investigar la habitación! Algo acerca del joyero abierto le resultaba familiar, pero, incapaz de localizar el recuerdo, tomó nota de ello y luego sacó una hoja en blanco para apuntar el nombre de los sospechosos. Le temblaba la mano. Si consiguiera solucionar ese misterio y presentar el nombre del culpable a las autoridades, al fin recibiría el respeto que anhelaba.

Apoyó la barbilla en la mano y con gesto soñador se imaginó un futuro lleno de investigaciones, cuando gente de todo el país fuera a consultar con ella, Georgiana Bellewether.

Suspiró satisfecha y centró su atención en la tarea que la ocupaba, pues primero debía determinar la identidad del hombre que se había llevado el collar de lady Culpepper. La lógica se oponía a que el ladrón fuera desconocido, un miembro de la comunidad criminal que había estado esperando su oportunidad. Ningún carterista común robaría en una casa la noche que se hallaba a rebosar de invitados y criados.

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