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Georgiana.

Dejó la copa y de pronto supo lo que tenía que hacer. En realidad era una insignificancia, pero un paso en la dirección adecuada, o al menos eso era lo que diría Georgiana. El pensamiento le dio esperanzas; se puso de pie y titubeó. Por desgracia, en ese momento no podía intentar nada, ya que tenía el cerebro embotado por las largas horas de beber y dolorosa introspección.

Frunció el ceño, impaciente, antes de darse cuenta con una sonrisa de que había algo que podía hacer.

Dieciséis

A pesar de su menos que perfecto equilibrio, Ashdowne obtuvo fácil entrada. Con su sigilo natural, atravesó las altas ventanas y entró en la habitación. Era pequeña y no la compartía con sus hermanas, algo que se había tomado la molestia de averiguar antes de esa noche. Durante largo rato se quedó quieto, mirando cómo dormía bañada por la luz de la luna, con los bucles dorados extendidos por la almohada.

Cuando ella despertó, vio un destello de alarma en sus hermosas facciones antes de que se sentara y se cubriera el pecho con una manta.

– ¿Cómo entraste aquí? -demandó con un suspiro.

– Oh, los criminales depravados tenemos nuestros recursos -musitó desde las sombras. De pronto el asombro que lo había embargado al contemplarla se convirtió en otra cosa. Tenía el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas y pudo imaginar el calor de su piel. Avanzó un paso.

– ¡No te acerques más! -advirtió ella, alzando una mano mientras con la otra aferraba la manta.

Fue poca protección, porque él pudo ver el corpiño de encaje de su camisón y su deseo se convirtió en algo vivo, intenso e ineludible.

– Puedo cambiar -susurró, dirigiéndose al costado de la cama.

– ¿Qué? -inquirió aturdida.

– He cambiado, Georgiana, pero puedo cambiar más -se sentó a su lado y el delicado aroma de su fragancia casi fue su perdición. Mientras aún podía pensar, se inclinó sobre ella y atrapó su delicioso cuerpo entre los brazos-. Y para demostrártelo, voy a devolver el collar -murmuró.

– ¡No! -exclamó ella-. Quiero decir, sí, devuélvelo. Es una idea maravillosa, pero no te acerques más a mí porque entonces no podré pensar.

– Bien -repuso él-. Quiero que dejes de pensar y que empieces a sentir. Esta noche quiero a Georgiana, la romántica incurable, no a la investigadora obstinada. Dame otra oportunidad, Georgiana. Por favor -la súplica apenas fue un susurro, y cualquiera que fuera la respuesta que ella le iba a dar se perdió cuando tomó la boca con la suya.

Sabía a sueño, dulce y celestial, y Ashdowne profundizó el beso, apoderándose de todo lo que ella le entregó. Desesperado, ansioso de más, apenas se reconocía, pero no importaba. Nada importó al sentir el contacto tentativo de su lengua, inocente pero abierta, osada al enroscarse con la suya.

Ella alzó los brazos para envolverlo y Ashdowne se tumbó a su lado, reacio a detenerse incluso para quitarse las botas. Era consciente de que en cualquier instante Georgiana podía recuperar la cordura, pero mientras tanto gozaría de su pasión. Esta se elevó como una marea y cuando ella se arqueó para pegarse a él, Ashdowne apartó la manta que se interponía entre ellos.

El corpiño de encaje acariciaba la piel cremosa de Georgiana a lo largo de sus curvas abundantes, y a través de la fina tela pudo ver el contorno oscuro de sus pezones. Ashdowne sintió que la sangre le subía a la cabeza para luego bajar en una espiral enorme y torrencial. Recordó el episodio de los baños y apretó los dientes.

La amaba, y por una vez no iba a ser egoísta.

Jamás sabría de dónde había sacado las fuerzas, pero durante largo rato simplemente la miró; luego le acarició el cuerpo hermoso hasta dejarla sin aliento y jadeante. Y al final le quitó el camisón y comenzó otra vez, descubriendo su cuerpo como haría con una cerradura, cuyos secretos debía averiguar despacio y con cuidado.

Pero Georgiana no se contentaba con quedarse quieta y tiró de su chaqueta hasta que se la quitó, junto con el chaleco y la camisa. Ashdowne se sentó en el borde de la cama y se desprendió de las botas, solo para descubrir que la tenía pegada a su espalda, con sus generosos pechos contra su piel; echó la cabeza atrás con un gemido. Al parecer animada por ese sonido, se frotó contra Ashdowne y emitió leves ronroneos mientras le besaba la nuca y le mordisqueaba los hombros.

Con la erección dolorosamente tensa contra sus pantalones, se volvió y la tiró sobre la cama. Verla allí echada, con las piernas abiertas para revelar una tentadora mata de vello dorado, casi fue demasiado para él. Titubeó un momento antes de acercarse al pie más próximo y comenzar a lamerle los dedos.

Cuando alcanzó la delicada piel de la parte interior del muslo, ella gemía; sonrió en el momento de besar el calor húmedo, probando su dulzura y regodeándose en su esencia. Ella no protestó, sino que abrió su mente y sus piernas a esa única exploración hasta que en su entusiasmo tiró de su pelo.

Cuando se contoneó y manifestó su placer, Ashdowne le apartó con delicadeza los dedos de su pelo y contempló a la mujer agitada que tenía ante él, la imagen viva de la felicidad satisfecha. Supo que sería fácil terminar lo que había empezado, entregarse a su propia necesidad de liberación vertiendo su simiente en el interior de Georgiana.

Tomando su virginidad, puede que incluso embarazándola, la vincularía a él… la tentación fue tan grande que experimentó un temblor. Pero ese tipo de conducta sería descuidada y egoísta, el camino fácil, y sus escrúpulos en fase de desarrollo le indicaron que estaría mal. Además, deseaba más. La quería toda, no la pasión que podía despertar en su cuerpo, sino también su mente inteligente y su corazón romántico. Quería amarla, por lo que respiró hondo y se levantó de la cama.

La erección le dolía tanto que al inclinarse para ponerse las botas contuvo un gemido. Llevaba demasiado tiempo en su vida monacal de marqués. Siempre le habían gustado las cosas hermosas, incluidas las mujeres, y aunque había elegido a sus amantes con ojo selectivo, ya no era capaz de recordar sus caras. En ese momento solo un rostro aparecía en su mente, un cuerpo que le incitaba con el recuerdo de una piel pálida y curvas suaves. Hizo una mueca y la excitación que sentía dificultó que se vistiera. Se inclinó sobre Georgina y besó su frente húmeda en despedida.

Los escrúpulos eran mucho más dolorosos de lo que había imaginado.

Georgiana se encontraba en el Pump Room, sin saber qué creer. Después de la aparición de Ashdowne en su dormitorio la noche anterior, había estado preparada para perdonarle cualquier cosa, pero un amanecer inquieto le había hecho recuperar la cordura y había empezado a dudar. ¿Era realmente capaz de cambiar o solo intentaba hacer que no pensara en su culpabilidad y traición? Peor aún, ¿había intentado conquistarla por motivos más oscuros?

Soltó un profundo suspiro y pensó que no era justo que alguien que dedicaba su vida a la investigación y a desenmascarar delitos se enamorara de un criminal, pero, ¿no había anhelado muchas veces tener a un oponente de su altura?

Perdida en sus emociones, no notó que una mujer vestida con elegancia se aproximaba hasta que oyó que una voz femenina carraspeaba. Se volvió y parpadeó al ver a la marquesa de Ashdowne.

– ¡Milady! -exclamó con sorpresa.

– Por favor, llámeme Anne -dijo la cuñada de Ashdowne al estrecharle la mano-. He oído hablar tanto de usted que creo que somos amigas.

– ¿Ha oído hablar de mí? -volvió a parpadear.

– Oh, sí, desde luego -la boca delicada de Anne se curvó en una hermosa sonrisa-. Según Johnathon, es usted la mujer más inteligente, hermosa y valerosa que ha conocido.

Georgiana se quedó boquiabierta. Podía imaginar a Ashdowne manifestar imprecaciones contra ella, pero, ¿alabar sus virtudes? ¿Y ante esa encarnación de feminidad?

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