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– Por favor, tenga la certeza de que no los voy a echar -afirmó antes de volverse hacia Georgiana-. Y ahora, señorita Bellewether, ¿en qué puedo ayudarla?

Bertrand emitió un sonido ahogado en señal de desdén.

– ¿No me diga que acepta sus tonterías de descubrir a los sospechosos? -preguntó con la boca abierta en un gesto estúpido.

La pregunta situó a Ashdowne en la posición extremadamente dudosa de defender a Georgiana, pero, para su sorpresa, descubrió que la respuesta le surgió con facilidad. Miró al hermano con expresión arrogante con el fin de ponerlo en su sitio.

– Le aseguro que me tomo a su hermana muy en serio.

Bertrand mostró su asombro y los observó como si no lograra descifrar qué relación tenían. Su reacción hizo que Ashdowne se preguntara qué clase de pretendientes había conocido ella si el interés que despertaba en él resultaba tan sorprendente. Sin duda jóvenes groseros como su hermano, incapaces de ver más allá de su exuberante cuerpo.

Descartó a Bertrand y contempló a Georgiana solo para caer víctima de La Mirada. Lo observaba como si estuviera arrobada por la defensa que había echo de ella, como si nadie hubiera hablado con más nobleza y elocuencia en su favor en toda su corta vida. Ashdowne se contuvo, aturdido durante un momento. La culpa, el deseo y un equivocado orgullo lucharon con algo nuevo y sin nombre hasta que le costó controlar su expresión.

– No se preocupe por Bertrand -dijo ella-. Déle algo para comer y no pensará en nada más.

– Disculpe mi negligencia -parpadeó, asombrado por la primitiva declaración-. Pediré que traigan algo -llamó a Finn, que se hallaba sospechosamente cerca; al rato el criado regresó con una bandeja con té y galletitas. La predicción de Georgiana resultó certera, ya que su hermano se dejó caer en la silla más próxima a la comida y se dedicó a devorarlo todo sin prestarles más atención.

Ashdowne contempló al muchacho con desconcierto hasta que ella tiró de su manga y lo apartó a un lado.

– He dispuesto de unas horas para pensar y estoy convencida de que debemos actuar, y pronto, si queremos solucionar el caso.

– ¿Qué me dice del señor Jeffries? Sin duda, ahora que está aquí, no tardará en descubrir la identidad del ladrón. Después de todo, es su trabajo.

Para su asombro, Georgiana hizo una mueca y movió sus bucles.

– ¡El señor Jeffries! Reconozco que es un hombre bastante amable, ¡pero le aseguro que su criado parece más que él un detective de Bow Street! Jamás llegará a las conclusiones correctas sin nuestra ayuda, y lady Culpepper nunca volverá a ver su collar.

– Eso sería una tragedia -manifestó Ashdowne con tono seco-. Me halaga su voto de confianza, pero, ¿qué sugiere que hagamos? ¿No creerá todavía que Whalsey y Cheever son responsables?

– ¡No, desde luego que no! -puso otra vez su expresión de no sea obtuso y Ashdowne prestó más atención-. ¡No eran mis únicos sospechosos! Ahora he puesto mi vista en otro, aunque necesito más pruebas -frunció el ceño.

Él experimentó un impulso casi irrefrenable de besar esa boca, pero con nobleza se contuvo.

– ¿Qué sugiere, otra confrontación? -inquirió.

– Oh, no. Como acabo de decirle, no dispongo de ninguna prueba que apoye mi teoría. Pero el hombre tenía los motivos y la oportunidad, y lo que es más, parece estar en bastante buena forma como para haber escalado el edificio.

– Ah. Una proeza que limita el abanico de posibles ladrones.

– ¡Exacto! -lo recompensó con una sonrisa por la rapidez con que comprendía sus métodos.

– Pero, ¿cómo vamos a conseguir las pruebas? -inquirió con verdadera curiosidad.

– ¡Vamos a entrar en su casa!

– ¿Qué? -aunque Ashdowne se había considerado preparado para cualquier cosa que ella hubiera podido urdir, su declaración lo sobresaltó. Movió la cabeza, preguntándose si tan pronto había perdido la capacidad de comprenderla, porque no podía dar a entender…

– Lo he meditado mucho, y no veo ninguna otra alternativa -aseveró.

Ashdowne se quedó mudo mientras contemplaba a la pequeña rubia que con tanta osadía pensaba en irrumpir en una casa ajena. Nunca en toda su vida había conocido a alguien como Georgiana Bellewether. Era como una sobredosis de valor que uno sabía que iba a lamentar.

– Imagino que sabe que lo que sugiere va contra la ley, ¿no? -logró preguntar. En su papel de único noble en la habitación con algo de sentido común, consideraba que era su deber desanimarlo que en el mejor de los casos podía considerarse un plan temerario.

– Sí, creo que, técnicamente, nuestra búsqueda podría tomarse como poco legal, pero como es por el bien del caso, no veo que nadie pueda objetar algo -explicó.

Ashdowne contuvo la risa.

– Bueno, el sujeto cuya casa inspeccionaremos podría considerar apropiado ofenderse, al igual que el señor Jeffries. Dudo de que nuestro ilustre detective de Bow Street tome una entrada ilegal en una casa a la ligera.

– ¡Santo cielo! -musitó ella, y Ashdowne tuvo la audacia de esperar que al fin había logrado convencerla-. No piensa ayudarme, ¿verdad?

Durante un instante el marqués no pudo creer lo que oía, ni lo que veía, ya que la delicada criatura que tenía delante lo miraba con mal disimulada desilusión. No solo no había logrado desanimarla, sino que estaba indignada por sus esfuerzos. Peor aún, con o sin él, la muy necia pensaba entrar en la casa de otra persona sin ser invitada.

– No pasa nada -continuó ella, malinterpretando su expresión horrorizada-. Lo entiendo. Un hombre de su posición, un marqués, no debería involucrarse en nada que pueda ser indecoroso.

Quizá Ashdowne hubiera podido recuperar la compostura si ella no le hubiera palmeado el brazo en u gesto de simpatía. El contacto de esa mano pequeña y enguantada, al igual que la expresión comprensiva en sus ojos azules, fue su perdición.

Al pensar en los negros actos por los que eran famosos los hombres de la aristocracia: seducción, juego, duelos y más cosas, no pudo evitarlo.

Estalló en una carcajada tan prolongada e intensa que Bertrand alzó la vista de su merienda y Finn, que sin duda oía detrás de la puerta, entró para ver qué lo había poseído. Pero, fiel a sí misma, Georgiana no se inmutó por su conducta, salvo para lo que se aplicaba a su excepcional caso.

– ¿Significa eso que me ayudará? -preguntó esperanzada.

Entre jadeos, Ashdowne asintió, a pesar de que ningún hombre cuerdo tomaría parte en las intrigas de Georgiana. “Estoy perdido”, pensó, aunque saberlo no le sirvió, pues, igual que una polilla atraída por una llama, abrió los brazos a su caída.

Seis

Se separaron de Bertrand en el Pump Room, a pesar de la suave protesta de Ashdowne, pues Georgiana no tenía intención de que los acompañara en la investigación.

– Solo será un estorbo -explicó, moviendo la cabeza-. Además, no lo necesitamos como chaperón para un simple paseo.

Sin embargo, entrar en la casa del vicario era otra cuestión, que ella declinó discutir en un lugar público. Ashdowne guardó silencio, pero una ceja enarcada transmitió sus dudas sobre el decoro de marcharse solos. Georgiana descartó la idea con un movimiento de cabeza, ya que no tenía intención de preocuparse por las apariencias cuando los esperaba la investigación.

Si había que reconocer la verdad, Ashdowne estaba resultando tristemente pedestre. Durante unos instantes Georgiana pensó que ni siquiera iba a acompañarla y le costó ocultar su decepción.

Incluso después de aceptar unirse a esa vital empresa, discutieron sobre cuándo iba a tener lugar. Ella se mostró a favor de acometerla bajo la protección de la noche, pero él se negó de una manera muy molesta. Solo después de preguntarle cómo iba a encontrar algo en la oscuridad, Georgiana aceptó su plan de entrar en el alojamiento de Hawkins a plena luz del día.

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