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– De verdad, Jeffries, ¿es que no tiene nada mejor que hacer con su tiempo? -enarcó una ceja.

– Le pido disculpas, milord, pero se me ha hecho ver que usted fue uno de los pocos caballeros que asistió a la fiesta cuyo paradero no puedo justificar. De modo que si es tan amable de informarme de ello, me marcharé.

– Bien, si es necesario que lo sepa, me encontraba en el jardín disfrutando del aire nocturno -indicó Ashdowne con displicencia.

La expresión de Jeffries se endureció.

– ¿Hay alguien que pueda verificarlo, milord?

– Sí, desde luego -Ashdowne esbozó una leve sonrisa.

– ¿Y de quien se trata?

El marqués miró al detective con expresión ofendida.

– No puede esperar que se lo diga, Jeffries, pues de por medio hay una dama, y me considero un caballero, a pesar de nuestra visita al jardín.

Georgiana fue consciente de la risotada de su padre, seguida de las risitas nerviosas de sus hermanas, mientras a su lado Anne estaba con los ojos muy abiertos, pálida y perpleja. Era evidente que Ashdowne tenía la esperanza de olvidar la insinuación del detective de Bow Street, pero Jeffries no iba a ceder con tanta facilidad.

Y antes de que hubiera formado la idea en su mente, intervino:

– Todo esto es realmente innecesario, señor Jeffries -aseveró. Él la miró con expresión cansada que indicaba que no expusiera sus teorías, y por eso Georgiana no lo hizo. Respiró hondo y alzó el mentón-. Era yo quien estaba con su excelencia en el jardín. Puedo justificar su paradero durante ese tiempo en cuestión, ya que se hallaba conmigo.

Todos los ojos se clavaron en ella, y Georgiana oyó el jadeo horrorizado de su madre cuando la pobre se desmayó en brazos de su padre. Sus hermanas rieron entre dientes. Anne se puso blanca y Jeffries pareció solo un poco apaciguado. Sin duda se preguntaba por qué lo había mencionado como sospechoso.

“Bueno, que se lo pregunte”, pensó, ya que nadie podía cuestionar su afirmación, salvo Ashdowne, y él… lo miró temerosa por un momento de que pudiera hacerlo, pero al encontrarse con sus ojos todos los temores la abandonaron. La observaba con asombro, y algo más que inflamó el corazón de Georgiana.

– No le considero un caballero por haber obligado a hablar a mi novia, pero espero que haya quedado satisfecho -dijo Ashdowne.

– Sí, desde luego, milord -musitó el investigador-. Mis disculpas, y felicidades -añadió con una sonrisa.

– Gracias. Bueno, veo que mi secreto ya no está a salvo -contempló a Georgiana con ternura. Le tomó la mano enguantada y luego giró la vista hacia sus padres. La angustiada madre de ella, abanicada por sus hijas, aún era sostenida por un desconcertado padre-. Me temo que la situación nos ha obligado a revelar nuestros planes antes de lo que queríamos, y me disculpo por no haber hablado con usted de la cuestión, señor Bellewether, pero aceptaré sus mejores deseos para mi inminente boda -levantó la mano de Georgiana y dio media vuelta, alzando la voz por encima de los murmullos de la multitud-. La señorita Bellewether y yo nos vamos a casar.

Su madre, que acababa de ser revivida por Eustacia y Araminta, volvió a desmayarse, mientras sus hermanas quedaban boquiabiertas y Anne sonreía con expresión beatífica. Por su parte, Georgiana, muda por el anuncio, miró con gesto estúpido mientras recibía congratulaciones de la gente que la rodeaba.

Diecisiete

Entre el torbellino de buenos deseos, Georgiana permaneció aturdida. Su primera reacción a la asombrosa declaración de Ashdowne había sido la sorpresa, seguida de inmediato por una euforia tan intensa que pensó que las rodillas le iban a ceder, por lo que agradeció el apoyo de su brazo.

Pero a medida que recuperaba el raciocinio, se dio cuenta de que la súbita proposición había sido forzada, no por un intenso afecto hacia ella, sino como un medio para salvar su reputación. Georgiana lo había exonerado, y un agradecido Ashdowne había buscado remediar el daño que para sí misma había provocado con su acto.

Pero su intención no había sido que le pagara el favor. Lo había hecho por amor a él, y debido a dicho amor anhelaba su felicidad, no un matrimonio de sacrificio con la hija de un terrateniente de provincias. Intentó concentrarse en los hechos. Por desgracia, el más llamativo era que no sería una marquesa adecuada.

Y así, a pesar de que deseaba casarse con Ashdowne más que nada en el mundo, se juró que solo aceptaría si la amaba. Si no, a finales de verano aduciría que se habían peleado y regresaría con su familia a su casa de campo, dejando detrás de ella todos los recuerdos de Bath. Aunque la idea la desgarraba, sabía que era lo correcto.

Debía hablar con Ashdowne en privado.

Pero transcurrió una hora hasta que pudieron llegar a las puertas. Allí Georgiana tiró de la manga de él, decidida a escapar de su familia y de todo el mundo.

Aunque la habilidad de Ashdowne les garantizó la huída, una vez fuera Georgiana siguió caminando hasta un lugar aislado bajo un gran roble. Entonces se volvió hacia él y expresó sus pensamientos sin preámbulo.

– No tienes que casarte conmigo -indicó.

– Ah, pero te equivocas, mi inteligente investigadora -ella lo miró sorprendida-. Has descubierto los sórdidos planes de lord Whalsey, los peculiares actos del señor Hawkins y la identidad de El Gato… logros muy importantes, debo reconocer. Pero en ningún momento has sido capaz de ver una verdad importante -se acercó-. Quiero que seas mi esposa, Georgiana. Lo quise antes de tu altruista acto. Llevo un tiempo intentando sacar el tema del matrimonio, pero siempre parece que algo me interrumpe.

– Pero la otra noche en mi dormitorio no dijiste nada -protestó ella, ruborizándose ante el recuerdo.

– No, porque había cosas más importantes que se interponían entre nosotros. Estaba convencido de que me considerabas más allá de la redención -la miró con ojos emocionados-. No fue hasta esta mañana cuando me di cuenta de que quizá me quisieras, a pesar de todo, si no, ¿por qué ibas a mentir para salvar a un ladrón?

– ¿Por qué si no? -susurró.

– Te deseo, Georgiana, tanto que creo que moriré si no puedo tenerte -alzó una mano a su cara y el apartó un bucle de la mejilla-. Y da la casualidad de que también te necesito. Desde que recibí el título me he enfrentado a una vida de monotonía y aburrimiento que nadie, salvo tú, ha sido capaz de aliviar. Y por si lo has olvidado, necesito que me reformen, algo que únicamente una persona de tu talla moral puede intentar -Georgiana sonrió cuando la acarició con el pulgar, desterrando casi todas las reservas que había albergado sobre casarse con un marqués y un ladrón. Y con las siguientes, las erradicó todas-. Y lo más importante de todo, te amo. Amo tu belleza y tu inteligencia, ese lado lógico que a veces coexiste con tu vena romántica y el sentido de aventura que aportas a todo lo que haces. Sencillamente debo tenerte a mi lado para el resto de mi vida. Prometo esforzarme al máximo para evitar las actividades delictivas, protegerte en todas tus empresas descabelladas y… -bajó la voz-… satisfacerte lo mejor que sea capaz.

Georgiana se sonrojó al imaginar cómo ese hombre de muchos talentos planeaba mantenerla satisfecha y deseó estar solos de verdad y no bajo un árbol en una calle.

– ¿Qué contestas, Georgiana? ¿Querrás arriesgarte conmigo?

– ¡OH, Ashdowne! -sin hacer caso de dónde estaban, le rodeó el cuello con los brazos y enterró la cara en su ancho pecho-. Te amo.

– ¿Eso es un sí? -inquirió con voz ronca y baja.

– Sí -murmuró ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo. Le sonrió, y la mirada azul de Ashdowne se posó en sus ojos, luego en su boca y después en los pálidos pechos que tenía pegados contra el dorso. Carraspeó.

– Pero, por encima de todo, prometo comprarte un nuevo guardarropa.

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